Sin pensarlo entró en el local y se acercó a la barra, de madera pulida y oscura, se acomodó en una banqueta y apoyó los codos. Un mulato cantinero, con una reluciente camisa blanca y un lazo negro al cuello se le acercó.
– ¿Qué hubo, Conde? ¿Lo mismo de siempre?
Y el policía asintió, sin preocuparse por el final de aquel sueño.
De la repisa del fondo el cantinero tomó una botella de ron Santiago y la depositó sobre la barra. Del mostrador alcanzó un vaso reluciente y lo cargó con una pequeña piedra de hielo. El Conde disfrutó el sonido del hielo contra el cristal y estuvo a punto de pedirle al mulato que lo hiciera otra vez. Con maestría, el discreto cantinero vertió el ron sobre el hielo, hasta mediar el vaso de aquel maravilloso líquido perlado, y sin pronunciar palabra, con una capacidad de discreción inexistente entre los cantineros cubanos, se retiró, para dejar al hombre solo, con su trago preferido y sus obsesiones que rumiar.
El Conde, sintiéndose fresco y sosegado, bebió un primer trago y comprendió hasta qué punto su tsin necesitaba aquel nuevo baño de alcohol. Menos mal que en esta ciudad cualquier cosa es posible, se dijo aquella tarde ya veraniega de 1989, cuando todavía era policía y sufría por serlo. Volvió a beber, dispuesto a no dejarse expulsar de aquel paraíso encontrado, como había sido excluido de tantos otros, reales e imaginarios. Ahora bebería en su bar ideal hasta que el ron le concediera el alivio del olvido. Cuando se estrellara contra la realidad, ya tendría tiempo para pensar en su tao. Al fin y al cabo, se dijo con el tercer asalto al vaso de ron con hielo, hay cosas que nada ni nadie puede cambiar.
En 1987, cuando trabajaba como periodista en el vespertino Juventud Rebelde, realicé una ardua investigación para escribir un reportaje sobre la historia del Barrio Chino de La Habana. Aquel texto, titulado «Barrio Chino. El viaje más largo», fue, poco después, el origen de un documental cinematográfico del mismo nombre (dirigido por Rigoberto López) y dio título a una selección de los trabajos periodísticos que había escrito para aquel periódico y que publiqué en forma de libro en 1995.
Los misterios del Barrio Chino y su historia de desarraigos y fidelidad a ciertas tradiciones me habían fascinado tanto, que -ya creado el personaje de Mario Conde y publicadas las primeras ediciones de sus dos primeras historias, Pasado perfecto (1991) y Vientos de cuaresma (1993)- escribí un relato ubicado en este lugar de La Habana. El cuento estaba también protagonizado por el Conde, pero literariamente estaba al margen de la serie de novelas que formaría «Las cuatro estaciones» -que se completaría en los años siguientes con Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998).
Sin embargo, nunca sentí que había terminado el relato hasta que, concluida y publicada la última parte de la serie, decidí retomado para convertirlo en una noveleta. Con ella, como en todas las aventuras del Conde, ocurre lo mismo: lo narrado es ficción, aunque tiene un fuerte contenido de la realidad. Aquí, detrás de la aventura policiaca que arrastra a Mario Conde hacia el Barrio Chino de La Habana, está la historia de un desarraigo que siempre me ha conmovido: el de los chinos que vinieron a Cuba (originalmente con contratos de trabajo que casi los dejaban en condiciones de esclavitud), similar al de tantos emigrantes económicos, tan comunes en el mundo de hoy. La soledad, el desprecio y el desarraigo son, pues, los temas de esta historia que no ocurrió en la realidad, aunque bien pudo haber ocurrido.
La noveleta escrita en 1998 fue publicada en Cuba -donde se deben aprovechar las oportunidades editoriales cuando aparecen y como aparezcan- como complemento de un volumen que abría la novela Adiós, Hemingway.
Doce años después, cuando al fin decidí entregar La cola de la serpiente a mi editorial española, el destino de este texto volvió a alterarse: resultaba evidente que el argumento tenía un tratamiento demasiado estricto, mientras varios personajes y situaciones pedían a gritos un mayor desarrollo y la escritura un mayor desenfado, más a tono con la forma del resto de las obras protagonizadas por mi personaje Mario Conde.
Lo que acaban de leer -si es que lo acabaron- es el resultado de esta nueva y, espero, última reescritura de un cuento que, en quince años, me ha perseguido hasta convertirse en esta novela breve que, repito, confío haya adquirido su forma definitiva. Al fin y al cabo, tal vez no podría ser de otro modo, pues, mientras escribía esta reciente versión, caí en la cuenta de que es muy probable que ya no quede en La Habana ninguno de los chinos que con su vida y destino inspiraron esta obra.
Mantilla, enero de 2011
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[1] La neblina del ayer, Tusquets Editores, Barcelona, 2005.
[2] Pasado perfecto, Tusquets Editores, Barcelona, 2001.
[3] Vientos de cuaresma, Tusquets Editores, Barcelona, 2001.
[4] Pasado perfecto, Tusquets Editores, Barcelona, 2001.
[5] Vientos de cuaresma, Tusquets Editores, Barcelona, 2000.