Leonardo Padura - La cola de la serpiente

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Unas cuantas calles casi en ruinas, asediadas por los escombros y los delincuentes, es lo que queda del viejo Barrio Chino de La Habana. Cuando se adentra en él un Conde ya ex policía, dedicado ahora a la compraventa de libros de segunda mano, no puede evitar recordar que estuvo en ese rincón exótico y agreste de la ciudad muchos años antes, en 1989.
Todo surgió de la petición de la teniente Patricia Chion, mujer irresistible, para que le ayudara en un extraño caso: el asesinato de Pedro Cuang, un anciano solitario que apareció ahorcado y al que le habían amputado un dedo y grabado con una navaja en el pecho un círculo y dos flechas. Eran rituales de santería que obligaron a hacer pesquisas por otros ámbitos de la ciudad.
Pero el Conde descubrió hilos inesperados, negocios secretos y una historia de abnegación y desgracias que le devolvió la realidad oculta de muchas familias emigrantes asiáticas. Como dice una expresión china, tuvo que encontrar la cola de la serpiente para llegar a la cabeza.

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– ¿Cola qué?

Capítulo 7

Sentado tras su buró, con el larguísimo habano entre los labios y envuelto en una nube de humo azulado, el mayor Antonio Rangel observaba a Mario Conde. El teniente sintió que su jefe lo había colocado entre dos placas de vidrio y lo estudiaba a través de las lentes de un microscopio como si se tratase de un virus mutante.

– Parece que saliste de un latón de basura -fue la primera conclusión, diríase que científica, del jefe de la Central de Investigaciones Criminales-. Por lo menos hueles como si hubieras estado en uno.

– Es olor a chino, jefe.

– ¿Olor a chino? -Rangel se sacó el tabaco de la boca y, con delicadeza, cortó la ceniza en un cenicero de cristal de Murano, reciente obsequio de su hija mayor, casada con un austríaco ecologista que recorría el mundo salvando ballenas y tigres bengalíes, aunque con presupuesto para dejarse caer por Venecia y comprar vidrios caros. Hay de todo en esta vida.

– Me acosté en la cama de un chino… Pero mejor ni te cuento, Viejo.

– Pues creo que no. Al contrario, cuéntame bien en qué andas, porque tengo cosas que decirte. No te mandé a buscar porque no pudiera vivir sin verte… ¿Qué coño hacías tú acostado con un chino?

– Pare ahí jefe… Se precisa aclaración.

El Conde profesaba un profundo respeto por su superior. No obstante, se sentía cómodo trabajando con él y le divertía aguijonearlo con sus comentarios irónicos. Mientras, el mayor Rangel, tan cáustico con el resto de sus subordinados, admitía -sólo para sí mismo- que tenía alguna debilidad por aquel investigador irreverente, a veces hasta confianzudo, que incluso se atrevía a tutearlo, llamarlo El Viejo, y colarse en su casa para que la mujer del mayor lo invitara a café. Al fin y al cabo, pensaba Rangel, algo debía soportarle: a pesar de todas sus manías y heterodoxias, aquel teniente era su apagafuegos. Y de vez en cuando tenía que vengarse.

Mientras le explicaba a Rangel que no es lo mismo dormir en la cama de un chino que en la cama con un chino y luego todo lo ocurrido desde que Patricia se presentara en su casa, el Conde tuvo la sensación de que sus ideas por fin se organizaban y se movía hacia un descubrimiento capaz de ubicarlo frente a la solución de su caso chino. Al mismo tiempo, la sensación de que alrededor de aquel asesinato existían otros misterios todavía invisibles pero más complicados, se convirtió en una nueva certeza. Sí, una sombra oscura del pasado flotaba sobre aquella muerte y la disipación de esa oscuridad, fuese cual fuese su carácter, podría traer consecuencias dolorosas. Pero le omitió a Rangel aquella parte de sus cavilaciones, todavía demasiado vagas, y no le mencionó la sospecha cada vez más maltrecha pero todavía viva que señalaba hacia Francisco Chiú.

– ¿Entonces no estás seguro de que el chino muerto haya tenido alguna relación con la cocaína que se estuvo moviendo en el Barrio? -preguntó Rangel, y abandonó el tabaco sobre el cenicero.

– Hasta ahora mismo no. ¿Por qué me preguntas eso, Viejo? Todo el mundo saca en algún momento la historia de esa cocaína que andaba por el Barrio…

Rangel se recostó en su silla y cerró los ojos por un instante.

– Lo que voy a decirte ahora es confidencial. Si alguien se entera de que lo hablé contigo, me parten al medio. ¿Está claro?

– Claro como el café que no me brindaste hoy…

– ¿Está claro? -el tono de voz del mayor cambió con la misma pregunta y Conde entendió a la perfección el significado de aquel movimiento.

– Sí, está claro.

El tabaco se había apagado, pero Rangel lo recuperó y lo sostuvo entre los dedos.

– Hay una investigación gorda sobre una cocaína que está circulando en Cuba. Muy, muy gorda. Hay gentes trabajando en eso. Si la droga que se mueve en el Barrio Chino no tiene que ver con tu muerto, olvídate de ella.

– Pero, Mayor…

– Sin peros, Conde. ¡Óyeme por una vez en tu vida, coño…! Encuentra a quien mató al chino viejo y vuelve a coger tus vacaciones. Y no se hable más de esto.

Aunque no entendía, Conde supuso que la decisión del mayor Rangel debía de responder a razones muy concretas y no había otra alternativa que acatar la orden.

– ¿Y si la droga y el muerto están relacionados?

– Pues para todo ahí mismo y vienes corriendo a verme antes de hacer nada. ¿Está claro?

– Ya te dije que claro como el café…

– Dale, desaparécete de aquí -explotó Rangel, utilizando el tabaco como puntero para indicar el camino de salida-. Pero ya estás advertido. Arriba, fuera…

Conde se puso de pie, se arregló la camisa e inició la retirada. Ya frente a la puerta, se atrevió:

– Estás muy tenso, viejo… Tienes que limpiar tu tsin…

– ¡Vete ya, cojones! ¡Y ve a bañarte!

Conde atravesó la antesala del despacho y salió al pasillo. Tomó el ascensor y buscó su diminuta oficina, donde Manolo se había quedado esperándolo.

– ¿Qué quería el mayor? -inquirió el sargento.

– Nada, tomarse un café conmigo y hablarme un poco de Confucio… Tú sabes cómo es él de sociable.

– No, no lo sé -dijo Manolo con toda su sinceridad.

– Bueno, a ver, ¿qué tienes?

– Mira -dijo Manolo y abrió la carpeta que reposaba sobre el buró-. En marzo del año pasado un policía, por pura rutina, le pidió identificación a un hombre que le pareció sospechoso en Zanja y Lealtad. El tipo se puso nervioso y el policía, después de ver el carné, le pidió ver qué llevaba en un canguro que tenía en la mano y el hombre se mandó a correr. Bueno, lo cogieron y llevaba varias listas de apuestas para un banco que jugaba con la lotería de Venezuela que se oye por la onda corta. Se hizo la redada y cayeron tres banqueros, pero nada más apareció el dinero del día… La cosa se complicó después: el jefe del negocio era el tal Amancio Valdés, y tuvo un ataque al corazón y se murió a los tres días de estar preso. Ahí mismo los otros dos banqueros vieron los cielos abiertos: dijeron que Amancio era el jefe del negocio y quien guardaba el dinero. Total, hicieron el juicio y por juego ilícito les echaron dos años a los banqueros y catorce meses al apuntador, pero nunca apareció ni un centavo más. Cuando esos banqueros salieron de circulación aparecieron otros, y lo de la lotería sigue a mil en el Barrio. Eso es lo que hay sobre esta historia, además de lo que uno se puede imaginar a estas alturas: Pedro Cuang fue a China cuando empezó el lío y regresó cuando se murió Amancio Valdés. Demasiada casualidad para ser casual, ¿no?

– ¿Y los presos siguen presos?

– Positivo.

– ¿Y la familia de alguno de ellos gastó dinero, hizo compras?

– Negativo.

– ¿Y en todo ese revolico no apareció ninguna conexión con drogas?

– Dos cigarros de marihuana que…

– Menos mal… -suspiró el Conde-. ¿Y qué más se supo de Amancio Valdés?

– Más cosas positivas: hasta 1959 tuvo un garito de juego en el Barrio Chino y la tapadera era una tintorería. ¿Sería mucha coincidencia que Pedro Cuang hubiera trabajado ahí?

– ¿También averiguaste eso? -preguntó el Conde y se apresuró a advertir-: Y si me dices «positivo» te mando al carajo.

Manolo sonrió y cerró la carpeta.

– Ya estás acelerao… Pues sí, allí trabajó treinta años hasta que se retiró en 1968. Pero ahora viene lo mejor -anunció y abrió una pausa que se alargaba mientras sentía crecer la tensión de su jefe-. Dice el forense que a Pedro Cuang le dio una hemiplejía y que fue después cuando lo colgaron. Parece que no querían matarlo, pero cuando le dio la sirimba a lo mejor se asustaron y pensaron que era preferible callarle la boca de una vez.

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