Otra vez más, y como debe ser: para ti, Lucía
Acogiéndome a ciertas libertades poéticas, en esta novela he citado, con mayor o menor extensión, textos de Virgilio Pinera, Severo Sarduy, Dashiell Hammett, Abilio Estévez, Antonin Artaud, Eliseo Diego, Dalia Acosta y Leonardo Padura, además de varios documentos oficiosos y algunos pasajes de los Evangelios. En más de una ocasión los transformé y en otras hasta los mejoré, y casi siempre les suprimí las comillas que antes se usaban en tales casos.
Por otra parte, quiero agradecer el tiempo y el talento que invirtieron en la lectura y revisión de los originales del libro a los siguientes amigos: Lourdes Gómez, Ambrosio Fornet, Alex Fleites, Norberto Codina, Arturo Arango, Rodolfo Pérez Valero, Justo Vasco, Gisela González, Elena Núñez y, por supuesto, Lucía López Coll. Finalmente, como siempre, advierto que los personajes y eventos de este libro son obra de mi imaginación, aunque se parezcan bastante a la realidad. Mario Conde es una metáfora, no un policía, y su vida, simplemente, transcurre en el espacio posible de la literatura.
PEDAGOGO: (…) No, no hay salida posible.
ORESTES: Queda el sofisma.
PEDAGOGO: Es cierto. En ciudad tan envanecida como ésta, de hazañas que nunca se realizaron, de monumentos que jamás se erigieron, de virtudes que nadie practica, el sofisma es el arma por excelencia. Si alguna de las mujeres sabias te dijera que ella es fecunda autora de tragedias, no oses contradecirla; si un hombre te afirma que es consumado crítico, secúndalo en su mentira. Se trata, no lo olvides, de una ciudad en la que todo el mundo quiere ser engañado…
Virgilio Piñera: Electra Garrigó , acto III
Ante todo importa admitir que, al igual que la peste, el teatro es un delirio y es contagioso.
Antonin Artaud: El teatro y su doble
Todos usamos máscaras…
Batman
El calor es una plaga maligna que lo invade todo. El calor cae como un manto de seda roja, ajustable y compacto, envolviendo los cuerpos, los árboles, las cosas, para inyectarles el veneno oscuro de la desesperación y la muerte más lenta y segura. Es un castigo sin apelaciones ni atenuantes, que parece dispuesto a devastar el universo visible, aunque su vórtice fatal debe de haber caído sobre la ciudad hereje, sobre el barrio condenado. Es el martirio de los perros callejeros, enfermos de sarna y desamparo, que buscan un lago en el desierto; de esos viejos que arrastran bastones más cansados que sus propias piernas, mientras avanzan contra la canícula en su lucha diaria por la subsistencia; de los árboles antes majestuosos, ahora doblegados por la furia de los grados en ascenso; de los polvos muertos contra las aceras, añorantes de una lluvia que no llega o un viento indulgente, capaces de revertir con su presencia aquel destino inmóvil y convertirlos en lodo o en nubes abrasivas o en tormentas o en cataclismos. El calor lo aplasta todo, tiraniza al mundo, corroe lo salvable y despierta sólo las iras, los rencores, las envidias, los odios más infernales, como si su propósito fuera provocar el fin de los tiempos, la historia, la humanidad y la memoria… ¿Pero cómo puede hacer tanto calor, coño?, susurró mientras se quitaba los espejuelos oscuros para secar el sudor que le ensuciaba la cara y escupía hacia la calle una saliva gruesa y escasa que rodó sobre el polvo demasiado sediento.
El sudor le ardía en los ojos, y el teniente Mario Conde miró hacia el cielo, para clamar por la piedad de alguna nube propicia. Y fue entonces cuando los gritos de júbilo atraparon su cerebro. Volaban trayendo una algarabía densa, de coro ensayado, que se expandió como si hubiera brotado de la tierra y se deslizara contra el calor de la tarde, se irguiera por un momento sobre el rugido de los autos y los camiones que corrían por la Calzada, y se abrazara taimadamente a la memoria del Conde. Pero sólo al llegar a la esquina, los vio: mientras un grupo festejaba, saludándose con palmadas y más gritos, otros discutían, también en voz alta y con caras de buenos enemigos, culpándose mutuamente por la misma razón que los otros eran tan felices: éstos perdieron y aquéllos ganaron, concluyó con facilidad cuando se detuvo a mirarlos. Había muchachos de varias edades, entre los doce y los dieciséis, de todos los colores y de todas las trazas, y el Conde pensó que si alguien como él, veinte años antes, se hubiera parado en esa misma esquina del barrio al escuchar una algarabía similar, hubiera visto exactamente lo que él veía: muchachos de todos los colores y todas las trazas, sólo que ése, el que más discutía o festejaba, seguramente hubiera sido el Condesito, el nieto de Rufino el Conde. De pronto se respiraba la ilusión de que allí no existiera el tiempo, porque aquella bocacalle precisa había servido desde entonces para jugar pelota, aunque en ciertas temporadas apareciera, alevoso y traicionero, un balón de fútbol, o un aro de básquet clavado en el poste de la electricidad. Pero al poco tiempo la pelota -al bate, a la mano, al cuatroesquinas, a los tres rolling-un-fly o la pared- volvía a imponerse, sin demasiadas controversias, sobre esas modas pasajeras: la pelota los contagió, como una pasión crónica, y el Conde y sus amigos la habían sufrido en proporciones virulentas.
A pesar del calor, las tardes de agosto siempre habían sido las mejores para jugar pelota en la esquina. La época de las vacaciones propiciaba que todo el mundo estuviera a todas horas en el barrio, sin nada mejor que hacer, y el sol sobreexcitado del verano permitía jugar hasta más allá de las ocho de la noche, cuando algún partido de veras lo merecía. Últimamente, sin embargo, el Conde había visto pocos juegos de pelota en la esquina. Los muchachos parecían preferir otras diversiones menos enérgicas y malolientes que esa de correr, batear y gritar, durante varias horas, bajo el sol calcinante del verano, y él se preguntaba qué harían los muchachos de ahora en las tardes largas de agosto. Ellos no: ellos siempre jugaban pelota, recordó, y recordó que de ellos ya no quedaban muchos en el barrio: mientras unos entraban y salían de la cárcel por delitos mayores y menores, otros se habían mudado para sitios tan disímiles como Alamar, Hialeah, Santiago de las Vegas, Union City, Cojímar o Estocolmo, y hasta tenían a uno con billete sin vuelta hacia el Cementerio de Colón: pobre Marquitos. Por eso, aunque quisieran y tuvieran fuerzas en las piernas y resistencia en los brazos para hacerlo, los de entonces ya nunca podrían organizar otro piquete de pelota, allí en la esquina: porque la vida había devastado aquella posibilidad, como tantas otras.
Cuando la discusión y el festejo terminaron, los muchachos decidieron celebrar otro partido y los dos líderes evidentes del grupo se dispusieron a escoger a los jugadores de cada equipo para redistribuir las fuerzas y continuar la guerra en condiciones más equitativas. Entonces el Conde tuvo una idea: les pediría jugar. Se sentía macerado por las ocho horas de trabajo en la Oficina de Información de la Central de Policía, pero sólo eran las seis de la tarde y prefería no regresar aún al calor solitario de su casa. Lo mejor que podía hacer era ponerse a jugar pelota. Si lo dejaban.
Se acercó al grupo, que estaba alrededor de la tabla escogida como home-plate , y llamó al hijo del negro Felicio. Felicio fue uno de los que siempre jugaron con él y, por el tiempo que el Conde llevaba sin verlo, supuso que otra vez estaría preso. El muchacho era tan negro como su padre y había heredado también aquel olor a sudor, abrasivo y amargo, que el Conde conocía de memoria, pues él tenía la facultad de adquirirlo siempre que andaba con Felicio.
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