Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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Capítulo 3

Mario Conde siempre había amado los libros -y siempre los amaría, más aún cuando el destino, en una voltereta inesperada de la historia, lo llevó a vivir de ellos y convertirse en comprador y vendedor de libros viejos como alternativa de supervivencia en un país donde, durante años, en medio de la Crisis más asoladora, apenas se luchó por atravesar las horas álgidas de cada día y llegar vivo al siguiente. Como lector primero, como aspirante a escritor después, y como mercader bibliográfico en los años más recientes, había disfrutado de los libros, los había buscado y hasta soñado con algunos de ellos, tanto como había soñado con el béisbol. Y eso es mucho decir.

– ¿De verdad te puede gustar tanto leer una novela en la que todo es mentira como ver un juego de pelota en el que todo, todo, tiene que ser verdad? -le había reprochado alguna vez su amigo, el flaco Carlos, en realidad con la intención de aguijonearlo.

– Ni lo que cuentan las novelas es todo mentira ni lo que ves en la pelota es todo verdad -decía entonces para no discutir sobre una relación armónica entre aquellas dos pasiones que, al menos para él, estaba sólidamente establecida.

Su memoria, tan llena de nostalgias, recuerdos y otras alimañas que ocupaban abultados espacios físicos en sus maltratadas neuronas, reservaba un sector limpio y bien iluminado para los lastres más duraderos de las lecturas en las cuales se había enfrascado durante los últimos veinte años de los treinta y cinco de existencia a los que había arribado por aquella época. El proceso se había hecho especialmente profundo desde que se convirtió en el cliente habitual del cojo Calixto, aquel bibliotecario de vocación del Pre de la Víbora. Calixto era un superviviente (con una pierna de menos) de lo que antes había sido el Instituto de Segunda Enseñanza, un colegio al cual, en sus tiempos, gracias a los consejos y la pasión del mismo Calixto, se le creó una esplendorosa y bien ventilada biblioteca, pensada para que un joven de quince años pudiera encontrar en ella lo que un joven de quince años debía leer. Y el cojo Calixto, luego de satisfacer las lecturas curriculares del pupilo empeñado en deglutir los libros completos y no los resúmenes que, según los planes ministeriales, le entregaban los maestros, se esmeró sabia y sibilinamente en la educación sentimental del muchacho, agregando con cautela autores y obras que se acumularon sobre las ya procesadas por el joven: Dumas, Salgari, Verne, Twain… Calixto comenzó el ensanchamiento de perspectivas con la desvelación del mundo de mitos y héroes fundadores de todos los complejos psicológicos a través de la lectura de los clásicos griegos y latinos; trató después de hacerle entender los sentidos ocultos del viaje al infierno que describió Dante y las búsquedas del paraíso terrenal de los cronistas de la conquista americana; y luego lo preparó para los desafíos de paciencia de los novelistas franceses y rusos del XIX (Conde descubriría más tarde que el bibliotecario odiaba a los ingleses de esa etapa, a Dickens más que a ninguno, vaya usted a saber la razón) y finalmente lo condujo, con la lectura de Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos y Carson McCullers, hasta el borde del río que Conde, ya graduado del preuniversitario y convenientemente adiestrado, debería cruzar solo para adentrarse en selvas más intrincadas: el mundo de Faulkner, por ejemplo. O el de Camus. O el de Kafka. O el bosque lleno de equívocos de Salinger y sus personajes desquiciados pero tan entrañables. O las fábulas urbanas de muerte y contenido ético de Raymond Chandler. Las estructuras atrevidas de Vargas Llosa y los bien amarrados fardos de cultura y subjuntivos que destilaba Carpentier.

En todos aquellos años de aprendizaje que se convirtieron en amor por los libros y, finalmente, en una adicción capaz de hacerle concebir el sueño de que sería o podría ser, o le gustaría ser escritor -y que terminarían con el paso desastroso del sueño al intento real de la escritura y hasta publicación en una revista escolar que nunca superaría el número cero [2]-, Conde no dejó de sentir el mismo amor apasionado por el béisbol, el juego de pelota que, para los cubanos, siempre había sido algo más que un juego: representaba una forma de vida, metida en los tuétanos de la cultura y la conciencia de las gentes nacidas en la isla. Una pertenencia inalienable y sanguínea. En su galería de héroes convivían con excelentes relaciones de vecindad el Conde de Montecristo, Seymour Glass, Fabricio del Dongo y los peloteros Pedro Chávez, Tony González, y Raúl Guagüita López, el más mítico de los cerradores de partidos que jamás hubiera pasado por el béisbol cubano. Episodios de novelas y promedios de bateo y picheo; historias de personajes y crónicas de campeonatos. Existencialistas e industrialistas. Tirios, troyanos y peloteros. Todo mezclado.

– ¿Así que tú eres un policía que lee? -le había preguntado un día, apenas ingresado en la Central de Investigaciones, el mayor Rangel-. ¿Cómo coño te dio por eso? ¿O por esto otro? -y se tocó el uniforme.

– Un día, cuando tenía dieciséis años, un bibliotecario cojo me dijo que la lectura me ayudaría a ver el mundo con otros ojos.

– ¿Qué quiere decir eso? -se interesó el mayor, mientras daba fuego a uno de sus habanos.

– Un día ese hombre me advirtió que ya estaba preparado y me dio un libro. Lo había forrado con papel de periódico, para que no se viera la portada y me dijo: léetelo, éste es un libro sobre la esclavitud, pero si lo lees, tú serás más libre. Era una novela que se suponía que nadie debía leer en Cuba… Un libro peligroso.

– ¿Y cuál era ese libro?

– 1984. Y me cambió la vida. Lo he leído unas diez veces. Y de verdad me ha hecho más libre. Porque me enseñó que hay muchas formas de ser esclavo.

Mientras observaba la mole oscura del edificio que había albergado al Instituto y luego al Preuniversitario de La Víbora, ahora convertido en un colegio tecnológico de Dios sabía qué especialidad, y descubría que a las ventanas del ala ocupada por la biblioteca le faltaban persianas mientras la verja que delimitaba el espacio de la escuela yacía tendida en la tierra, Conde sintió que los años no habían pasado para mejor, sino para preparar un retroceso que, ya lo sabía, tendría consecuencias dolorosas para el país donde había nacido y vivido. Evocó los tres años que había gastado en aquel sitio venerable, donde no sólo se hizo un poquito más libre gracias a la literatura, sino que debió hacerse hombre a velocidades vertiginosas en las temporadas en que los enviaban a cortar caña, a razón de diez horas por día o hasta acumular las cifras de arrobas exigidas. El lugar donde, para su fortuna, se hizo miembro de una tribu de amigos sobre los cuales aún sostenía algunos de los pivotes de su existencia. Pensó con dolor cómo de aquel tiempo de gracia y sueños la realidad le había robado demasiados jirones y que el mundo en donde vivía cada vez se parecía menos al prometido mundo perfecto que les dibujaron la retórica y la trascendencia del momento histórico, un mundo para cuya construcción, todavía en proceso, les impusieron precariedades y prohibidones, y les exigieron sacrificios, negaciones y hasta mutilaciones, incluso físicas.

Dijo adiós a sus maltratadas remembranzas, tan visibles en aquel edificio atiborrado de voces que el Conde podía escuchar a través de los años, y siguió a paso lento por la calle que llevaba directamente a la casa del flaco Carlos y, por desgracia (convertirse en lo contrario puede ser el sino de las que alguna vez fueron grandes satisfacciones), que también conducía a la casa donde vivía, o decía que vivía (o mentía, quién coño lo sabría), Karina, la última mujer que, soplando un saxofón, le había revuelto la existencia para luego esfumarse como un sueño. [3]O como la música.

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