– Marcial…, ¿y el dueño de la nganga debe conocer al muerto que pone en la cazuela?
El anciano chupó dos veces de su tabaco y sonrió.
– Eso casi nunca pasa, porque la gente de hoy usa cualquier muerto… Van al cementerio y abren la tumba que sea más fácil o le compran los huesos directamente a los sepultureros… Pero si uno conoce al difunto es mucho mejor, porque así puede escoger el muerto que mejor le venga. Allá en África, antes, cuando había guerra se llevaban la kiyumba del enemigo más valiente o del más hijo de puta… Mira, si quieres hacer una nganga judía, para hacer mal, debes buscarte un difunto que en vida haya sido bien malo… porque el espíritu sigue siendo tan malo como el vivo que fue en la tierra. Y a veces es peor… Por eso los mejores huesos son los de los locos, y mejor que los de los locos, los de los chinos, que son los tipos más rabiosos y vengativos que hay en el plano de la tierra… La mía yo la heredé de mi padre y tiene la kiyumba de un chino que se suicidó de rabia porque no quería ser esclavo… y tú no te imaginas las cosas que yo he hecho con esa nganga… y que Dios me perdone.
La kiyumba de un chino, pensó la kiyumba del Conde, es algo difícil de conseguir. Pero no tanto el dedo de un chino. La imagen delgadísima y demasiado amarilla de Francisco Chiú mientras movía la caña brava de la fortuna de Cuang Con y su manera de hablar de los chinos que practican brujerías de negros vino a su mente como un flashazo de luz.
– Marcial, ¿y una cazuela de palo monte sirve para devolverle la salud a su dueño?
– Sirve para todo, mijo. Para todo.
Mario Conde siempre recordaría que, en sus años de policía investigador, había logrado aprender varias cosas. Aprendió, por ejemplo, que los casos más difíciles solían tener las soluciones más vulgares y también que la lenta rutina policiaca suele ser más eficaz que las premoniciones o los prejuicios, aunque detestaba todo lo rutinario y científico de su labor y por eso solía guiarse por aquellas iluminaciones salvadoras que se le reflejaban con un dolor en el pecho; aprendió además que ser policía era un trabajo sucio, capaz de dejar secuelas: tratar día a día con asesinos y ladrones, estafadores y violadores terminaba por crear una visión oscura de la vida y llegaba a prender en las manos un olor a mierda, inmune a los mejores detergentes: por eso casi nunca le extrañaba que un policía se corrompiera y aceptara regalías, practicara chantajes o diera protección a delincuentes dispuestos a pagarla a cualquier precio. Y aprendió, a fuerza de practicarlo, que caminar en solitario suele ser el mejor modo de pensar, sobre todo si uno es un policía adicto a las premoniciones y los prejuicios (los del Conde siempre son prejuicios), y no a la rutina.
Arrastrando todavía el sabor amargo de la última duralgina y saboreando el reasentamiento de sus neuronas, creyéndose incluso en condiciones de pensar otra vez, se despidió de Candito en el embarcadero de las lanchas y emprendió el camino que conducía desde la zona del puerto hasta el Barrio Chino y lo penetró por el cuchillo de la calle Zanja. El cielo de mayo se iba cubriendo de nubarrones oscuros y el vapor capaz de poner a transpirar todos los poros del Conde eran señales inequívocas de que un aguacero torrencial bañaría la ciudad. Pero ahora el policía sentía que empezaba a moverse por caminos seguros, con una verdad en la mano, y por eso había llamado a la Central y le había pedido a Manolo que buscara en la computadora la historia del banco de apuntación desmantelado el año anterior, mientras él se había asignado la tarea no menos ardua de caminar, pensar, aprender y, si era posible, hasta conocer.
Desde el instante en que el viejo Marcial Varona le confirmara el origen congo y su transmutación cubana del extraño signo grabado en el pecho de Pedro Cuang y la posibilidad de que el dedo cercenado tuviera como destino una nganga judía (por tratarse del hueso de un chino), el Conde tuvo la premonición de haber estado recorriendo un sendero sin salida y lo atrapó la certeza de que una envoltura tan extraordinaria sólo podía estar destinada a esconder un producto mucho menos sofisticado. No había que tomar tantas previsiones para ejecutar a un delator, en el caso de que Pedro lo fuera; tampoco parecía necesario armar aquel performance macabro si el objetivo era el robo de un dinero del cual todo el barrio hablaba pero nadie había visto; y mucho menos lógica le empezó a resultar toda la escenificación incluso si se trataba de un peculiar rito religioso: huesos de chinos había en el cementerio, y se podían obtener sin necesidad de ahorcar a un viejo infeliz y a un perro sato y crear aquella oscura parafernalia que, al fin y al cabo -preguntando a quien se debía preguntar-, no lo era tanto. Pedro Cuang, entonces, había sido asesinado por algún motivo mucho más terrenal y concreto, y Conde estaba cada vez más convencido de que la historia de Zarabanda y su nganga sólo podía ser una cortina de humo, o un subproducto aprovechable de lo ocurrido. ¿Sería por la droga que andaba perdida en el barrio? ¿O quizás por algún secreto que conocía el viejo, relacionado tal vez con el banquero Amancio, para quien trabajó como colector de apuestas? ¿O sólo por el dinero? Sin embargo, la idea de que el hueso de un hombre conocido fuese a parar al fondo de una nganga montada para cambiar la salud de otro hombre al borde de la muerte lo obsesionaba cada vez con punzante insistencia. Pero ¿tendría Francisco Chiú fuerzas suficientes para realizar todo aquel teatro, incluido el izaje del cadáver? ¿O, en caso de ser parte de aquel crimen, habría podido contar con la ayuda de alguien? ¿Y cómo reaccionaría Juan si él descubría que su compadre estaba detrás de aquella muerte? Mejor ni pensarlo… Pero no, el policía necesitaba pensar, pensar, pensar, ¡carajo!
El Conde encontró que a aquella hora del mediodía las calles del Barrio, azotadas por el calor, se despoblaban. Los viejos chinos aún sobrevivientes huían de la canícula húmeda, y, con su ausencia, los quicios donde solían sentarse en la mañana o al atardecer, no parecían ser los mismos. Otra vez se asombró por todo cuanto no sabía sobre aquellos hombres que habían envejecido entre esos callejones sórdidos y malolientes donde alguna vez había palpitado uno de los barrios de chinos más poblados de todo el Occidente, y sintió lástima del brutal desarraigo al cual se vieron sometidos aquellos infelices. Habían cruzado el mar huyendo del hambre y la miseria, de los poderes absolutos y los enrolamientos militares forzosos y al final habían hallado algo tan temible como lo que les hizo huir: el desprecio, la incomprensión, el abandono, incluso la muerte en modos tan horribles como el que sufrió Sebastián, el primo de Juan, congelado en la bodega de un barco. Pero lo más doloroso era aquel desarraigo invencible, que ni el éxito económico alcanzado por algunos pocos había podido mitigar. La única salvación para aquellos males había sido sostener una cultura de gueto, y contestar al desprecio con silencio, a la burla con sonrisa, al grito con hermetismo, y envolverse en una filosofía de apariencia apacible que, cuando menos, ayudaba a soportar la vida. ¿Y serían tan vengativos y furibundos como afirmaba Marcial Varona? Quizás, se dijo, y recordó en ese instante las preocupaciones de Támara y entendió la necesidad de la mujer de regresar a su redil para hallarse a sí misma…
El Conde se preguntó cuántas veces habría fracasado la policía con aquellos misterios tan misteriosos (y se perdonó la redundancia) que podían provocar los chinos con su hermetismo forjado a golpes. Trataba ahora de justificar su presumible fracaso cuando vio al muchacho dedicado a vender mangos en la esquina de la calle Salud y sintió la necesidad de comerse uno. No hambre ni deseos: pura necesidad. Escogió un mango que lo miraba tentador. Lo frotó para limpiarlo un poco e, inclinándose hacia delante, le hundió el diente y su vida se mezcló con el sabor y la textura de la fruta. Con las manos sucias de jugo y los labios dulces por la pulpa amarilla capaz de revolver todas las nostalgias de su infancia feliz de ladrón de mangos volvió a entrar en la realidad agresiva y visible del solar de Salud y Manrique. Caminó hasta los lavaderos del fondo para enjuagarse las manos y la cara. Regresó por el pasillo y estudió la fachada anodina del cuartucho donde había vivido y muerto Pedro Cuang. Sin duda, Francisco pudo haber llegado hasta allí sin que a nadie le resultase extraño e incluso sin que nadie lo viera. Abrió con la llave que había decidido conservar y, sin encender la luz, se dejó caer en una de las sillas desfondadas, parte de la magra herencia dejada por el hombre asesinado y se sintió agredido por una sensación incisiva y familiar: al fin y al cabo la soledad no era un invento asiático. Muchas noches él mismo se había acostado con la premonición de que no vería otro amanecer, mientras su cuerpo, ingrimo y solo, quedaba por muchas horas sobre aquella cama demasiado amplia para su melancolía. La soledad de Pedro Cuang, muerto junto a su perro, le parecía una rara metáfora de su propio abandono: todo cuanto veía en el cuarto delataba la desidia que engendra la soledad. Triste herencia al final de una mala vida… Y fue entonces cuando la vio: en la mesita del fogón, bien tapada, todavía virgen y brillante, apenas oculta por un paquete de revistas viejas. El presentimiento resultó demasiado fuerte para que el policía estuviera equivocado y se preguntó cómo no la había visto en los días anteriores. Se levantó y haciendo palanca con un cuchillo mellado, logró sacar el corcho y olfateó: claro que sí, era ron. Al fin y al cabo hay cosas con las cuales un hombre con suficiente experiencia jamás se equivoca.
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