– Claro, no querían matarlo ni cortarle un dedo… El viejo era el camino hacia el dinero de Amancio… ¿Y qué más se sabe de Pedro Cuang?
– Casi nada. Que se sepa no tenía hijos, ni estuvo casado, ni tenía parientes en Cuba.
– Pero tenía a alguien a quien podía dejarle un mensaje.
– ¿De qué mensaje estás hablando, Conde?
Desde la única ventana del cubículo, Mario Conde observó la calle, donde se levantaba el espectro transparente del calor que volvía a imponerse tras la lluvia. Lamentó el estado deplorable de su mente, demasiado cargada de alcoholes, golpes, órdenes de Rangel, ngangas e informaciones confusas: no podía pensar a la velocidad necesaria. Pero el hecho de poder quitar a Francisco Chiú del sitial de honor de una posible lista de sospechosos le produjo un alivio en su embotado cerebro. Entonces decidió lanzarse por la única brecha prometedora que tenía ante sí. Del bolsillo de su camisa sacó el papel amarillo con caracteres chinos y se lo entregó a su compañero.
– De este mensaje… El camino hacia el dinero de Pedro, que puede ser el de Amancio, está escrito en este papel… Manolo, te pago una comida si me dices ahora qué significa Li Mei Tang-tercero izquierda-sexto derecha-árbol.
El sargento levantó la vista del papel grabado con los ideogramas chinos y miró fijamente a su jefe. Cuando detenía la vista en un punto cercano, su ojo izquierdo soltaba amarras y trataba de esconderse tras el tabique de la nariz.
– No te pongas bizco y dime, anda.
– Eso es un plano, ¿no? De un lugar donde hay un árbol, donde hay un camino que va a la izquierda y luego otro a la derecha y algo relacionado con alguien que se llama Li Mei Tang, ¿no?
Mientras lo escuchaba, El Conde percibió la luz que empezaba a iluminar su mente y comenzó a sonreír.
– Cojones, niño, pero si eres un genio.
Manolo, esperando entender la burla del teniente, también sonrió.
– No jodas, Conde.
– Sí jodo, compadre. Dale, vamos a buscar el carro para recoger a Juan. Eso tiene que ser la tumba de un tal Li Mei Tang en el cementerio chino. Me la juego a que sí.
– ¿Ahora, ahora, a esta hora?… ¿Y mis puercos, compadre, y mis puercos, eh, eh?
Manolo trataba de explicarle al repetitivo y cacofónico celador, pero el hombre insistía: que no, que no, ya era la hora de cerrar el cementerio y por tanto no podía pasar nadie a hacer nada y menos, vaya, y menos sin una orden del administrador. Además, él ya se tenía que ir a recoger unas sobras de un comedor donde se las guardaban para alimentar a sus puercos (tengo cinco, cinco, repetía) y no se iba a complicar ni por la policía ni por un chino muerto ni por nadie. Sus puercos primero…, segundo, tercero…
Aprovechando el enfático discurso del sepulturero, el teniente Mario Conde y el viejo Juan Chion se hicieron los entretenidos y avanzaron por el paseo central del camposanto y contaron tres pasillos, doblaron a la izquierda, caminaron entre los sepulcros, evitando los charcos dejados por la lluvia. Y en el sexto sendero, al torcer a la derecha, bajo un antiquísimo sauce llorón encontraron la recompensa: Li MEI TANG (1892-1956), grabado con letras doradas sobre una placa de granito rojo. La tumba de Li Mei Tang demostraba que, en vida, había sido un hombre pudiente. Pero el difunto no parecía haber recibido una flor hacía muchísimos años. La tapa de su sepulcro estaba manchada de tierra y resina de los árboles, y las anillas de bronce con que se manipulaba la loza la habían marcado con su alma verde.
– Es la pura verdad: qué solos nos quedamos los muertos, ¿no, Juan?
El viejo lo miró.
– No to los mueltos, Conde. Li Mei Tang segulo tiene compañía, ¿veldá?
– ¿Tú sabes que la tumba de un chino es un mal lugar para guardar algo? La gente cree que a ustedes los entierran con joyas y con dinero, pero lo peor es que los brujeros dicen que para hacer cazuelas judías los mejores huesos son los de los chinos.
– Lo que yo digo, pa to silven los chinos. Hasta pa blujelía cubana.
El Conde levantó la vista hacia donde Manolo discutía con el celador y luego observó la indeseable calma del cementerio. Sintió, como muchas veces, que su muerte podía ser algo tangible y cercano y deseó estar lejos de allí. El hipocondríaco que llevaba dentro empezaba a alborotarse y él sabía que aquellos despertares siempre terminaban en la depresión o en la melancolía. De verdad se quedan solos, se dijo, mientras encendía un cigarro.
– Así que aquí está el hombre -suspiró Manolo al llegar con el celador, que ahora daba una vuelta alrededor de la tumba y la reconocía como si fuera un perro de caza.
– ¿Y qué dicen que hay aquí? -preguntó el hombre, intrigado.
El Conde, sin mirarlo, le dijo a Manolo.
– Llama a la Central para que vengan a ayudarnos. Vamos a abrir esta tumba. Y diles que le guarden un poco de sobras para los cinco cochinos del compañero…
El rostro del sepulturero se aflojó ostensiblemente. Alimentar a sus cerdos debía de ser una de sus más arduas tareas cotidianas y con seguridad calculaba día a día cuánta carne y cuánta manteca se iba acumulando bajo la piel de los animales que, en el momento de sus respectivos sacrificios, le reportarían dos bienes escasos y añorados: comida y dinero.
– Si me resuelven lo de los puercos, que son cinco, cinco, no se preocupen por lo demás. Yo sólo abro la tumba y así me puedo ir más rápido -se brindó el celador.
– Pero es que también hay que buscar en esta mata. Por algo la anotaron en el plano y no creo que nadie esconda nada en la tumba de un chino.
– Con una pala yo lo puedo buscal. Con la lluvia la tiela está blandita -fue ahora Juan Chion quien ofreció sus servicios y el Conde se dijo: «Estoy rodeado». Pero siempre había algún modo de escapar.
– Bueno, arriba… Yo voy a comprar cigarros allá enfrente y vengo enseguida. -Y ante los ojos comprensivos de Manolo, el Conde huyó del cementerio.
Cruzó la calle hacia la cafetería y lo primero que descubrió fue que el bar contiguo estaba cerrado. ¿Aquello era un complot de proporciones nacionales? Apenas habían pasado las cinco de la tarde y resultaba absurdo que el sitio no estuviese abierto a la mejor hora del día para tomarse un trago. ¿Otro más? Sí, uno más tal vez le hubiera venido muy bien. Qué desastre. Entró en la cafetería y en la inmensidad petulante de la tablilla de ofertas leyó: CIGARROS POPULARES, CIGARROS SUAVES, CAFÉ. Y en un rincón, escrito a mano, un papelito que ofrecía Agua, con una concluyente aclaración: DEL TIEMPO, y observó, al otro lado, el freezer apacible del bar, capaz de ofrecer agua fría a todo aquel barrio. «No hay remedio», se dijo: «es una conspiración.» Pidió una cajetilla de Populares y dudó con el café. ¿Me atrevo? Se atrevió y lo lamentó profundamente. El supuesto café le dejó sobre la lengua un sabor de cocimiento dulzón y unos granos de borra casi imposibles de escupir.
Salió al portal de la cafetería y miró hacia el cementerio chino. La verja no le permitía ver lo que hacían los otros y sólo el tronco y las ramas cansadas del sauce llorón le ayudaron a ubicar la tumba de Li Mei Tang, donde debía haber, si acaso, unos cuantos huesos, un sarcófago podrido, mil sueños olvidados, pero quizás también un secreto valioso, tanto como para costarle la vida a un hombre. Encendió un cigarro y miró los autos que pasaban por la calle. «¿Cuál será ese secreto?», se preguntó sin intenciones de darse respuesta, pues enseguida pensó que la persona capaz de colgar y mutilar a Pedro Cuang sabía que el chino tenía relación con el banco de apuntación y debía de ser el albacea de la fortuna extraviada del banquero Amancio, con quien Pedro parecía haber sostenido una larga amistad y una fructífera sociedad en negocios sucios. Y ahora Conde sabía que el difunto se había llevado el secreto a la tumba. O a la morgue, donde todavía estaba. Además, el signo fatal de Zarabanda denunciaba al asesino como alguien conocedor de viejos secretos de mayomberos, aunque había algo que cada vez le sonaba menos auténtico… ¿Y por qué lo golpearon a él y no se llevaron la pistola? Sin duda, sólo fue que vieron entrar a alguien que tenía la llave del cuarto y decidieron aprovechar para hacer un nuevo registro. O tal vez apenas por precaución: un intruso podía hallar lo que el asesino no había encontrado. Pero si sólo… «No, no», pensó el Conde y se detuvo: «no me van a tupir», concluyó, convencido ya de que únicamente lo querían despistar con tantas pistas, ahorcando además a un hombre que creyeron muerto cuando aún no lo estaba y que, casi con toda seguridad, no había revelado el escondite del cementerio, pues si lo hubiese hecho, ellos hubieran encontrado las trazas del registro. Pero el que lo mató es alguien del Barrio, eso sí, y lo voy a joder. Lanzó la colilla a la calle y respiró hasta llenarse los pulmones -y más de la mitad del tsin - con el monóxido de carbono expulsado a chorros por una guagua renqueante y abarrotada. Y cuando más deseos sentía de largarse de allí, cruzó la avenida y siguió el camino ya develado hacia la tumba donde se violaba la paz de los difuntos.
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