– ¿Me estabas buscando?
Patricia venía vestida con su uniforme de oficial de la policía y traía una bolsa en la mano. Conde, sorprendido por aquella visión matinal, reaccionó de un modo que después le parecería tonto y casi imprevisible para los sesenta años de vida a los cuales lo había llevado la simple contemplación de la mujer.
– ¿Y dónde coño tú andabas metida, chica? Me soltaste el caso del chino muerto y fuá, desapareciste… con un chiquillo ahí que tienes de novio y…
– Hice lo que te prometí -lo cortó Patricia y lo empujó leve pero firmemente para entrar en la casa-: hablé con mi padre para que te ayudara y…
El devastado olfato del Conde sintió un segundo aroma tentador, desquiciante. El primero, por supuesto, provenía de Patricia, recién bañada; el segundo, de la bolsa que la mujer traía en la mano. Descubrió con sorpresa que casi había vuelto a tener sus treinta y cinco años. Maltratados, pero sus treinta y cinco, pensaría con nostalgia cuando, años después, al borde de la cincuentena y desandando otra vez el Barrio Chino, recordara los detalles de aquella historia y evocara los bríos que, en el tiempo transcurrido, había dejado en el camino de la vida. Y, sobre todo, cuando recordara aquella precisa mañana de sueños alcanzados…
– ¿Qué es lo que tú traes ahí? -preguntó, tratando de asomarse a la bolsa.
La china sonrió.
– El otro día vi tu refrigerador. No sé cómo estás vivo… Vine a desayunar contigo.
– ¿Desayunar? -El asombro del Conde se disparó cuando Patricia, luego de poner lejos el cenicero atestado, fue sacando provisiones de la bolsa y colocándolas sobre la mesa: un pan que olía a pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían aquellas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto…
– Vamos, siéntate y hablamos -le ordenó su amiga.
Conde pensó en ir primero a vestirse, aunque se sentía cómodo con la toalla enrollada en la cintura, único parapeto de su desnudez. Pero el hambre pudo más y se acomodó frente a Patricia y empezó a devorar aquellos manjares inesperados que, jubilosamente, recibió su estómago hasta ese instante desolado.
– ¿Qué has averiguado? -preguntó Patricia, y Conde, mientras masticaba y bebía su taza de café con leche, trató de resumirle sus aventuras chinescas de las últimas jornadas, más llenas de tropiezos, dudas, misterios y preguntas que de verdaderas certezas. Como el día anterior, cuando habló con su jefe, omitió en el resumen la idea de que Francisco Chiú, el padrino de Patricia, pudiera haber tenido alguna conexión con el asesinato, aunque añadió la sospecha de que Pedro Cuang había escrito en chino el modo de encontrar el tesoro de Amancio pensando en un destinatario específico, también chino.
– Y lo que más necesitaba hablar contigo… -Conde se acercaba al cierre de su discurso-. Desde el primer día siento que tu padre sabe algo que no me dice. Algo que puede ser importante para resolver esta historia.
– ¿Qué tú piensas que pueda ser? -quiso saber Patricia. Ella, escuchando, apenas había mordisqueado un pastel (¡de coco!) y bebido el café con leche.
– ¿No te vas a comer el pastel? -Conde trató de sonar casual. Ella negó con la cabeza y lo movió hacia el hombre, quien lo atrapó como si pudiera esfumarse-. Pues no tengo ni idea de qué cosa pueda ser… pero creo que Juan conocía a Pedro Cuang más de lo que él admite, y que su amigo Francisco, tu padrino, también lo conocía y mucho.
Patricia suspiró con una profundidad que sorprendió al hombre.
– Mayo, quiero agradecerte lo que estás haciendo… Todo lo que tenga que ver con mi padre es demasiado importante para mí…
El policía la escuchó en silencio y decidió, por esa vez, mantener el mutismo. Era evidente que Patricia quería hablar.
– No puedo decir que haya sido el mejor padre del mundo, pero ha sido el mejor que cualquiera hubiera soñado tener. La familia siempre fue para él lo más importante. Por la familia que tuvo cuando era un niño fue por lo que vino a Cuba a buscarse la vida, y por la familia que hizo aquí trabajó toda su vida como un animal y yo…
Patricia se había lastimado a sí misma una fibra dolorosa, profunda tal vez, sin duda demasiado sensible, porque mientras hablaba la voz le comenzó a fallar y los ojos se le humedecieron hasta formar dos lágrimas que se precipitaron por sus mejillas achocolatadas. El Conde, dueño de tantas debilidades, exhibía entre ellas la incapacidad de ver llorar a una mujer: sencillamente se derrumbaba ante esos espectáculos. Por eso dejó el cigarro y se acercó a Patricia, y le acarició los rizos de tirabuzón, que resultaron ser más sedosos de lo imaginado. Más suaves que los vellos púbicos de su reciente ensoñación.
– No pasa nada -dijo ella, y trató de sonreír mientras tomaba la otra mano del Conde-. Es que son muchas cosas, mi padre…
La mujer dio un leve y amistoso tirón a la mano del Conde y la sacudida provocó que la toalla enrollada en la cintura cayera al suelo, como un telón teatral. A escasos treinta centímetros de su nariz, Patricia vio el pene erecto que le apuntaba como una pistola de agua dispuesta a disparar. Conde fue a moverse, para recuperar su pobre vestimenta, pero la presión de la mano de Patricia sobre la suya lo detuvo. Conde tragó en seco y miró su atributo enhiesto, afortunadamente de treinta y cinco años, quizás hasta rejuvenecido con aquel desayuno inesperado.
– Coño, Mayo… ¿tú querías consolarme o estabas pensando en otra cosa?
– Por mi madre, quería consolarte… pero no podía dejar de pensar en otra cosa -dijo el Conde con toda su sinceridad también al desnudo-. Es que cada vez que te veo no puedo dejar de pensar en esa otra cosa… Nunca. Y tú lo sabes…
Patricia ahora sonrió.
– Ah, yo pensé que toda esa historia de templarte a una china mulata eran juegos tuyos… -La ironía de la mujer se desbordaba hacia la zalamería, mientras la presión en la mano del Conde aumentaba y sus ojos subían hasta los del Conde o bajaban hasta el ya goteante y enrojecido glande.
– Yo no juego con esas cosas, ni desprecio jamás un pastel de coco, ni invoco en vano el nombre del Señor…, me cago en… -empezó a decir el Conde y casi dio un salto, de puro placer, cuando el envés de la mano libre de Patricia le rozó el escroto. Pero cuando las uñas de aquella mano recorrieron el vientre liso del pene, el temblor en las piernas fue una sacudida explosiva que le penetró por el ano, le hizo arder las tetillas, le deshidrató el cerebro y lo dejó totalmente indefenso, apto sólo para disminuir unos centímetros la distancia que separaba su pene en pena de la cara de Patricia.
Se desmayaba, se desmayaba, pensó cuando percibió la calidez de los labios, la lengua y la boca de Patricia envolviendo a su llorosa pero erguida criatura. No, no se desmayaba, se moría… Conde sintió que subía al cielo y hasta escuchó el tintineo de las llaves de san Pedro, ¿o fueron los hierros de Zarabanda congo y Oggún lucumí? Bah, da igual: ¡es el cielo, coño, coño, coño!
Una hora después, luego de haber cumplido de aquella forma rotunda y en un momento tan inesperado uno de los anhelos más persistentes de su vida, Conde volvió a colar café y le sirvió una taza a Patricia, otra vez vestida con su uniforme de oficial de policía: de los que te meten preso y te interrogan. Mario Conde estaba convencido de que aquel evento erótico no tendría consecuencias, sólo debía asumirlo como el resultado mágico de una coyuntura de toallas caídas y debilidades a flor de piel, pero también sabía que nunca más en su vida volvería a ver a la china Patricia con los mismos ojos: ya conocía de primera mano, había visto, probado y hasta penetrado lo que escondían las ropas. Tenía materia visual concreta para adornar sus próximos sueños y masturbaciones.
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