Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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– ¿Doblo en Maloja, teniente?

– No, déjame en la esquina, es ahí mismo. Anjá. Gracias, Rosique… Ah, y piénsalo bien. Este no es un buen trabajo… ¿Por qué no te metes a cantinero?

– ¿Cantinero?

– Barman, de los que hacen el trago que les gusta a los clientes…

El Conde casi disfrutó con la cara del chofer y esperó a que el carro se marchara para buscar su camino. Avanzó una cuadra y, cuando entró por la primera bocacalle, lo vio: alejándose de él, hacia la otra esquina, caminaba Juan Chion con un paso que parecía haber perdido su elasticidad esencial. El Conde guardó el papel con el resultado de las huellas y el sobre con la varilla. Sacó un nuevo cigarro y sus espejuelos oscuros y se dispuso a seguir las huellas del anciano. Al principio supuso que iría a buscar los mandados de la casa, pues llevaba una jaba en la mano. Pero cuando habían caminado seis cuadras empezó a entender qué sucedía. Cruzaron Carlos III y el Conde ya no tuvo dudas: el viejo iba hacia el Barrio Chino. Caminaba sin prisa, con un paso sostenido y fuerte, y sólo se detenía antes de atravesar las calles.

Juan Chion dobló por Zanja y caminó hacia el centro del Barrio. «¿Qué irá a hacer?», se preguntó el teniente, manteniendo la distancia de unos cincuenta metros que lo separaban de su inesperado perseguido. Desde su perspectiva segura de cazador furtivo empezó a sentir una vergüenza tangible, capaz de dominarlo. No tenía derecho alguno a espiar la vida privada del viejo Juan Chion, y menos en un momento que, sin duda, debía de ser doloroso para el hombre. Pero la curiosidad por saber qué haría el chino lo mantenía en su ruta.

Ya habían caminado casi veinte cuadras y el Conde sentía en los pies la ardentía de sus pobres metatarsos, más tirados que caídos, mientras el sudor le corría por todos los cauces de su anatomía. «Va a doblar por Manrique, me juego un cigarro», apostó el teniente y se pagó a sí mismo con uno de sus magros Populares cuando el anciano torció por la calle donde había vivido el difunto Pedro Cuang. «¿Pero qué coño querrá?», se dijo y se apresuró para verlo entrar en el solar. Sin embargo, Juan Chion sólo se detuvo un instante en la entrada de la cuartería, miró hacia el interior del lúgubre pasillo y reanudó su camino. «Va para la Sociedad», pensó el Conde, y por eso debió perseguirlo más allá del restaurante Pacífico, más allá del periódico chino, hasta verlo doblar por San Nicolas. Cuando el Conde se asomó en la esquina, para contemplar el presunto final de largo viaje de Juan Chion, se encontró cara a cara con los ojos del viejo.

– ¿Te gusta mucho caminal, Conde? -le preguntó el chino, y el Conde pidió a la tierra que se lo tragara, ya, allí mismo, en pleno Barrio Chino.

– Viejo, es que… -intentó una excusa y no pudo mentir-. Me hacía falta hablar contigo y me extrañó verte salir. No sé, me dio por caerte atrás.

– Caminal es buen ejelcicio.

– Sí, eso dicen… Quería decirte… no sé, quería decirte algo -se turbó el policía, incapaz de decirle lo que ahora sabía o de expresar la solidaridad que también necesitaba comunicarle al anciano-. ¿Vas a ver a tu compadre?

Juan Chion movió la cabeza y miró hacia la entrada de la Sociedad Lung Con Cun Sol.

– Le debo una convelsación, ¿no?

El Conde guardó sus espejuelos.

– Creo que sí. Ustedes siempre van a tener mucho de que hablar… Pero tú no tienes la culpa de lo que hizo el hijo, ni yo…

– No es culpa, Conde. Tú tas bluto. Mila: es dolol y es velgüenza. Panchito mató a un paisano pol díñelo y… la velgüenza también mata, Conde.

– Está bien, está bien, ya entiendo. Sí, habla con él, pero no te sientas culpable… -Conde lo volvió a pensar, dudando si soltar al ruedo la pieza que completaría el puzle de la muerte de Pedro Cuang, y aunque nuevamente le pareció cruel, también le pareció justo, incluso necesario-. Mira, Juan, quería verte porque hay algo que no le he dicho ni le voy a decir a nadie, pero debo decírtelo a ti. Para que no te sientas culpable de nada…

– ¿Qué cosa, Conde?

– Tu compadre, Francisco, sabía toda la historia del dinero de Pedro Cuang y el plano del cementerio seguramente era para él. Nadie me lo ha dicho, y tampoco quiero que nadie me lo diga, pero estoy seguro de que Francisco le habló a su hijo de que de verdad existía ese dinero y un plano… y ahí se jodio todo.

Juan Chion miraba hacia un punto impreciso, más allá del policía.

– ¿Y cómo tú sabe to eso?

– Porque las huellas de Francisco estaban en el cuarto de Pedro, porque Francisco era amigo de Pedro, porque Francisco sabe leer en chino, y porque Francisco es el padre de Panchito y Francisco sabía en qué andaba su hijo…

– ¿Y tú dice que no lo hablaste con nadie má?

– No, ni con Patricia.

Juan al fin miró a Conde y, luego de un largo silencio, susurró.

– Glacia, Conde.

Juan extendió su mano derecha y Conde se la estrechó. Entonces, del bolsillo de la camisa sacó el sobre en el que había vuelto a guardar la varilla de san Fan Con que le había servido para comparar las huellas de Francisco con las halladas en el cuarto de Pedro Cuang.

– Mira, dale esto a Francisco -y le extendió el sobre a Juan-. Dile que se la devuelvo para que no me caiga arriba la maldición de san Fan Con… Y bueno, me voy con mi música a otra parte -dijo el Conde-. Ah, y discúlpame por haberte seguido.

– Na, yo entiendo, cosa de policía… Ah, si ves a Patlicita acuéldate de hablal con ella. Ella te lespeta, Conde. Y está loca, loca…

– No te preocupes, que no está tan loca nada… Yo también tengo muchas cosas que hablar con ella… Vamos, te acompaño hasta allí -dijo y le pasó el brazo sobre los hombros a Juan Chion-. Aunque todo haya terminado así, ha sido bueno trabajar contigo, viejo. Uno aprende cosas.

– ¿Qué cosas?

El Conde pensó: «Que ustedes los chinos siguen siendo rarísimos, que de verdad hay un olor a chino, que el honor y la amistad son el honor y la amistad, que la venganza nunca resucita a los muertos y que los padres nunca son capaces de juzgar a los hijos, en Cuba y en China». Pero dijo:

– Que los chinos no son hormiguitas.

Entonces Juan Chion se detuvo y le tomó la mano.

– Conde, Conde. Tú lo sabes bien, la velgüenza mata. ¿Sabes la velgüenza que tengo yo, y la que tiene Pancho?… Sí, tú sí sabes… Tú eles homble bueno. Yo he hecho cosas tlemendas en mi vida, y no me alepiento, no, no -insistió el anciano en su falta de arrepentimiento, y el Conde pensó que en realidad se arrepentía, y mucho-. Polque hay cosas que uno a veces tiene que hacel, ¿me entiende?

– Te entiendo, Juan. Y no te arrepientas. Sí, hay cosas que uno debe hacer en un momento de la vida y… otras que no debe hacer.

– Veldá… Adiós, Conde, ve pol casa -lo interrumpió el chino y realizó su breve reverencia.

El Conde, inmóvil en la acera, lo vio subir las escaleras de la Sociedad. A la altura del décimo escalón la figura de Juan Chion se le perdió en la oscuridad, como si hubiera levitado hacia el mundo apacible y lejano de Cuang Con y sus hermanos guerreros. Antes de ponerse en movimiento, el policía sacó de su bolsillo el papel con el resultado del análisis de las huellas de la varilla y lo troceó en varios pedazos que dejó caer por las hendijas de una alcantarilla.

El Conde regresó hasta la esquina, tratando de soltar cargas y de llenarse de consuelos inservibles que, por fortuna, Juan Chion no le permitió enunciar, y entonces lo advirtió: otra vez olía a chino. Claro, era un olor amarillo, tibio y persistente. Al menos el olor sobrevivía en aquel barrio con un pasado lleno de historias sórdidas y un futuro agonizante, aquel barrio mágico donde, como brotado de un ensueño, encontró un bar abierto, aireado por enormes ventiladores de techo y repleto de botellas de ron.

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