Al verlo, Juan Chion le gritó: -Colé, Conde, colé -pero él no corrió. Había tiempo para ver el sarcófago de Li Mei Tang, donde apenas quedaban unos huesos quizás inservibles para las ngangas (algunas costillas y vértebras, la kiyumba había desaparecido) y sobre todo para deslumbrarse ante el cofre de metal extraído por Juan Chion de entre las raíces del viejo sauce llorón: cadenas, pulseras, anillos, aretes y monedas de oro ofrecían su brillo inconfundible y esencial desde el interior del estuche, que, ya sin duda alguna, le había costado la vida a Pedro Cuang.
Rufino giraba apaciblemente en su pecera. Sus temibles aletas de pez peleador batían con suavidad el agua y lo impulsaban en aquella danza circular que sólo terminaría con la muerte del animal… Y se reanudaría con la llegada del siguiente Rufino, siempre idéntico al anterior, y al ante anterior, y al de más atrás, pues el pez rojo y su vida de ciclos repetidos le ofrecían al Conde la sensación de que algo en el mundo podía ser, o al menos parecer, permanente e inmutable. «Vivimos en eso, Rufo», le dijo el Conde a aquel Rufino: «todo el tiempo dando vueltas en el agua sucia, hasta que nos jodemos. Pero siempre habrá otro dispuesto a empezar a girar: hasta que se joda todo, ¿no?…».
Se sentó en la cama y dejó la pistola junto a la pecera. «No la toques, está cargada», le advirtió al pez y se frotó los ojos. Dos días antes, mientras Patricia lo ayudaba a limpiar la casa, se había prometido imponerle una organización a fondo al cuarto, pero ahora le faltaban fuerzas para lanzarse a realizar aquella hazaña. Miró la torre de libros acumulados sobre una silla cuya función original en el cuarto, antes de que lo abandonara aquella última mujer de cuyo nombre procuraba ni acordarse, había sido la de servir de soporte a alguna escena atrevida del acto amoroso. Ahora dormían sobre la silla cómplice los libros que leía una y otra vez. Hacía tiempo volvía siempre sobre los mismos libros: conocía a sus personajes mejor que a casi todas las personas que lo rodeaban y sentía un extraño placer al comprobar cómo entre lectura y lectura sus vidas apenas habían cambiado, a pesar de que en cada regreso a ellas las descubría con matices o intenciones diferentes: porque en realidad algo se había movido, aunque fuera en sentido circular. El, Mario Conde, se había movido -muy probablemente hacia abajo- y era su nueva perspectiva de lector la que le permitía descubrir aquellos destellos u oscuridades antes no advertidos en las historias revisitadas. Como si fuera un nuevo pez Rufino en el traje rojo del anterior pez Rufino. En la vida de los vivos de verdad siempre había algo dispuesto a cambiar. Y lo jodido era que, por lo general, cambiaba para peor…
Cualquiera de aquellos libros manoseados representaba lo que, en otros tiempos, él hubiera deseado escribir. Ahora ya no solía pensar demasiado en su vocación abortada, aunque en un sobre intencionalmente perdido por algún lugar de la casa reposaban varias historias pergeñadas a veces hasta contra su voluntad. Porque en realidad prefería vivir como el parásito de otros escritores que sabían hacerlo bien. Islas en el Golfo, leyó en el lomo de un libro; Conversación en la Catedral, El guardián en el trigal, El siglo de las luces, Fiebre de caballos, y no leyó más.
En la cocina, el Conde preparó la cafetera y la puso sobre el fogón. Tenía hambre, pero se sabía incapaz de cocinar cualquier cosa. Por cierto, ¿qué cosa?… Si no salía a la calle con un arco y flechas y cazaba un perro chino. El peligro, bien lo sabía, eran las pesadillas que solía provocar el hambre. En situaciones así soñaba, sobre todo, que iba a bares donde, por alguna razón, nunca podía obtener lo que se supone hay en los bares. Como en la realidad, ¿no? Aquel complot estaba tan bien urdido que dominaba hasta el mundo de la inconsciencia. Bebió el café mirando por la ventana y, sin quererlo, volvió a recordar a la última mujer que tuvo en su cama, la cabrona mujer por delante de cuya casa estaba prácticamente obligado a pasar siempre que visitaba al flaco Carlos. La sensación de abandono fue tan patente que hasta evocó su nombre: Karina. Karina era bella, tenía el pelo rojo y sabía tocar el saxofón. ¿Había sido una persona real o simplemente la inventó para mitigar su soledad? A estas alturas no lo sabía, pero creía recordar que nunca había hecho el amor como lo hizo con aquel ser fugaz, extraviado en la mentira, la noche y la bruma. Lanzó la colilla por la ventana y se cagó en la madre de Karina… Aquella mujer lo había destrozado de un modo cruel, brutal, humillante. «Eso te pasa por enamorarte, comemierda», se recriminó. Pero de inmediato encontró una aplastante justificación: «Si es que siempre te enamoras, Támara te lo restregó en la cara, por eso te tiene miedo, cabrón». Y pensó otra vez en la conversación que el día anterior había tenido con Támara, en los deseos que siempre le despertaba su más viejo y sostenido amor y al instante decidió que cuanto antes debía verla de nuevo y, si podía, volver a poner en marcha aquella máquina satisfactoria. El era quien debía poner en movimiento el balón sin esperar a que ella lo convocara.
Cuando regresó al cuarto y se recostó en la cama, pensó cuánto le gustaría dormir y soñar el sueño de Chuang Chou, aquel chino que cerraba los ojos y soñaba ser una mariposa que al volar sobre flores y pastos se llenaba de gozo. En el sueño el hombre ignoraba su identidad de Chuang Chou, pero al despertar y volver a ser el verdadero Chuang Chou, no sabía si era una mariposa que soñaba ser un hombre o si se trataba de una mariposa masoquista que se trasmutaba en un policía de mierda que cada vez tenía menos deseos de seguir siendo policía. Pensando en la fábula de su propia existencia equivocada de policía sin vocación ni aptitudes, sintió cómo bajaban a su organismo todos los cansancios, excesos alcohólicos y golpes de los últimos dos días y se quedó dormido. Entonces sí soñó. Pero no con mariposas; ni siquiera con bares. Soñó que la china Patricia era la mujer desnuda de los aretes de jade y se acercaba a él, lo acariciaba y dejaba después que él aferrara sus labios a sus senos pequeños, de pezones agresivos y dulces como ciruelas, mientras sus dedos le recorrían los muslos infinitos hasta iniciar el ascenso para acariciar la pelambre dura del sexo, heredada de la sangre negra de su madre. Tras la maraña de vellos el Conde recorría el surco que descendía hacia un pozo profundo y musgoso, devorador, por donde entraba su mano, su brazo, y todo su cuerpo después, succionado por un remolino implacable. Se despertó ya en plena madrugada cubierto de sudor, con una humedad viscosa entre las piernas y un salto en el corazón. Desechó la idea de asearse y se volvió a dormir. Al despertar, con un rayo de sol en la cara, debió hacer un esfuerzo para recordar por qué sus calzoncillos estaban acartonados y olían a chino muerto.
El Conde solía observar con ansiedad el proceso físico que, por el simple acto de aplicarle calor al agua, hacía que ésta ascendiera, luego de atravesar el polvo oscuro depositado en el colador, y se concretara el milagro de obtener el líquido listo para ser bebido. Aquel primer café de la mañana constituía un reclamo vociferante de su organismo, de cada una de sus células de lentos despertares. Pero apenas tomados los primeros sorbos de café se comenzaba a producir un reacomodo de su organismo, que se catalizaba cuando tragaba la primera bocanada del primer cigarro del día. Entonces, sólo entonces, volvía a sentirse persona.
El hambre acumulada, los alcoholes y ajetreos de la víspera, y el premio de la mala noche no hacían del Mario Conde de aquella mañana algo parecido a un hombre de treinta y cinco años: en realidad se sentía de doscientos, aunque la ducha fría a la cual se sometió se llevó consigo la mitad de aquella cifra espantosa, y el segundo café, con el consabido cigarro, lo colocaron en una edad que hasta le pareció aceptable: se sentía de ochenta años cuando escuchó los golpes en la puerta y, con la toalla enrollada en la cintura, hizo girar el picaporte para descubrir, frente a él, al sueño de aquella noche de verano hecho realidad.
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