Frédéric Lenormand - Medicina para asesinos

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Un médico se ha atrevido a introducir un veneno mortal dentro del círculo del emperador de China. El juez Di recibe el encargo de investigar el Gran Servicio Médico, una institución única en el mundo que recoge todos los conocimientos médicos y forma a los mejores sabios del imperio. De la acupuntura a la farmacopea, Di emprende la búsqueda de un asesino brillante y temible y nos lleva a descubrir los refinamientos del arte médico chino.

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El sabio volvió a confundirse en palabras de gratitud, que Di detuvo con un gesto.

– Si es tan competente -continuó- es porque usted asesinó al menos a dos personas, entre ellas a su propia mujer. Y luego se las apañó magníficamente para que otro se acusara de este crimen.

Choi Ki-Moon abrió la boca para defender su inocencia.

– ¡Cállese! -exclamó Di-. Sé perfectamente qué clase de enseñanza ha recibido en el Gran Servicio Médico. Su talento le valió ser uno de los pocos elegidos para estudiar la famosa materia secreta. ¡Y esa materia secreta es la muerte! ¡Lo que no puedo perdonarle es que haya acabado con la vida de Crepúsculo delante de mis ojos!

El coreano abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡Nunca me habría permitido cometer un crimen en presencia de Su Excelencia -exclamó-. ¡Yo no asesiné a esa desdichada! Hice lo único que podía hacer para acabar con sus dolores. Crepúsculo sabía muy bien qué contenía su té. Como esposa del director Du Zichun, sabía qué enseñanzas había seguido yo.

Tal vez decía la verdad. Tal vez. Sin saberlo, Di había traído a la moribunda a la persona que más necesitaba ella para acabar con su sufrimiento. Di decidió pasar capítulo sobre la agonía de la cortesana. Quedaban los otros asesinatos. Golpeó con la yema de los dedos el informe judicial que tenía encima de la mesa.

– Durante su proceso, usted pretendió que su esposa estaba encinta. Primero pensé en exhumar su cuerpo para demostrar que no era cierto, lo cual habría arrojado una sombra sobre su defensa, y sobre la confesión póstuma de su compañero de celda, que se atribuía la paternidad de esa criatura. Por desgracia, acabo de leer aquí que usted mandó quemar el cadáver según los ritos del budismo. Constato así que ha sido muy previsor. No puedo entonces demostrar que mató a su esposa. Sí puedo, en cambio, demostrar que mató a su compañero de detención.

La expresión de Choi Ki-Moon era tan impenetrable como si estuviese practicando una delicada auscultación.

– Ruego humildemente a Su Excelencia que me explique cómo habría podido hacerlo, encerrado como estaba en la cárcel mejor custodiada del país.

– Creo que una parte de la «materia secreta» consiste justamente en enseñar todas las maneras de preparar un veneno mortal, sean cuales fueran las circunstancias en que se encuentren. Usted la fabricó allí mismo, con lo que tenía a mano. Luego se la dio a Lo argumentando que era un fármaco. ¿No fue así como se libró de su compañera?

El coreano no movió una ceja. Todo eso no eran sino palabras. Di no tenía pruebas. El ya ex viceministro extrajo dos documentos del expediente.

– Aquí tenemos la carta con la que su codetenido confiesa haber envenenado a su amante -dijo agitándola en la mano derecha-. Y aquí -continuó, agitando el otro con la mano izquierda- tenemos una de sus recetas. En ambos casos, los ideogramas han sido trazados por una persona que ha seguido la enseñanza del Gran Servicio. Que no era el caso del supuesto amante de su esposa, que no debía conocer más de cien caracteres. El hombre que ha redactado esta confesión conoce al menos dos mil. Estoy seguro de que los calígrafos no tardarán en demostrar que se trata de una sola y misma mano.

Choi Ki-Moon escrutó la cara del mandarín y palideció.

– Sin duda hacía mucho tiempo que deseaba quitarse de encima a su mujer -continuó Di-, tal como su familia política lo acusó en la audiencia. Usted le entregó un frasco haciéndole creer que se trataba de un remedio cualquiera. Repitió el método con su compañero de celda, y colocó cerca del cuerpo estas providenciales confesiones. ¡Se ha burlado usted de la justicia dos veces seguidas, y del mismo modo!

Lo que más enfurecía a Di era haber tenido que pasar tanto tiempo investigando en compañía de alguien que se estaba burlando de él a su espalda.

– A fin de cuentas -concluyó-, hemos formado un buen equipo. Un juez y un criminal, ¿hay mejor combinación?

El coreano se hincó de rodillas, pegó la frente al suelo y pidió el favor de suicidarse.

– ¡Ni hablar! -respondió Di-. El suicidio es un final reservado a las almas nobles. Usted es un vulgar crápula. Y de todos modos no es el tipo de persona que pone fin a su vida. Usted encontraría la manera de zafarse, estoy seguro, y eso no lo puedo permitir.

A una palmada de sus manos, dos guardias entraron en la estancia. Cogieron al médico y lo despojaron de sus ropas una a una. Luego apareció un eunuco portando una túnica de tela cruda e hizo que se la pusiera. Di quería cerciorarse de que el hombre no se llevaba ningún veneno a la cárcel. Recomendó que lo encerraran en una celda particular, que convendría registrar cada mañana. Antes de dejarse llevar, Choi Ki-Moon se volvió por última vez al mandarín.

– Suplico a Su Excelencia que recuerde que le he servido bien ayudándole a engañar a un buen número de mis colegas.

– No sé si debo admirarlo por eso -dijo Di-. En todo caso, recomendaré al juez Wei, que me aprecia en demasía, que le conceda estas circunstancias atenuantes.

El coreano hizo una reverencia y salió de la habitación flanqueado por los dos esbirros. Considerando lo mucho que Wei Xiaqing apreciaba a Di, era dudoso que el envenenador salvara la cabeza. En el mejor de los casos, una intervención del Gran Servicio Médico le valdría una estancia de por vida en las minas, donde podría prodigar a mansalva su arte sobre los otros forzados y sus vigilantes.

***

Unos días más tarde, un palanquín militar precedido y seguido de soldados armados trasladaba a Di al puesto de mando donde tenían su sede las más altas autoridades de policía, su nuevo destino. Cuando la comitiva pasaba junto al recinto del Gran Servicio Médico, el magistrado ordenó inesperadamente detener el palanquín. Bajó del vehículo y se acercó a leer un gran letrero pintado sobre un panel de madera que acababan de instalar cerca de la entrada. Era el código de deontología médica redactado por Sun Simiao. Ante sus ojos tenía íntegras las medidas por las que el gobierno sancionaba los asesinatos recogidos en su informe. Sin duda la Corte necesitaba demasiado a esta institución para atacar más duro. Di leyó el último párrafo de la arenga cargada de idealismo y generosidad.

«Las reglas de la medicina prohíben mostrarse inconsecuente y gastar bromas en perjuicio de otros, suscitar escándalo, decretar qué es justo o falso, divulgar los secretos de la gente, jactarse denigrando a otros médicos y proclamando los propios méritos. El espíritu del médico debe orientarse por entero a ayudar al paciente.»

«¡Bueno! ¡Van a tener trabajo!», pensó Di antes de subir de nuevo a su palanquín.

CARRERA DEL JUEZ DI YEN-TSIE

630Di nace en Taiyuan, capital de la provincia de Shanxi. Allí supera sus exámenes de provincia.

650Su padre es designado consejero imperial en la capital y Di se convierte en su asistente. Sus padres hacen que contraiga matrimonio con la hija de un alto funcionario, la Dama Lin Erma. Después de obtener su doctorado, se convierte en secretario de los Archivos Imperiales y toma una Segunda Esposa. Una investigación en los Archivos, hacia el año 660, le inspira la idea de postular a la carrera de juez itinerante.

663Di se convierte en magistrado de Peng-lai, pequeña ciudad costera del nordeste, próxima a la desembocadura del río Amarillo. Toma una Tercera Esposa, hija de un letrado arruinado.

664 Diez pequeños demonios chinos. En plena fiesta de los fantasmas, se encuentran unas estatuillas que representan a las divinidades maléficas en los mismos lugares donde se han cometido diversos asesinatos. Di debe descubrir la razón de esta oleada criminal y tranquilizar a la población, convencida de que los demonios han escapado del infierno. La noche de los jueces. Di es convocado por la Prefectura de Pien-fou, una agradable ciudad balnearia codiciada por todos sus colegas. Allí se le pide que resuelva el enigma planteado por el asesinato del magistrado local.

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