Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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– ¡Cojones, Conde, tú estás loco! -gritó entonces Manolo, transparente como papel de China, sin moverse del lugar que le había correspondido en la escena: justo detrás de Panchito-, ¿y si no le dabas al verraco este y me metías el tiro a mí?

– Después te daban una medalla, Manolo. Pero estoy seguro de que ese hijoeputa que ayer por poco me arranca la cabeza, es tan anormal que hoy era capaz de tirarme el cuchillo, ¿no? -El Conde se enjugó el sudor de la frente, trató de controlar el temblor que se le había instalado en las manos y, luego de patear lejos el puñal, caminó hasta el hombre herido, quien no dejaba de lamentarse, pero el policía, necesitado de un desahogo físico, volvió a gritarle-. ¿Ves lo que te buscaste, comemierda?

Capítulo 11

– ¿Y qué tú haces aquí a esta hora?

Conde la miró a los ojos. Tenía la mente llena de pensamientos, ideas, proyectos, recriminaciones, pero le faltaba aquella precisa respuesta reclamada por la mujer, y sólo fue capaz de decir lo que clamaba desde cada célula de su cuerpo.

– Me siento mal…

Támara lo observó un instante y comprendió que el hombre no mentía.

– Ven, entra, siéntate…

La reacción que lo condujo hasta la casa de Támara había sido visceral e incontrolable. La necesidad de disparar sobre un hombre, aun procurando hacerle el menor daño posible, resultaba un acto capaz de superar sus instintos naturales y de invalidarlo como el ser humano que era o pretendía ser. Por eso le pidió a Manolo que siguiera adelante con el caso y huyó del hospital adonde habían conducido a Panchito Chiú y, casi sin saber cómo, había ido a dar a la casa de los sueños, frente a la cual estuvo por más de veinte minutos antes de decidirse a llamar, mirando sin ver las esculturas de concreto con imágenes a medio camino entre Picasso y Lam.

Nada más sentarse y ver a Támara alejarse en busca de un vaso de agua, comprendió que había comenzado a recuperarse: no pudo dejar de mirar el movimiento de las nalgas de la mujer y pensó que, en lugar de agua, lo ideal para ese momento habría sido un trago de aquel Ballantine's cuya última reserva él mismo había agotado en la penúltima visita que hiciera a aquella casa.

Támara le entregó el agua y se ofreció a hacerle café, pero él le pidió que se sentara. Entonces se lo dijo: le había disparado a un hombre.

– Claro que no lo maté, Támara. Lo herí en una pierna, nada grave -añadió, ante la alarma de ella.

Encendió un cigarro y miró a la mujer. Al fin sabía la razón de su presencia allí: no por su rechazo a la violencia ni por escapar de hospitales e interrogatorios. En ese instante necesitaba un ancla, un punto de apoyo que ni siquiera sus hermanos de la vida, Carlos, Andrés, el Conejo y Candito el Rojo podían ofrecerle. Ni el sexo caliente de la china Patricia o el erotismo desbocado de Karina. Era algo más intangible pero más vital, más profundo.

– Casi no he tenido tiempo para pensar en lo que me dijiste, pero a la vez no he dejado de pensarlo -dijo él, y de inmediato lamentó su torpeza expositiva.

– ¿Y qué piensas cuando piensas?

– No pienso sólo en ti. Sobre todo pienso en mí. En la mierda que he hecho y estoy haciendo con mi vida. Pienso en la soledad, y en el miedo que le tengo. En que no puedo posponer por más tiempo decidirme a tratar de componer lo que todavía tenga arreglo…, y pienso que me ayudaría mucho hacerlo contigo…

Támara bajó la vista y se pasó la palma de las manos sobre la falda, como si necesitara secarlas del sudor.

– ¿Qué quieres decir exactamente, Mario?

– Que me haces falta. Eso… Coño, suena a bolero…

– ¿Y por casualidad estás pensando en que debemos casarnos o algo así?

– No, no he pensado tanto… O sí lo he pensado, para serte sincero, porque me da miedo la idea -dijo y sintió deseos de abofetearse a sí mismo: hay cosas que jamás se le dicen a una mujer-. Pero eso no es lo importante. Lo importante es lo otro.

– ¿Lo otro?

– Que estés cerca de mí…

Ella volvió a mirarlo. Conde casi pudo escuchar los sonidos de las fricciones que hacían entre sí los pensamientos de la mujer.

– Mario, no me pidas ahora que te ayude a arreglar tu vida. Primero necesito arreglar la mía… Y yo también voy a serte sincera: a veces pienso que tú formas parte de ese arreglo, pero todavía no estoy segura.

– ¿Y qué te hace falta para estar segura?

– Tiempo. Dame tiempo. Y no me presiones, por favor. Ya sé que eres obsesivo compulsivo, pero dame mi tiempo…

Conde le observó los ojos: eran las dos almendras húmedas de siempre, y comprendió, o creyó comprender, el reclamo de la mujer.

– Me tengo que ir -dijo, poniéndose de pie.

– ¿Estás cabrón conmigo, verdad?

– No, no…, bueno, un poquito -dijo y al fin sonrió-. Pero no te preocupes, tómate tu tiempo… Esta noche vengo para que me digas…

Ella también sonrió.

– Eres el tipo más insoportable que he conocido en mi vida.

– En algo tenía que ser el mejor, ¿no?

No lo pudo evitar: levantó la mano y le acarició el pelo. Y pensó: definitivamente, si alguna vez volvía a cometer el error de casarse, sería con aquella mujer. Lo del enamoramiento, por supuesto, ya estaba garantizado.

– ¿Entonces?

– No te preocupes. La bala apenas le rozó la piel y no le afectó ningún hueso. Lo que pasa es que se apendejó cuando vio que la cosa iba en serio. Después que lo curaron le enseñé el resultado de las huellas y lo cantó todo. Dice que al viejo Pedro le dio una sirimba y se le murió entre las manos, parece que de miedo o de rabia cuando Panchito le ahorcó al perro para presionarlo… Panchito estaba tan nervioso que no se dio cuenta de que el viejo nada más se había desmayado. Entonces fue cuando lo colgó del techo. Jura que en el cuarto nada más había papeles y tarecos y que no se llevó nada. Claro, el dinero de Amancio se había convertido en joyas y estaba en el cementerio… Lo de Zarabanda se le ocurrió allí mismo. Desde que se inició como palero siempre tenía las dos chapillas en el bolsillo, dice que le daban buena suerte, y entonces le hizo la cruz en el pecho y le cortó el dedo, para que se pensara en la brujería o en una venganza y no en el dinero. Lo más jodido es que estuve como una hora oyéndole la historia, porque casi no se le entendía nada… estaba llorando -dijo Manolo y le extendió la carpeta al Conde.

– ¿Y las huellas de la varilla de san Fan Con?

– También están en la carpeta.

Conde abrió la carpeta y buscó el análisis de las huellas. Encontró lo que sospechaba. Entonces tomó el papel y el sobre con la varilla y los extrajo del file.

– Manolo, hazme otro favor -le pidió el teniente mientras le alargaba la carpeta-. Llévasela tú mismo al mayor Rangel. Yo quiero ver a Juan… ¿Y qué te dijeron de la teniente Patricia?

– Dejó dicho en la dirección que iba a ver un caso, pero nadie sabe dónde está metida…

– Olvídate, yo me imagino por qué no aparece esa cabrona… Ella sabrá cómo arreglar sus cosas. Yo voy a tratar de arreglar las que me tocan a mí… Estamos en temporada de reparaciones… Ah, y dile al mayor Rangel que la muerte de Pedro no tenía nada que ver con la droga y que el caso está cerrado.

El Conde bajó hasta el parqueo de la Central y pidió al chofer de guardia que lo llevara a Infanta y Maloja. En el camino, el recluta que hacía de conductor intentó una conversación sobre sus intenciones de hacerse un verdadero policía, pero ante el poco caso recibido por parte de su auditorio, desistió. El teniente iba fumando y miraba hacia la calle, y todo el mundo en la Central -incluso los reclutas recién llegados- sabía lo que aquello significaba. Mejor ni hablarle… «Es un pesao», decían algunos, aunque la mayoría acotaba: «Pero es buena gente».

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