Leonardo Padura
La cola de la serpiente
© Leonardo Padura Fuentes, 2011
Mario Conde
A Lydia Cabrera, por las ngangas.
A Francisco Cuang, por san Fan Con.
A Lucía, que me entiende incluso cuando hablo en chino.
Un chino cayó en un pozo,
las tripas se hicieron agua…
Canción infantil
Desde que tuvo uso de razón y aprendió algunas pocas cosas de la vida, para Mario Conde un chino siempre había sido lo que debía ser un chino: un prójimo de ojos rasgados, con esa piel resistente a las adversidades y de engañoso color hepático. Un hombre transportado por los avatares de la vida desde un sitio tan mítico como lejano, un lugar impreciso entre la realidad de apacibles ríos y montañas inexpugnables de cumbres nevadas, perdidas en el cielo; una tierra fértil en leyendas de dragones, mandarines sabios y filósofos enrevesados aunque útiles para casi todo. No fue hasta varios años después cuando aprendió que, además, un chino, un verdadero y cabal chino, debía ser, sobre todo, un hombre capaz de concebir los platos más insólitos que un paladar civilizado se atreviera a saborear. Codornices cocidas al jugo de limón y gratinadas con pulpa de albahaca, berza, jengibre y canela, por ejemplo. O masas de puerco revueltas con huevos, manzanilla, zumo de naranja dulce y finalmente doradas a fuego lento en una sartén insondable llamada wok, sobre una capa de aceite de coco, por otro ejemplo.
Sin embargo, un chino también podía ser, según las limitadas nociones que emanaban de los prejuicios históricos, filosóficos y gastronómicos del Conde, un tipo más bien flaco y apacible, con una notable inclinación a enamorarse de mulatas y negras (siempre que las tuviera a su alcance), que fuma con los ojos cerrados en una larga pipa de bambú y, por supuesto, habla poco y dice sólo las palabras que en cada instante le conviene decir, pronunciadas en esa lengua cantarina y palatal que suelen usar aquellos hombres para hablar los idiomas de los otros hombres.
Sí, todo eso es un chino, se dijo después de meditarlo un rato, pero concluyó que, pensándolo mejor, aquel personaje fabricado apenas era el chino estándar, construido por la esquemática comprensión cubano-occidental. No obstante, al Conde le pareció una síntesis tan armoniosa y satisfactoria que no le importó demasiado si esa imagen familiar y casi bucólica nunca hubiera significado nada para un chino verdadero y menos aún para cualquier otra persona que no conociera y, por supuesto, no hubiera tenido la suerte de probar alguna vez los platos que preparaba el viejo Juan Chion, el padre de su amiga Patricia, la culpable directa de que el Conde hubiera debido ponerse a rumiar sobre sus pobres conocimientos acerca de la constitución cultural y psicológica de un chino.
Los afanes por definir la esencia del chino se le habían revuelto aquella tarde de 1989 cuando, después de muchos años sin pisar el territorio agreste del Barrio Chino, el teniente había vuelto a visitar aquel viejo tugurio de La Habana, convocado esta vez por uno de los gajes de su oficio: habían asesinado a un hombre, solo que esta vez el difunto era, precisamente, un chino.
Como en casi todas las situaciones en que interviene un chino (incluso cuando sea un chino muerto), aquélla tenía sus complicaciones: por ejemplo, al hombre, que había resultado llamarse Pedro Cuang, no lo habían liquidado del modo simple y vulgar en que se solía matar en la ciudad. No había muerto de un tiro, o una puñalada, o de un golpe en la cabeza. Más aún: ni siquiera envenenado o incinerado. Para estar acorde con el origen étnico del difunto, aquél era un asesinato extraño, demasiado oriental y rebuscado para un país donde vivir resultaba (y resultaría, por mucho tiempo) más complicado que morirse: se trataba de un crimen casi diría que exótico, aderezado con ingredientes de difícil conjunción. Dos flechas rayadas con el filo de una navaja sobre la piel del pecho y un dedo cortado, por si se quieren más ejemplos.
Varios años después, cuando Mario Conde ya no era teniente ni mucho menos policía, debió regresar al Barrio Chino de La Habana en busca de una obsesión que se le había clavado en la mente y de un misterio perdido en el pasado. [1]En aquel retorno se toparía con un sitio mucho más degradado, casi en ruinas, asediado de basureros desbordados y delincuentes de todos los colores y profesiones: había bastado el lapso de los quince años transcurridos entre las dos inmersiones en la vecindad para que de la antigua estirpe del Barrio Chino -nunca demasiado excelsa- sólo quedaran poco más que el nombre que lo distinguió entre los cincuenta y dos barrios reconocidos de La Habana y algún letrero mohoso e ilegible, capaz de identificar una vieja sociedad o algún comercio montado por aquellos emigrantes. Y, únicamente si se tenía mucha persistencia, quizás conseguir encontrar cuatro o cinco chinos acartonados, polvorientos como piezas de un museo olvidado: los últimos sobrevivientes de una larga historia de convivencia y desarraigo que parecían estar cumpliendo la función histórica de remanentes visibles de las decenas de miles de chinos que, llegados a la isla a lo largo de un siglo de constantes migraciones, una vez le dieron forma, vida y color a aquel rincón habanero…
Fue precisamente el día de su nueva incursión en el Barrio cuando Conde, más viejo y nostálgico, se soltaría a recordar, con sospechosa claridad (según el cada vez más lamentable estado de su memoria), aquella mañana de 1989 en que, dedicado a revolcarse en su ocio, su soledad y en las páginas de alguna novela, había irrumpido en su casa la portentosa anatomía de la teniente Patricia Chion, cargando un reclamo de amiga (es un decir) más que de compañera, una petición capaz de complicarle la existencia a Mario Conde y alterar aquellas esquemáticas nociones acerca de un chino que, feliz y despreocupadamente, sin ponerse nunca a anotarlas, había tenido hasta entonces.
Lo más doloroso resultaría comprobar cómo, al final de aquellas jornadas vividas y sudadas en el Barrio, el chino modélico y típico que hasta ese momento el Conde había sido capaz de armar se convertiría en la estampa de un ser plagado de cicatrices abiertas y carácter insondable, como las aguas profundas de un mar del cual salieran a la superficie viejas pero todavía lacerantes historias de venganza, ambición, fidelidad y las burbujas de tantísimos sueños frustrados: casi tantos como chinos llegaron a Cuba.
Sin exageración: de verdad que valía la pena detenerse a mirarla. Y lo primero que se advertía, hecho el más rápido examen visual, era que nada en aquel ejemplar de catálogo parecía puro. La segunda conclusión apuntaba al hecho de que el resultado de la impureza manifiesta alcanzaba la categoría de pieza inmejorable del arte de la creación de humanos.
Cuando la veía, el Conde solía recordar aquella historia fracasada y convenientemente olvidada de los F-l, las reses del milagro pecuario-socialista cubano (uno de tantos milagros evaporados), el animal perfecto que se lograría a través del aparejamiento de ejemplares escogidos de la raza Holstein, holandesa y gran productora de leche pero sin abundancia de carne, y la Cebú, tropical, poco dada a la acumulación de leche en sus tetas, aunque excelente proveedora de bistecs. El F-l, por supuesto, tomaría lo mejor de la genética de sus procreadores y, por tan sencillo como genial método de suma y resta, se lograría que en una sola res hubiera leche y carne en abundancia. Como todo el proceso se presentaba tan simple y natural, en poco tiempo habría tantas reses bien dotadas en las vaquerías cubanas que la isla podía sufrir inundaciones lácteas (en 1970 la mantequilla y la leche se venderían sin necesidad de presentar la libreta de abastecimiento, aseguraban los grandes líderes en sus prometedores discursos, Conde lo recordaba perfectamente) y hasta surgiría el peligro de que cada cubano muriera atragantado con un filete, por no hablar ya de los peligrosos niveles de colesterol, calcio y ácido úrico a los cuales se arribaría… Pero la vida demostraría que las F-l necesitaban mucho más que soñadores de tribunas e inseminadores de largos guantes, y no hubo ni vacas F-l ni, por supuesto, leche, mantequilla, bistecs…, ni siquiera picadillo. No los hubo en 1970 y todavía seguían sin aparecer, por lo cual (efecto colateral) se había logrado mantener niveles aceptables de colesterol y más bien bajos de hemoglobina.
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