Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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– Juan, ¿no te queda vino de arroz?

– Pélate, Conde, pélate -repitió el viejo, pidiéndole paciencia con un gesto de la mano-. Te hice té. Té verde, de Cantón. Si lo tomas bien caliente te quita el calol…

– Pero ¿no tienes vino? ¿Y sake?

Juan Chion no le respondió y avanzó hacia el interior de la casa con su paso ingrávido y leve de cosmonauta, y el teniente Mario Conde pensó que un trago de aquel contundente vino de arroz o una taza de sake (daba igual que no fuese chino, lo importante era la gradación alcohólica) le hubiera servido mejor que el té para sacarse a Patricia Chion y su envidiado jovencito de la cabeza y para recordarle al viejo Juan que él estaba allí no sólo para comerse una sopa de huevos y palomos, encrespada por las incontables hierbas que le recitara por teléfono Juan Chion, sino también porque un paisano suyo, amigo de otro paisano suyo, había muerto de un modo bastante extraño y, como le advirtiera Patricia y él mismo comprobara en la práctica, necesitaba la ayuda del anciano para poder meterse en el Barrio Chino. Y luego, si era capaz de hacerlo, averiguar por qué habían matado a aquel chino viejo.

«Ya los forenses terminaron de trabajar con el cadáver. Estábamos esperando por ti para sacarlo, quería que vieras todo como lo encontraron. Porque desde ahora te lo advierto, aquí hay una historia rara», le había advertido Manolo cuando lo vio llegar, pasado el mediodía, y Mario Conde no supo por qué razón el juicio del sargento le produjo cierta alegría. Será que de vez en cuando es bueno trabajar en algo raro, ¿no? Siempre los mismos ladrones, los mismos estafadores, los mismos hijos de puta que medraban desde sus posiciones de poder; siempre similares o muy parecidos desfalcos y riñas tumultuarias pueden aburrir a cualquiera y un poco de extrañeza -¿o extrañamiento?- le viene bien a la rutina de un policía.

«¿Qué cosa es lo raro, Manolo?»

«Deja que tú lo veas», respondió el sargento Manuel Palacios, con su dramatismo habitual, y le indicó al teniente el camino a seguir desde la calle hacia la habitación de la cuartería donde se había producido el crimen. El Conde se preparó: aunque hacía diez años que trabajaba como policía, nunca le había tocado un «caso chino».

– A ti no te importa que le diga chinos a los chinos, ¿verdad, Juan? -empezó el Conde con una taza de té hirviente, muy perfumado, en las manos y asediado por una sensación de desorientación policial y sexual que lo ponía excesivamente locuaz-. ¿Eso no es ofensivo, no? Porque los chinos son chinos, pero a los negros no se les debe decir negros, aunque sean más negros que el culo de una tiñosa. A los niños educados les enseñan a decir «una persona de color», pero es porque son de color negro, ¿no? Mi abuelo Rufino me decía que les dijera «morenos». Yo tengo algo de negro, ¿sabes? No sé si por parte de madre o de padre o de espíritu santo… Pero, bueno, a lo que iba, nunca me habían matado a un chino y ahora tengo que averiguar quién mató a éste y desde que lo vi hoy por la tarde estoy pensando en chino…

En realidad el sargento Manuel Palacios no había exagerado: el hombre vivía en un solar de la calle Salud, casi esquina a Manrique, en el mismo corazón del Barrio Chino, y la primera sorpresa que había recibido el Conde fue la cantidad de chinos viejos congregados en el pasillo de la cuartería. Estaban en cuclillas, serios, muy callados, como gorriones posados en un alambre, y todos lo observaron cuando el policía entró. Tenían un modo de mirar oblicuo, pesado y adolorido, capaz de remover la sensibilidad del teniente investigador, que siempre recordaría haber pensado: «Es como un velorio sin flores, una cosa tristísima». Pero todavía se negó a aceptar que hubiese algo fuera de lo normal: «Se murió uno y vienen los otros, ¿no dicen que los chinos son como las hormigas?», había pensado esa tarde y se arrepintió después de trasmitirle el símil al viejo Juan Chion.

– Además, hay un olor peculiar en esos lugares donde viven muchos chinos. ¿Tú no crees, Juan? No sé a qué será, es una peste dulzona, como el vapor de una lavandería. Se te mete así por la nariz y tienes que decir: esto es olor a muchos chinos. ¿Dime si no es verdad? El solar tiene un pasillo larguísimo, con una puerta al lado de la otra y los baños colectivos al fondo, detrás de unos lavaderos y unos tanques de metal para guardar el agua. Si no es por los chinos y por el olor de los chinos, aquello no hubiera parecido una casa de chinos, pero lo es desde hace setenta años.

«¿Qué se sabe del hombre?», le había preguntado el Conde a Manolo, sin dejar de sentir en sus espaldas la persecución visual de los chinos silenciosos.

«Pedro Cuang, setenta y ocho años, natural de Cantón, emigró a Cuba en 1928, cuando tenía trece años. Nada más regresó a China una vez, el año pasado, pero estuvo un mes y volvió. Fue tintorero, tenía una pensión de noventa y dos pesos al mes. Vivía solo, nunca se casó y no tenía familia. Un chino como otro cualquiera», informó el sargento y guardó la libreta de notas en el bolsillo trasero del pantalón, con un gesto que el Conde sabía que le pertenecía y su subordinado le plagiaba ahora, desvergonzadamente.

«¿Y para qué coño alguien querrá matar a un viejo así?», había dicho el Conde, antes de entrar en la escena del crimen, mientras saludaba al guardia apostado en la puerta del cuarto.

– Te lo juro, Juan, el olor a chino se multiplicó por cinco y me agarró por la cara como si fuera la mano macabra con ganas de cortarme la respiración. Pero seguí. Me dijeron que nadie había tocado nada… ¿Y tú sabes que casi me dieron ganas de llorar? Tú tienes suerte, te casaste, vives con tu hija y tienes esta casa, pero si la soledad se pudiera dibujar, cualquiera podría inspirarse en el cuarto de Pedro Cuang. Una cama así estrechita, con una colchoneta mugrienta y una sábana llena de parches y un pedazo de palo en la cabecera, creo que para usarlo como almohada, ¿no? Un cordel en un rincón, con dos o tres camisas y pantalones colgados. Dos sillas desfondadas. Un fogoncito de luz brillante y en el piso, al lado de la cama, una lata con agua en la que había como cinco pipas larguísimas, igual a esa que tú usas a veces. Al lado de la cama estaba el perro. Un perrito sato, blanco, de mucho pelo, debía ser medio poodle o medio maltes. El perro también tenía la soga con la que lo habían ahorcado amarrada en el pescuezo… En la mesa del fogón había dos platos, dos cazuelitas, unas botellas y una caja con un juego de dominó. Y el resto del cuarto lleno de cajones de cartón: cajones con revistas y periódicos viejos, con trapos y latas y cazuelas abolladas, cajas con jabones, papel higiénico y latas de comida que debía de haber guardado durante años. Había hasta un cajón con unos platos de porcelana china. Como treinta cajones, y la mayoría estaban abiertos, con las cosas afuera, como si los hubieran destripado… Lo primero que me pregunté fue por qué ese hombre estuvo en China y regresó otra vez a vivir en aquel tugurio apestoso. ¿Por qué, Juan? Había tantas cosas regadas por el cuarto que nadie podía saber si faltaba alguna. Después pregunté y parece que nadie puede saber si falta algo. Pero tus paisanos son del carajo: nunca se sabe cuándo no saben o cuándo no quieren saber.

Pedro Cuang seguía colgado de una viga del techo y de su boca salía la punta de una lengua pálida y marcada por la mordida de sus propios dientes. Estaba en cueros y en el piso había un charco de mierda, orines y manchas de sangre. El Conde estudió el cadáver un minuto: «Es el chino más flaco que he visto en mi vida», pensó.

– Y ahora viene algo que a lo mejor tú puedes saber, Juan: a Pedro le habían cortado el dedo índice de la mano izquierda y en el pecho, con una cuchilla o con una navaja muy afilada, le habían hecho un círculo con dos flechas que formaban una cruz, y en cada cuadrícula habían puesto unas cruces más pequeñas, como si fueran signos de sumar…, ¿me entiendes? «Mira», le había dicho entonces el sargento Manuel Palacios, mostrándole una bolsita de nailon que recogió de la mesa del fogón. Cuando lo tocó el vecino de al lado, el que lo descubrió, se le cayó esto de la mano derecha.

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