Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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Juan Chion regresó con una de sus pipas en las manos. Volvió a su butaca y dijo:

– Desglacia tlae desglacia. Chino no debe metelse donde no lo llaman. Eso lo aplendí hace mil años -dijo, con un sentido críptico que ahora al Conde le resultó diáfano, y cerró los ojos para fumar. Retiró la pipa de sus labios y el humo escapó de su boca lentamente, como si lo abandonara para siempre. El Conde se sintió excluido del dolor del viejo Juan Chion y pensó que su trabajo solía tener recompensas como aquélla. «Mierda de trabajo», se dijo, volvió a mirar la foto de «La felicidad» y se armó de la paciencia más sólida, como vulgarmente se suele decir.

Apenas se sorprendió al escuchar la nueva revelación de Juan Chion: su viaje a Cuba lo había financiado su viejo amigo Francisco Chiú. El compró los permisos y el pasaje del barco para que Juan pudiera escapar de la miseria agresiva de Cantón y empezar una nueva vida, quizás mejor, en aquella isla del remoto mar Caribe. Entre los chinos, aquel gesto tenía un valor eterno, pues representaba un desafío del destino individual y, a la vez, engendraba para cada uno de los protagonistas una responsabilidad y una obligación que duraba por el resto de la vida: Francisco pasaba a ser como un padre para Juan, y éste debía gratitud perpetua a su benefactor. ¿Sería por aquella pesada gratitud o por la suerte de Sebastián por lo que Juan decidió acompañar a su amigo el día que iban a matar al capitán griego? El Conde nunca lo sabría, aunque pensó que la muerte horrible de un ser querido debió de haber provocado la drástica decisión del padre de Patricia.

La amistad entre aquellos dos hombres había sido mucho más que una fórmula social o una obligación moral, mucho más que la afinidad de haber nacido en la misma aldea cantonesa, de haber jugado en el mismo río de aguas turbias y de saberse descendientes de los guerreros que combatieron con el gigante Cuang Con por la libertad de las mujeres del reino. Estaba conectada con lo impronunciable, con lo doloroso y lo prohibido. Por eso trataron de sellar los lazos de una sangre derramada con los bautizos cruzados de sus hijos cubanos, pues para ellos aquel compromiso ante un Dios nuevo pero aceptado tenía una significación recta: el padrino es el segundo padre, y la madrina la segunda madre, y así lo habían prometido aquella tarde, frente al altar de una iglesia habanera.

La que murió primero fue la madre de Panchito, y su padre, trabajando tantas horas en la bodega, apenas pudo atender al muchacho, que se crió en la calle, sin las ventajas disfrutadas por Patricia. Y eso era lo que más preocupaba al viejo Juan Chion: que él fuera el padre de Patricia, a la cual su madre había criado con rectitud y cariño, mientras su segundo hijo en la tierra, Panchito Chiú, no había tenido aquellas oportunidades. Y ahora, para colmo de desgracias, él había intervenido en el desenlace de toda aquella historia coronada con un final nada feliz… La noticia iba a matar a Francisco, anunció Juan, y el Conde recordó entonces la filosofía del tao y los caminos de los hombres de los cuales le hablara el mismo Juan Chion: ¿no era que el camino de cada muchacho ya estaba escrito antes de venir al mundo? Patricia buena, policía, inteligente, con un componente ladino como le correspondía o, según los prejuicios, debía corresponderé por sus genes chinos. El otro, asesino, ladrón, malvado y, para rematar, estúpido y parlanchín… «Mierda, eso de la predestinación no se lo cree ni san Fan Con», se respondió y, sin atreverse a mirar a los ojos del anciano, intentó buscar alguna justificación.

– Tú no hiciste nada que no hubiera hecho ya el destino. Si de verdad fue Panchito, de cualquier forma lo hubiéramos sabido, viejo, y acuérdate de qué manera mató a un paisano tuyo y por qué lo hizo. Lo siento por su padre…

El Conde le hizo una seña a Manolo. Se levantaron y, al pasar junto al anciano, le puso una mano en el hombro. El chino apenas movió los párpados.

– Hay trabajos que son así, viejo. Cuídate mucho. Haz tus ejercicios…

– Vuelvan otlo día -dijo Juan Chion antes de cerrar los ojos y fumar otra vez de su pipa de caña-brava-. Si ven a Patlicita díganle que venga plonto -y el Conde sintió cómo el dolor de aquel viejo lo tocaba en el pecho: Juan Chion no se merecía sufrir así por una culpa que no le pertenecía. Ni siquiera si ya estaba marcada por la irrevocable fatalidad del tao.

Capítulo 10

Manolo le hizo una seña y el Conde al fin lo vio: Panchito Chiú salió a la acera, frente a la sociedad Lung Con Cun Sol, miró hacia ambos lados de la calle y avanzó hacia la esquina que le había tocado cerrar al teniente.

Después de cotejar las huellas y comprobar que Panchito Chiú les hacía el regalo de haberles dejado varias en la soga de la cual fue colgado Pedro Cuang, Conde decidió hacer él mismo, acompañado sólo por Manolo, una detención lo más discreta posible. Por eso llevaban dos horas esperando la salida del hombre del edificio, pues así podrían evitar incluso trasmutaciones gatunas y persecuciones de azotea estilo Bruce Lee. La vigilia y el cansancio acumulado tenían al Conde con la garganta reseca y los riñones lacerados. Observó la andadura elástica del joven -de verdad parecía tener algo de gato, o de tigre, el muy cabrón- y recordó que el Narra le había advertido sobre el cuchillo y el dominio de las artes marciales del cual se ufanaba Panchito. Además, la forma en que entró en el cuarto de Pedro y lo golpeó sin que el policía advirtiera nada, demostraba la capacidad física del hombre. El Conde lamentó, por un instante, su desidia de siempre, que lo hizo huir del gimnasio a la segunda clase de defensa personal para esconderse en su oficina a leer una novela con la cual se alegraba la vida y recuperaba los deseos de escribir. La recriminación duró sólo un instante: Panchito estaba a diez metros de él, y diez metros detrás del joven avanzaba Manolo. El Conde sacó su carné y le gritó: -Párate ahí: soy policía.

Conde vio cómo los músculos del joven se tensaban, alarmados. Panchito volteó la cara y comprobó que Manolo le cerraba la retirada y, sin transición, pasó los brazos ante su pecho y adoptó postura de ataque: como si se tratara de un mago, en su mano derecha ya brillaba un largo puñal, tomado por la punta y dispuesto a ser lanzado. El Conde imaginó por un instante que el milagro del cine iba a producirse: incluso sintió su cuerpo acomodado en la butaca. Panchito flexionaría ligeramente las piernas y, propulsado por los efectos especiales, volaría ante los ojos de los policías-espectadores y caería sobre la azotea de la Sociedad, y desde allí daría otro salto volador para perderse en las brumas del Barrio. Pero Panchito Chiú era un medio chino de la realidad y no gozaba de aquella capacidad fílmica. Conde lo lamentó, pero más aún lamentó que el joven hiciera un gesto amenazador con el puñal.

– Oye, no comas mierda y suelta ese cuchillo -le gritó el Conde.

– Ven a quitármelo, anda -lo retó el karateca.

– Te digo que lo sueltes, muchacho. Mira, no me compliques la vida, que ya la tengo bastante cabrona -casi le imploró el policía-. Hazme el favor de soltarlo y…

– ¿Qué te pasa, tienes miedo?

– ¡Suelta el singao cuchillo, cojones! -explotó el Conde, como si todas las cargas que llevaba dentro estuviesen sincronizadas.

El grito sorprendió al joven, y el Conde, que siempre lo pensaba todo, también esta vez lo pensó, a pesar de su estado de ánimo: «Mejor no arriesgarme», se dijo, «y además, sí, tengo miedo», concluyó. Entonces sacó la pistola y, también sin transición, apuntó a las rodillas de Panchito, que, recuperado de la conmoción del grito, movió su cuchillo, dispuesto al ataque. Conde no lo pensó más: disparó. Al recibir el impacto Panchito Chiú soltó el puñal y cayó al suelo, revolcándose y aullando como un perro herido. Era la segunda vez en toda su carrera que Conde le disparaba a alguien y sólo después de hacerlo realizó la contabilidad.

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