Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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Con un café recién colado Conde ocupó la otra silla del comedor y dio fuego al cigarro.

– A ver, Patricia -dijo y carraspeó. Todavía le fallaba la voz-. ¿Cómo hago para que el viejo Juan me diga lo que no quiere decirme…?

Patricia se acomodó los rizos de tirabuzón y bebió el café.

– Mayo, no sé qué cosa puede ser lo que mi padre sabe, aunque está claro que tienes razón: sabe algo. Ellos siempre saben algo, pero nunca lo dicen.

Conde apagó el cigarro que había estado fumando.

– Por favor, Patricia, no te pongas misteriosa tú también.

– No, Mayo, no me pongo misteriosa… Déjame hablar, coño. Mira, primero te voy a recordar algo que tú sabes muy bien: mi padre, Francisco, Pedro y todos esos chinos son unos hombres que han pagado un precio altísimo por estar en el mundo. Les ha pasado todo lo malo: han sufrido hambre, desprecio, discriminación, desarraigo y todo lo que quieras poner en una lista de miserias y humillaciones tan jodidas como ésas. No te puede asombrar entonces que sean desconfiados y no se entreguen.

– Entiendo lo que me dices -admitió el Conde-. Y precisamente por eso es que desde hace dos días te andaba buscando para hablar contigo. Tengo miedo de que tratando de encontrar una verdad, lo que haga sea herir a más gentes que no se lo merecen. Tu padre, por ejemplo. Es un cabrón presentimiento que tengo… O Francisco Chiú, tu padrino, que no sé cómo carajo pero tiene alguna papeleta en todo esto.

– Francisco se está muriendo -dijo ella-. Cáncer en el hígado.

– Tu padre me dijo que estaba jodido, pero no…

Patricia lo miró a los ojos. Y Conde lo captó entonces: la teniente también sabía algo muy gordo y pesado que no quería confesar. Algo que, para tener una idea de por dónde se movía y cuánta mierda podría destapar, Conde pensó que necesitaba conocer.

– Dímelo, Patricia -la conminó.

Patricia no apartó sus ojos de los del Conde hasta que comenzó a hablar:

– Mi padre te contó la historia de su primo, Sebastián, el que quería ir a California…

– Sí, al que congelaron y echaron al mar.

– Fueron Sebastián y otros dieciocho chinos más. Una masacre.

– Pal carajo… Y si hubiera tenido el dinero, tu padre hubiera estado en ese barco -dijo el Conde, mientras se preparaba para la revelación.

Patricia tomó un último sorbo del café, ya frío.

– Sí, él y Francisco. Porque en el barco iba también un hermano de mi padrino. Por eso Francisco vio al capitán griego el día que su hermano cerró el negocio con ese hijo de puta… Como doce años después, Francisco volvió a ver al capitán, aquí, en La Habana, tomando cerveza en un bar como si nada hubiera pasado. Ya por esa época se sabía lo que habían hecho con esos diecinueve chinos en el golfo de Honduras.

Supongo que algún marinero lo contó en una borrachera y así fue como se corrió la noticia y llegó al Barrio… Cuando Francisco vio al hombre que había matado a su hermano, no lo pensó dos veces: decidió vengarse. Mi padrino, que en esa época era verdulero, siempre andaba con un cuchillo encima, pero las desgracias están escritas de las maneras más absurdas: ese día él andaba sin su cuchillo porque iba a los negocios de los judíos de la calle Muralla a comprarse un traje para la boda de mis padres. Por eso, cuando vio al griego, regresó al barrio para buscar el cuchillo… y se topó con mi padre. Francisco estaba indignado, parecía un loco, pero no le dijo a mi padre lo que le sucedía ni lo que pensaba hacer… Ese día mi padre debía haber estado trabajando en la bodega, pero dio la casualidad de que el muchacho encargado de llevar los mandados estaba enfermo y él se ocupó de repartirlos por el Barrio. Por eso se encontraron mi padre y Francisco. En cuanto mi padre vio a su amigo se dio cuenta de que algo grave estaba pasando, y casi lo obligó a decirle qué cosa había sucedido. Y al fin Francisco se lo contó… y mi padre dejó lo que estaba haciendo. Se fueron juntos a buscar un cuchillo para cada uno y salieron a buscar al hijo de puta griego que nunca debió haber vuelto a Cuba… Y lo encontraron.

Conde sintió cómo caía sobre sus hombros el peso tremendo de aquella historia de una venganza tardía pero justificada: un ajusticiamiento. Y se sintió incapaz de hablar.

– Mi madre lo supo enseguida -siguió Patricia-, pero ella también guardó el secreto. Treinta años después, poco antes de morir, ella me lo contó todo. Quiso decírmelo porque el hijo de Francisco estaba preso y mi padre me había pedido que hiciera algo por él y yo me había negado, diciéndole que si algo había hecho, algo tenía que pagar… Mi madre no sabía qué había pasado después de que Francisco y mi padre fueron a buscar al capitán griego, aunque no hacía falta ser adivino para saberlo. Incluso, después me puse a buscar y encontré que hasta había salido en la crónica roja de los periódicos de ese tiempo. Se sospechaba que al griego lo habían matado en una pelea de borrachos… Pero lo que habían hecho juntos mi padre y su amigo fue algo tan terrible que la conexión entre ellos se convirtió en un lazo mucho más profundo y complicado que una amistad: algo que nada más puede existir cuando se ha matado a un hombre, ¿no?… Por eso es que mi padrino es Francisco Chiú, y por eso es que su hijo Panchito es el ahijado de mi padre…

Patricia hizo silencio, mirando el fondo de café depositado en el culo de la taza, como si pudiera leer en aquella mancha oscura las claves secretas del destino que se empeñó en poner a su padre en una calle del Barrio cuando Francisco, que ese día no llevaba su cuchillo, regresó a buscar el arma de la venganza, aquella construcción de azares capaces de conducir a Juan Chion hasta el asesino de su primo Sebastián.

– El pasado es el pasado, y hazte idea de que no existió, aunque ya sabes que existió y con cuáles ingredientes… -Patricia pareció necesitar la pausa para tomar aliento y concluyó-: Lo que nos importa ahora es el presente. Resuelve la historia de Pedro Cuang, Conde.

– La voy a resolver, Patricia.

– Pero trata de que no haya muchos daños colaterales, como dice mi padre que tú le dijiste… El pobre, buscó la palabra en un diccionario… Yo sé cómo tú eres y por eso fue que le pedí al mayor Rangel que te dieran el caso, prometiéndole que mi padre te ayudaría…

Por fin la china volvió a sonreír, mientras se ponía de pie y, con una sonrisa triste, le dejaba una suave caricia en el rostro a Mario Conde. De inmediato dio media vuelta y salió a la calle, para sustraer del alcance del Conde aquella visión de mujer comestible… y al menos una vez en su vida, digerida. Hasta la última fibra. Como un mango maduro en el mes de mayo.

Capítulo 9

El Gordo Contreras lo observó de arriba abajo y sonrió. Últimamente todo el mundo le descubría un color distinto o se reía al verlo llegar, pensó el Conde, y estiró la mano hacia el suplicio: una de las diversiones del capitán Jesús Contreras, jefe de la Sección de Tráfico de Divisas, era descargar la presión de sus doscientas sesenta y cinco libras de peso en un apretón de manos.

– El Conde, el Conde -dijo, como decía siempre que hacía pulpa los dedos del teniente, y, mientras reía, lo haló por la mano para hacerlo pasar a su oficina-. Oye, estás blandito hoy… y tienes algo raro en la cara…, estás como rosadito… ¿Qué tú hiciste hoy por la mañana?

Conde sonrió.

– No te lo puedo decir…, pero fue algo muy, muy bueno.

Contreras lo observó más detenidamente.

– Ya sé qué fue…, lo que no sé es con quién… Aunque si me pongo para eso puedo averiguarlo -dijo y sonrió, con todo su cuerpo, como solía hacerlo-. Sí, cuando uno lo hace bien hecho por la mañana se queda así, relajadito, ¿no?… A ver, a ver, para qué te hace falta hablar conmigo…

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