Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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– No quieres estar pillado, ¿no?

– Eso es, exacto.

– Muy exacto, sí. Solo que todos estamos pillados. Un coñazo, ya ves. Siempre hay un tipo que nos sujeta por el jersey y dice: Tú la llevas.

– Puede que todos tengamos que jugar. Pero no en el mismo sitio. Yo dejo este sitio.

– Ya, ¿tú crees que puedes elegir? Bah, no contestes. ¿Qué tienes para mí entonces, y para mis jefes? ¿Por qué iban a tolerarlo?

– Tengo algo para ti si me juras que quedará entre nosotros. Tienes que ser tú quien me liberes.

El Irlandés se incorporó y apuró el whisky.

– Estoy esperando -dijo.

– Tengo una puerta trasera. Una entrada en vuestro sistema. No quiero usarla. Quiero que sepas que la tengo y que si me pasa algo otros la tienen también.

– Qué bonito. ¿Seguro que no quieres una copa?

El Irlandés se levantó y volvió a llenar su vaso.

– No, no quiero -oyó decir al chico.

Volvió junto al sillón y sin sentarse dijo:

– No tienes nada, chaval. Nada. ¿Sabes por qué no tienes nada? Porque ya no hay sistema de teléfonos sombra. No lo necesitan. Misión cumplida, lograron lo que querían y cerraron el quiosco. Tu llave secreta se ha quedado sin puerta y sin casa.

El chico veía su disco con dos tintas de rotulador, vio su esfuerzo, tantas y tantas noches hasta conseguir la secuencia necesaria para evitar los sistemas de seguridad, estaba orgulloso de lo que había logrado y ahora se volvía completamente inútil. Se fijó por vez primera en el suelo del apartamento, muy liso, pintado de color granate como si fuera una pared. Sus zapatillas blancas parecían más sucias allí recortadas.

– Entonces, ¿me dejarás en paz? -dijo sin mirar al Irlandés.

– Yo sí. Ellos supongo que también, pero no te lo aseguro. Aquí todos estamos pillados, ya te lo he dicho.

El Irlandés se sentó de nuevo, otra vez las piernas estiradas, el cuerpo casi tumbado; la mano derecha sujetaba la copa mientras la izquierda daba leves golpeteos en el brazo del sillón, siguiendo el ritmo:

– «Whatever you need, whatever you use, whatever you win, whatever you lose…».

– ¿Sabes que han matado al abogado? -dijo el chico.

El Irlandés calló. Inclinó la cabeza hacia el chico, y aún medio tumbado preguntó:

– ¿Quiénes? ¿Los míos?

– No, o sí. Un pirado. Un loco que iba por libre. Quería matar a una amiga del abogado y él la cubrió.

– Entonces no han sido los míos. Demasiado rebuscado. Además, no sacaban nada matándole.

– Yo sí creo que han sido los tuyos. No tus jefes sino tu bando. Gente hecha polvo que va a lo suyo. Pagáis con cualquiera lo que os ha pasado.

– «Nosotros», qué plural tan lejano. ¿Y qué crees que me han hecho a mí?

– Está en la red. Tenías un hijo, se murió pronto.

– Pero eso no fue culpa de nadie. Estaba escrito.

– ¿También estaba escrito que te convirtieras en un sicario?

– En esta vida conviene ser precisos. Un sicario es un asesino a sueldo. Yo soy un apoderado, tengo poderes de otras personas para proceder en su nombre. No digo que no sean cosas parecidas, pero no es lo mismo.

– ¿Estaba escrito que lo fueras?

– Supongo. Por eso estamos aquí.

– Hay gente que reacciona de otra manera. Podrías haberte hecho filántropo o lo que sea.

– También soy filántropo, lo habrás visto en internet. ¿No dijo Balzac: «Detrás de cada filántropo hay varios crímenes»? Lo dijo de otra forma, pero vale igual.

– ¿También estaba escrito que mataran al abogado?

– Probablemente.

– ¿Y por qué te levantas cada mañana?

– Porque está escrito que no puedo no levantarme, hasta que un día esté escrito que ya no pueda levantarme más.

– Es muy cómodo ser fatalista.

– No creas. Imagina que vivir consiste en averiguar lo que tienes que hacer, no en elegirlo.

– Pero lo harás de todos modos.

– Bueno, digamos que hay un porcentaje aleatorio de conciencia. Puedes ser un vendido a secas, o serlo, y al mismo tiempo saber que lo eres.

– ¿Eso qué cambia?

– Por ejemplo, yo sé que hay un amigo tuyo en este edificio. ¿Cambia algo que yo lo sepa?

– ¿Nos estás amenazando?

– No, por Dios. Estoy bebido. Y siento que mataran al abogado.

– Gracias. Ahora tengo que irme.

El chico se levantó.

– A lo mejor hay encrucijadas -dijo el Irlandés puesto de pie, con la voz menos gangosa y el cuerpo recto, firme-. Un punto donde la partícula no tiene asignada su trayectoria.

– A lo mejor -dijo el chico.

El Irlandés le tendió la mano y el chico la estrechó.

– En otro universo… -dijo.

– … nos habríamos llevado bien -terminó el Irlandés mientras abría la puerta.

Eran casi las doce cuando el «hola» en minúsculas se recortó sobre la pantalla. La vicepresidenta había encendido el portátil a las once y había escrito su saludo sin recibir respuesta. Había estado vagando por la casa, había salido a la terraza e intentado leer, entrando de nuevo cada cierto tiempo para asomarse a la pantalla por si llegaba la flecha. Ahora casi se emocionó al ver las cuatro letras y el puntero moviéndose a su albedrío.

– hola.

– Ha pasado algo.

– sí.

– ¿A ti también?

– hablamos de ti.

– Mañana miércoles dejaré oficialmente de ser vicepresidenta. El jueves habrá una despedida pública y kaput, todo acabado.

– ¿por qué?

– La política es el escenario donde se libran batallas que vienen de otros lugares. Nuestra batalla la han ganado otros. No sé si al mismo tiempo que mi cese o un poco después, se anunciarán los nuevos planes para las cajas.

Amaya y el chico se miraron. La conversación no seguía ninguno de los cauces que habían previsto. Estaban dentro del coche, en una calle solitaria entre dos colegios mayores. Hasta ese momento había tecleado el chico, ahora Amaya le relevó.

– ¿qué vas a hacer?

– ¿Todavía esperas que haga algo? -Las manos de la vicepresidenta temblaron un poco. Yo esperaba que lo esperases, quiso añadir, pero se contuvo.

– claro que lo espero.

– No hay mucho que hacer,

– siempre hay algo que hacer.

– ¿Contarlo? No creas que no lo he pensado. Pero de qué serviría,

– prueba.

– Ni siquiera sabría qué contar. Además, si lo hago, si hablo sin retórica, me interrumpirán. Me quitarán la palabra,

– no creo que puedan, si hay periodistas en la sala.

– Claro que pueden.

Amaya preguntó al chico: «¿Podríamos emitirlo en streaming si tuviéramos una persona acreditada?». El chico asintió.

– yo puedo encargarme, tengo amigos acreditados, bastará con que uno monte una emisión en streaming mientras otro te graba por si acaso, no podrán cortarlo, porque al mismo tiempo se estará emitiendo en la red. -Pero montar eso debe de llevar tiempo. Amaya miró al chico y él negó con la cabeza.

– no. se puede hacer muy rápido.

La vicepresidenta apartó la mirada de la pantalla y la llevó hacia un jarrón pequeño de cristal donde había puesto un ramo de narcisos blancos, seguramente el último de la temporada. Pensó en el día en que había llamado a su sobrino para preguntarle qué tendría que hacer si quisiera borrar la flecha de su vida, eliminarla. Poco a poco había dejado de hablar de ese asunto con Max, él se daba cuenta y tampoco le preguntaba. Se dijo que ahora su petición sería exactamente la contraria: qué debo hacer para que la flecha no se vaya nunca, y sabía que ambas preguntas eran igual de inmaduras. Recordó que había tenido que ser su sobrino de veintidós años quien se lo hiciera ver. Estoy mirando las flores porque no quiero mirar el teclado, porque advierto algo en tu pulso, en la prisa por encontrar un procedimiento, algo que me hace pensar en despedidas.

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