Lo único invencible a aquella hora de la noche, incluso para quien viajara en una guagua repleta y sudorosa, era el hambre: Juan Chion y la comida habían devenido asuntos tan afines que sólo saber que se dirigía a la casa del viejo le provocaba un alboroto de tripas siempre dispuestas a recibir aquellas barbaridades que, por puro milagro, llegaban a saber bien. Berenjenas rellenas con pato hervido en salsa de bambú y verdolaga, rociadas con maní molido y crocante, por si todavía hicieran falta más ejemplos.
En la parada de Infanta y Estrella, el teniente investigador Mario Conde abandonó la guagua y, para conseguir plantar los pies en la acera, casi debió lanzarse contra el gentío que pretendía abordar el ómnibus mientras él descendía.
– Dale, culo flojo, que la guagua no es para dormir -le dijo la mujer que lo atropellaba, y el Conde ni siquiera sintió deseos de contestarle. «Así que Culo Flojo», pensó, y se detuvo hasta observar cómo el vehículo se alejaba, rugiente, amenazador, envuelto en una nube de humo negro, como si su destino inalterable fueran los mismísimos infiernos. Entonces extendió bien su camisa, manchada de sudor, y después de haber acomodado la pistola contra el cinturón, empezó a desandar las tres cuadras oscuras que lo separaban de la casa de Juan y la teniente Patricia Chion, en la vieja calle Maloja.
Enseguida se olvidó de la mulata tetona y del insulto, porque la algarabía de la calle parecía ser una ampliación por mil de la agresiva y sintética promiscuidad de la guagua. ¿Qué coño era aquello? ¿Un carnaval o una manifestación?, se preguntó, cebándose en el absurdo de lo imposible: en La Habana ya no había ni carnavales ni manifestaciones espontáneas (no importaba lo que dijeran los periódicos, tan eufemísticos siempre), aunque sí interminables apagones diarios y muchísimo calor para el mes de mayo. El Conde hubiera preferido caminar por una calle vacía, sin rumbo y sin prisa, dedicándose a pensar lo que el cerebro quisiera pensar, pues, al fin y al cabo, él no era más que un cabrón recordador, como le decía su amigo el flaco Carlos. Pero en medio de la canícula de aquella noche, agravada por lo que debía de ser un demasiado exasperante apagón, cada habitante de aquel barrio del centro de la ciudad parecía necesitar del aire de la calle para sobrevivir, y una masa bulliciosa se había desbordado de las aceras hacia el asfalto, llevando consigo sus faroles de querosén y también sus sillones, bancos, catres y mesas de dominó y hasta alguna que otra botella de ron, para esperar del mejor modo posible el regreso de la electricidad.
– Pero qué cojones se creen estos hijoeputas, ¿hasta qué repinga de hora vamos a estar sin luz? -gritó alguien asomado a un balcón, y el murmullo de aprobación corrió por la calle Maloja, rompiendo la resignación de la obligada vigilia colectiva.
Aquellas gentes, acostumbradas a esperar eternamente, de vez en cuando recordaban que algo se podía exigir, aunque no sabían ya de qué modo ni en qué lugar. El Conde entonces apretó el paso y se felicitó por su costumbre de no andar vestido de policía. En los últimos meses los apagones, provocados por la ya intermitente llegada de petróleo soviético, habían terminado con botellas lanzadas hacia la calle, con pedradas a las vidrieras y otros vandalismos, éstos sí espontáneos, y por eso recibió con tanto alivio el profundo murmullo de satisfacción que se produjo cuando al fin se hizo la luz, con el ansiado regreso de la electricidad.
Las gentes, como animales amaestrados ante la señal aprendida con fuego, gritaron «Al fin», «Menos mal», «¡Coño, si ya va a empezar la novela!», y desalojaron la calle en menos de un minuto, encendieron ventiladores, lámparas y televisores para dejar patente, con la moribunda iluminación de un par de bombillos en cada esquina, la fealdad esencial de aquel barrio humilde y proletario, en vías de implosión, que no contaba siquiera con el beneficio de algún árbol capaz de alegrar el panorama.
La casa de Juan Chion tenía la puerta y dos ventanales sobre la acera, y cuando la visitaba, el Conde siempre la miraba con la impresión de que las dos casas vecinas la tenían aplastada entre sus paredes. Todas las edificaciones de la cuadra eran de puntal alto, construidas en las décadas de 1910 y 1920, y hacía años que clamaban a gritos por una reparación salvadora y unas manos de pintura, capaces de retardarles el Apocalipsis que las amenazaba. Justo en aquella calle habanerísima, donde en los tiempos coloniales solía venderse la maloja a la cual debía su nombre, decía haber nacido Alejo Carpentier, y unos años después, cuando Conde supo que el nacimiento habanero del escritor parecía ser más novelesco que real, le reconoció al creador de ficciones la habilidad de haber escogido, entre muchas posibilidades, una calle lo bastante anónima pero a la vez auténticamente habanera como para convertir a un F-l de francés y rusa en un habanero puro.
La aldaba de bronce sacudió la puerta de madera negra y la sonrisa de Juan Chion sustituyó el apretón de manos que aquel chino jamás ofrecía.
– El Conde, el Conde, qué bueno -lo saludó el anciano con una breve reverencia, al tiempo que le daba entrada a la casa.
– Tú nunca hubieras hecho la Gran Muralla China, ¿verdad, Juan? -dijo, y le sonrió a la sonrisa que el anfitrión mantenía ante la incomprensible pregunta-. Pero eso no importa, dime, ¿cómo te sientes?
– Bien, bien -empezó el viejo, ofreciéndole un sillón mientras él ocupaba una butaca maltrecha que ninguna de las súplicas de su hija Patricia había bastado para convertir en leña y trapo junto al latón de basura. El chino adoraba aquel asiento, pues tenía para él un valor especial: su esposa lo había adquirido por dos pesos en un almacén de segunda mano de la calle Muralla regentado por unos judíos polacos y, luego de retapizarlo con una tela brocada, se lo había regalado por su cumpleaños de 1946, varios años antes de que naciera la propia Patricia-. Me siento bien, Conde, los ejercicios son buenos, tú sabe. Taichi…
El Conde encendió un cigarro y asintió. No era capaz de recordar la última ocasión en que hiciera algún ejercicio de repetición diferente al que realizara aquel mediodía, sentado en la poceta de su baño.
– ¿Y tu hija? ¿No ha llegado?… Me dijo que a lo mejor esta noche nos veíamos acá.
Sólo entonces Juan Chion dejó de sonreír, pero fue apenas un instante. Podía decir las cosas más terribles volando de sonrisa en sonrisa.
– Está loca, Conde, habla con ella. Tiene un novio jovencito y está loca, Conde. To' los días llega taldísimo.
Mario Conde concluyó que él era un hombre sin suerte y la china Patricia, sin duda, una ninfómana frenética e hija de la gran puta. Ahora resultaba ser un jovencito cualquiera quien estaba disfrutando de las múltiples bondades corporales de Patricia. Lo peor era que, como si fuera en broma, pero dejando abierta la posibilidad de que pudiera ser totalmente en serio, por años el Conde le había repetido a la teniente Patricia que el sueño de su vida era templarse a una china mulata con el culo bien grande. Y entonces, al estilo de los gallos de su abuelo Rufino el Conde, comenzaba a girar alrededor de ella, como si todavía necesitara comprobar que Patricia podía ser una buena candidata. La china, puta como ella sola, se reía y le decía que a lo mejor algún día le conseguía lo que él andaba buscando, y el Conde le suplicaba: «Cuanto antes, mejor…». Pero ahora, después de haberse puesto un pulóver del Conde, de haber limpiado descalza la casa del Conde y de haberse bañado, por supuesto que en cueros, en la casa del Conde, resultaba que Patricia andaba con un jovencito. «Qué china más hija'e puta», se ratificó el policía, y trató de buscar algún remedio inmediato a su sincera congoja.
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