Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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¿Qué le habría hecho o dado Eva para dejarse morir por ella?, el Conde pensó que debía preguntarle. La sonrisa del Narra mostraba dos dientes de oro deslumbrantes, como reflectores amarillos. Deja que se ría todo lo que quiera, le advirtió Contreras, pero la verdad es que se caga de miedo cuando ve a un policía. El Narra tenía treinta años, y doce los había vivido en la cárcel. Primero un robo con fuerza; luego tráfico ilegal de divisas, y ahí cayó en manos del Gordo Contreras, quien lo trabajó hasta domesticarlo y logró una reducción de condena a cambio de ciertos servicios. Trátalo bien, le había advertido el capitán. Te va a esperar a la una de la tarde en casa de su hermana, en el Cerro.

Cuando el Conde le mostró su carné de teniente investigador, el Narra se rió con toda su socarronería, como estaba previsto.

– Yo soy el amigo de tu amigo Contreras -le explicó, y el hombre le cedió el paso. La hermana vivía en el local de una antigua bodega de la calle Cruz del Padre, a la cual la ley de intervenciones primero, y la necesidad, después, le habían revertido el destino para convertirla en una vivienda oscura y sin alma. Una sala, una cocina y un baño, detalló el Conde antes de que el Narra le advirtiera en voz baja a la mujer que cocinaba:

– No estoy pa nadie, Cacha -y le indicara al policía la escalera del entresuelo de madera, fabricado gracias al altísimo puntal del inmueble, y sobre el cual habían instalado la habitación.

Al Conde le pareció que andaba por una caverna prehistórica. «¿Por qué se me ocurrirán estas mierdas?», se dijo y subió para encontrarse con un ambiente inesperado: equipos eléctricos para todos los usos y necesidades brillaban en aquel cuarto improvisado, un sitio que delataba inesperadas posibilidades económicas y una sólida protección en ciertos lances prohibidos. Pero recordó las advertencias de Contreras.

El Narra le brindó un sillón con la rejilla del culo bastante maltrecha, mientras él ocupaba el borde de la cama.

– Me van a quemar, teniente. Contreras está apretando. El ambiente está de bala en estos días.

– No hay líos. Nadie me vio.

– Aquí to el mundo ve y la calle está terrible.

– Despreocúpate, despreocúpate -quiso tranquilizarlo el Conde. Podía respirar el temor de aquel hombre de aspecto feroz que había cometido la imprudencia de hacer un pacto con el diablo.

– Los policías nunca pierden -dijo el otro y aceptó el cigarro ofrecido por el Conde. Buscó un cenicero y lo colocó en el suelo, al alcance de los dos-. Si alguien se lleva el pase de que estoy pitándole a ustedes, voy pal cielo sin escala, ¿usted sabe eso?

– Me lo imagino… Aunque no sé si te tocaría el cielo… Pero tenía que hablar contigo hoy mismo.

El Narra se miró las uñas: tenía uñas largas, gruesas, de un amarillo ocre y afiladas como cuchillas.

– ¿Y qué quieren ahora?

– Es fácil. ¿Tú oíste hablar del chino que apareció colgado en el solar de Salud y Manrique, a tres cuadras de donde tú vives?

– Sí, aquí to se sabe. Y si es un chino ahorcao…

– Por eso mismo estoy aquí. ¿Qué se comenta de eso en el Barrio?

El Narra fumó de su cigarro antes de responder:

– Na, eso, que lo guindaron.

– Creo que no querían hacerlo, pero se les fue la mano. Iban buscando algo y parece que no lo encontraron porque volvieron… ¿El hombre tenía algo que ver con la coca que anda perdida en el Barrio?

El Narra evitó la mirada del Conde y el policía aprovechó para observarle las manos al confidente: tenían un ligero temblor, más sostenido y visible que el que suele provocar el miedo. «¿Abstinencia?», se preguntó el Conde, y lamentó haber prometido no una, sino dos veces, limitarse a la búsqueda de un asesino. El Narra al fin habló, como si sus palabras no fueran importantes.

– No, pa mí que no. Esa droga voló hace rato del Barrio, porque lo único que se consigue ahora es algún poco de marihuana… Los que les venden polvo a los turistas están desesperaos y no se les ve por el Barrio… No, no, con esa candela no…

– Pero la gente por ahí decía que el chino tenía la plata de Amancio el banquero, ¿verdad? ¿Qué se ha dicho de eso?

Definitivamente, el Narra estaba demasiado nervioso. Aplastó su cigarro a medio fumar. El Conde sabía que aquel hombre tenía un pasado de violencia y de agresividad, pero ahora, viendo cómo sus manos temblaban quizás por la idea de ser descubierto por otros violentos y agresivos, que además tenían el poder, sintió lástima por él. Soy demasiado blando para esta mierda, se dijo el policía. ¿Hasta cuándo voy a seguir en esta jodedera? El acto de aplicar la fuerza de su posición sobre un hombre para doblegarlo y hacerlo temblar de miedo o de deseos de evadirse también lo degradaba a él como ser humano. Pero se suponía que debía hacer un trabajo, restablecer un orden, dilucidar un misterio, encontrar a un asesino… y la ironía que tanto parecía molestar a algunos era el recurso personal al cual había acudido para protegerse. Y conversaciones como aquélla, el medio infamante al cual debía recurrir muchas veces para llegar al fin socialmente necesario. «Pero sigue siendo una mierda», se empeñó en pensar.

– Ustedes no tienen paz con uno… -dijo al fin el informante.

– Deja eso y dime lo que se comenta en el barrio… Y oye esto: es mejor tener dos amigos que uno, y yo sé agradecer los favores -el Conde sintió cómo descendía en la escala de la ética sólo con decir aquellas palabras. Lo dicho: mierda y más mierda.

El Narra respiró, sonoramente, y se lanzó al vacío.

– Na, hace como un mes oí un pase en la timba de dominó que se forma al lado de la barbería de la bodega de San Nicolás. Eso de que el chino viejo ese tenía la pasta de Amancio el banquero. Si es verdad, tenía que ser bastante plata, porque Amancio sí que era un cabrón de la vida…

– Anjá. ¿Quién habló del chino y el dinero de Amancio?

– Na, había gente de la canalla del Barrio y se estaban tomando unos tragos… Habladera de mierda.

El informante se sobaba con la mano el brazo tatuado, revelando su incomodidad. Conde recordó que debía preguntarle por las virtudes de la tal Eva. Pero después.

– Narra, no le des más vueltas. Dime quién fue.

El informante se palpó el bolsillo y Conde leyó el gesto: sacó su cajetilla y le ofreció un segundo cigarro. El Narra necesitaba rellenar con nicotina otros vacíos alterados por el miedo.

– Panchito -dijo nada más encender el pitillo-. Pero estaba hablando giña, yo creo que se había pasado un cilindro.

– ¿Un cilindro?

– Un taladro, un tabaco, un pito, un mazo de hierba…

Conde dio la última calada a su cigarro y se preparó para hacer la pregunta. Deseó con todas sus fuerzas que la respuesta inminente no fuera la que, con toda seguridad y fatalidad, iba a obtener:

– ¿Quién es Panchito?

– Panchito Chiú. Vive por allá arriba por Lealtad. Pero ya le dije, ese tipo es un hablador de mierda profesional. Siempre anda con un cuchillo chino y dice que es karateca octavo dan…

– ¿Karateca? -insistió el Conde y se tocó la base del cráneo, todavía adolorida. Un hematoma que se sumaría a la larga lista de daños colaterales que ya veía venir.

– Sí, se pasa la vida hablando esa cáscara para que la gente le coja miedo, y ahora se metió a palero y anda todo el día con que si Siete Rayos lo protege y esa descarga, pero el tipo…

– Ya me lo dijiste: es un hablador de mierda… Le doy recuerdos de tu parte al capitán Contreras -y el Conde se puso de pie. No necesitaba saber más. No quería saber más. Ni siquiera sobre Eva. Dudó entonces del modo en que debía despedirse del informante: «¿Debo darle las gracias?», pensó-. Gracias por todo -le dijo al fin y estuvo a punto de estrecharle la mano al Narra, pero prefirió no hacerlo: las manos del soplón seguían temblando y debían de estar húmedas de sudor. Ya tenía suficiente mierda encima, por fuera y por dentro. Y un soplón siempre será un soplón.

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