Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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– Qué mierda. Se lo dije. Que tendría que recoger vuestros restos y meterlos en una cajita. Y ahora el siguiente vas a ser tú.

– No, no han sido los que nos seguían ni nada de eso. Un puto loco, un tío obsesionado con una amiga del abogado, luego el tipo se ha pegado un tiro.

– ¿Y la chica?

– Eduardo se tiró sobre ella y la cubrió.

– Vamos dentro.

Curto echó a andar delante. Había encontrado a un interlocutor y lo había perdido. Era quizá la única vez en su vida en que no había cortado amarras antes de tiempo, anticipándose a la ruptura o a la pérdida. Recordó la figura del abogado sentado en el banco del metro, mirándole desde el otro lado del andén.

Cuando llegaron a su guarida dijo:

– Hace mucho tiempo confié en una persona y me dieron una hostia, me rehíce, volví a confiar y me dejaron tirado. Al final, ya lo sabes, me convertí en un superviviente, psicoputeaba a cualquiera por si acaso, para adelantarme. Menos con tu amigo. Me caía de puta madre. Nada de pasión, pero saber que estaba por ahí, que podía hablar con él, que incluso a él parecía servirle hablar conmigo… Por lo menos, hizo lo que quiso, no dejó colgada a su amiga, eso seguro que le sentó bien.

– A mí no me pareces un superviviente.

– Gracias. En serio, aunque hoy eso no importa. Dime qué querías.

El chico le contó la historia del Irlandés y las escuchas, y también le dijo que tenía una puerta trasera, una forma de entrar en el sistema de los teléfonos sombra.

– ¿Y para qué la quieres? No pensarás chantajear al Irlandés.

– No, lo que quiero es romper el chantaje, que me dejen en paz. Además, hay otra historia que no te he contado.

El chico le habló de la flecha y la vicepresidenta.

– ¡Qué cabrón! Ahora entiendo las cosas que me pedía. ¿Me dejarás ver las conversaciones?

– Sí. Eduardo te habría dejado.

– ¿Estás pensando en darle a ella la llave secreta? No serviría de nada.

El chico sacó el DVD de su bolsa y se lo dio.

– No sé en lo que estoy pensando. De momento te la doy a ti. Quería haberle dado hoy la copia a Eduardo, y mira. En este papel están los datos del servidor donde la tengo colgada. Te los aprendes de memoria y lo tiras. Ahora tengo que ver cómo reacciona el Irlandés.

– Te acompaño.

– No, estás loco. Me ha citado en un apartamento que es como la casa de Stephen Falken, ¿te acuerdas? Cámaras, antenas, parece una sucursal de la tienda de Sonia. Él lo llama su sanatorio de pájaros.

– Más razón para quedarme cerca.

– Te verá.

– ¿Y qué si me ve? No sabe quién soy. Venga, vámonos -dijo Curto-. Yo tengo que inspeccionar el terreno, espero que no esté muy lejos de aquí.

Cuando llegaron a la calle paralela a la del Irlandés, Curto dijo:

– Aquí nos separamos. Veré qué hay, si puedo grabaros, vigilaros o mandarle un aviso de que no estás solo.

El Irlandés abrió la puerta de su apartamento con dos whiskys en el cuerpo. Pensó que cuando se fuera el chico se serviría un tercero escuchando música. Estaba ligeramente eufórico, un estado que alcanzaba pocas veces y que era de sus favoritos, como si una sola cuerda suya vibrara mientras las otras permanecían mudas a la espera. Y él podía distraerse siguiendo la melodía de esa cuerda olvidando las demás. Recordó la voz del chico en el teléfono, bastante decidida, «Tengo que hablar contigo». Hablar, qué insistencia absurda, qué desproporcionada confianza ponían algunos en ese método imperfecto, confuso, las más de las veces inútil para solucionar problemas.

Revisó los sistemas de vigilancia de su Nautilus. Todo estaba en orden excepto una sombra que había dado un par de vueltas a la manzana. Se acercó con el zoom, una vez llevaba capucha, la otra vez una gorra, distintas chaquetas, distintos zapatos. Sin embargo había algo idéntico en su forma de moverse. Bueno, no seamos paranoicos, de momento. Se asomó directamente a la ventana, para observar y también para despejarse. Había sido un largo día. Ver juntos al ministro y al vicepresidente ejecutivo del banco le había saturado. Por separado podía aislarlos en su cabeza, componiendo un escenario distinto para cada uno que los sacaba de contexto y los humanizaba. Pero estar con los dos a la vez era como jugar al ajedrez con una máquina, no había instinto ni azar.

Iluminada por viejos faroles, la calle parecía pertenecer a una ciudad más pequeña, menos caótica. Un perro ladraba esperando en la puerta de un bar a su amo. Un viento suave, casi una brisa, rozaba la cara y las manos del Irlandés y hacía temblar las hojas de los árboles. Repasó la conversación que había cambiado su estado de ánimo. Orden del día: nuevas alianzas en marcha. El sistema de teléfonos sombra dejaba de ser necesario. Y los servicios del Irlandés, también. Lo que él llamaba su división de hackers de Mysore pasaría a ser dirigida por otra persona. El sistema de teléfonos sombra lo habían eliminado ya, sin consultarle. «Hemos llegado a un acuerdo, no necesitamos exigir lo que podemos pedir amablemente puesto que ahora hay un clima de entendimiento y colaboración.»Orden del día, por tanto: borrado, reescritura y formateo de la memoria del Irlandés. Una de cal y otra de arena, amenaza, premio y otra amenaza, no obstante. En cuanto a la confidencialidad, no les cabía duda de que sería respetada. Seguirían ofreciéndole algún trabajo especial, de tanto en tanto, bien remunerado. Cuidarían de él. Por supuesto, esperaban que les entregase el mando sin guardarse nada, al fin y al cabo se conocían de antiguo. Al responder, el Irlandés había fingido un despecho sordo, contenido, que estaba lejos de sentir. Llevaba meses sintiendo en cambio hartazgo y cansancio. Habría pagado por que le relevaran y al tomar ellos la iniciativa de alguna forma quedaban en deuda, mejor que mejor. Esa figura. Esta vez llevaba la cabeza descubierta. Casi no le vio moverse, era un hombre de unos treinta y pocos, se había apoyado en el respaldo de un banco, esperaba. De golpe se levantó con prisa, los mismos andares, estaba seguro, y desapareció justo bajo su portal. Ese tipo ha aprovechado la entrada de alguien para meterse en mi edificio. Volvió adentro y activó las cámaras del interior del portal. El individuo no había cogido el ascensor, subía despacio por las escaleras. De pronto el Irlandés se echó a reír. No es un enviado del banco ni del ministro. Viene para proteger al chico. No tenía sentido que enviasen a alguien para amedrentarle ahora. En cambio, faltaban apenas diez minutos para que llegase el chico y ni siquiera se había ocupado en pensar qué querría ahora. Ya no te necesitan, chico, esto se acabó.

Decidió servirse el tercer whisky, le preguntaría al chico si quería beber con él.

Un minuto antes de lo convenido, el chico llamó a la puerta. El Irlandés le abrió y se dio la vuelta, hablándole ya de espaldas camino del sofá.

– Cierra y ponte cómodo, ¿quieres tomar algo?

El chico pensó en no cerrar del todo por si Curto quería entrar, pero la puerta, muy pesada y con algún sistema de cierre automático, avanzó sola los últimos centímetros. Cuando el chico llegó al sofá encontró al Irlandés sentado en un sillón, el cuerpo demasiado relajado, cada uno de sus brazos sobre los brazos del sillón, las piernas estiradas, la espalda doblada como si se hubiera escurrido un poco; sujetaba un vaso en la mano izquierda, los ojos le brillaban.

– No, gracias -dijo el chico.

– Tú verás. ¿Qué se te ofrece entonces?

– Quiero que hagamos un trato. No necesito dinero, ni nada. Quiero que me taches de tu lista de colaboradores, que busquéis a otro tipo para mantener el sistema. Tienes que jurármelo, tienes que inventar algo con tus jefes.

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