– Ahora estás cenizo, cabrón -le advirtió Candito.
– Déjame coger aire, seguro se me pasa -pidió el policía y se recostó en el muro que rodeaba la iglesia. Del bolsillo de la camisa extrajo una duralgina y la masticó, absorbiendo todo el amargor del analgésico. Entonces encendió un cigarro y observó el mar. Sintió cómo los efluvios del mareo se iban asentando y escupió en la tierra-. De pinga, creo que más nunca en mi vida me tomo un trago.
Candito soltó la carcajada y obligó al Conde a reír también.
– No jodas, Mario Conde, eso lo estás diciendo desde que te conozco.
En ese instante pasó frente a ellos el párroco de la iglesia, vestido para el oficio, o quizás regresando de haber otorgado una extremaunción.
– Mira, te lo juro por la madre del cura.
– Zarabanda -afirmó Marcial Varona y devolvió el tabaco a su boca.
Aquel negro podía tener cien, doscientos, cualquier cantidad de años. Su cabeza, cubierta con una lana blanca, contrastaba con la profunda oscuridad de su piel, marcada por todas las arrugas posibles, amontonadas como pliegues rígidos. Pero fueron los ojos del anciano los que atrajeron el interés del Conde: el globo ocular era casi tan negro como la piel y trasmitía una expresión que en tiempos pasados, cuando Marcial fue joven y fuerte, debió de infundir pavor. Según Candito, Marcial era nieto de esclavos africanos y había vivido toda su vida en Regla, donde se inició en los secretos religiosos de la regla de palo y se hizo mayombero. Pero, por si fuera poco, el viejo también fungía como babalao de la Regla de Ocha y muchos lo consideraban el mejor conocedor de las prácticas de la santería yoruba. Pero, si todavía fuese poco, Marcial detentaba la condición de miembro del antiquísimo «juego», abakuá de los Makaró-Efot, una de las más viejas células de aquella sociedad secreta venida del viejo Calabar africano en los barcos negreros, y, por muchos años, había ocupado en Makaró-Efot las más altas dignidades de la cofradía. Pero cuando Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona, supo que se hallaba frente al hombre adecuado: un arca de saberes sin fondo y una muestra viva de qué coño significaba ser cubano. Candito le había advertido que hablar con el anciano era como consultar a un viejo gurú tribal, el hombre capaz de guardar en su mente todas las historias y las tradiciones del clan, y muy pronto el Conde lo corroboraría.
La brisa marina corría debajo de la ceiba que Marcial había plantado setenta años atrás en el patio de su casa y sus efectos fueron recomponiendo el organismo del Conde, quien sintió cómo el inmejorable café servido por una de las tataranietas del viejo iba despertando una a una sus embriagadas neuronas.
– Zarabanda es nganga de brujo congo, pero también es de Oggún lucumí, o de la santería yoruba, como se dice ahora. Oggún es el dueño del monte y de los hierros, y es san Pedro, el que tiene las llaves del cielo, que también son de hierro, ¿no? Por eso Zarabanda no es palo auténtico, sino una mezcla criolla, ¿entiendes?
– No -admitió el Conde con toda su sinceridad, sintiéndose incapaz de asomarse a su ironía, y le pidió a su cerebro macerado un esfuerzo viril para comprender y asimilar aquella información escolástica, totalmente críptica para un hombre que, por voluntad propia, había terminado su relación con las religiones justo el día en que, obligado por su madre, tomó su primera y última comunión.
– A ver, mijo… El palo monte es la religión de los negros congos y la nganga es el asiento del misterio de esa religión. El Arca de los judíos, el cáliz… Nganga quiere decir espíritu de otro mundo. En la nganga, que físicamente se reúne en una cazuela de hierro donde se colocan varios atributos, se atrapa a un difunto para que sea esclavo de un vivo y haga lo que el vivo le ordene. La nganga es poder y casi siempre se usa para hacer el mal, para acabar con los enemigos, porque la nganga concentra las fuerzas sobrenaturales del cementerio, donde están los difuntos, y las potencias del monte, donde están los palos sagrados de los árboles, entre los que viven los espíritus… Por eso la religión se llama palo monte…
– ¿Y qué tiene que ver esto con una nganga? -preguntó, mostrando otra vez el papel dibujado, pues ya no pretendía comprender, sólo mover el diálogo de lo abstracto del mundo intangible a lo concreto grabado en el pecho de un chino muerto.
– Esa es una firma de Zarabanda. La firma es el signo que siempre se escribe en el fondo de la cazuela de hierro que va a recibir la nganga. La firma es el asiento de la firmeza, como se le dice al poder, y es la base de todo lo demás que contiene la cazuela. Fíjate bien en el dibujo: lo redondo es la tierra y las dos flechas en cruz son los vientos. Las otras cruces marcan los puntos del mundo, que siempre son cuatro… No busques más, eso que está ahí quiere decir Zarabanda… Pero lo raro es que esa firma, así como ésta aquí, ya casi no se usa. Ahora los que se creen que saben le ponen más flechas y adornitos, como si eso importara. Esa que está ahí es la firma vieja, de los tiempos de la colonia, como la hacían mis abuelos, que eran congos legítimos venidos de allá…
La mano de Marcial indicó un punto preciso, más allá de las fronteras del pueblito de Regla, por encima del mar. El principio de todo.
– ¿Y es verdad que se ponen huesos de persona en las ngangas?
– Claro, si no, ¿cómo vas a tener al muerto? La nganga lleva mil cosas, sea conga pura o sea una mezcla criolla con la santería yoruba, como Zarabanda. Pero siempre tiene que llevar huesos de hombre, y mejor si es la cabeza, la kiyumba, que es donde están los malos pensamientos, la locura, el odio, la ambición. Luego lleva palos del monte, pero no unos palos cualquiera, sino palos sagrados, con poder; también piedras de centella que ya hayan bebido sangre, huesos de animales, entre más fieros mejor, un poco de tierra de cementerio y azogue para que nunca, nunca esté quieta. Ah, y agua bendita si se quiere para el bien. Si no, no se bautiza, y se deja judía… Pero si la nganga es de Zarabanda, como él es el dueño de los hierros, lleva entonces una cadena alrededor de la cazuela y dentro hay que poner también una llave, una herradura, un imán, un martillo y encima de todo el machete de Oggún… A todos esos atributos se le da a beber sangre de gallo y chivo, y después se adorna con plumas de muchos colores.
El Conde sintió cómo se perdía en un mundo que por algún sendero se remontaba hasta más allá del monte Sinaí y seguía hacia los orígenes de la inteligencia humana. Había sido colocado ante una mezcolanza de culturas -y Marcial Varona era su representante vivo y ejemplar- con la cual había convivido desde siempre, de la cual él mismo formaba parte, pero de cuyos arcanos y prácticas había estado infinitamente alejado. Aquellas religiones, siempre estigmatizadas por esclavistas católicos y cristianos, quienes las consideraban heréticas y bárbaras, luego por burgueses que las estimaban cosas de negros brutos y sucios, y en los últimos tiempos marginadas por materialistas dialécticos capaces de calificarlas con criterios científicos y políticos como rezagos de un pasado que el ateísmo debía superar, sin embargo tenían para Mario Conde el encanto de la resistencia del espíritu humano y su voluntad de quebrar los dictados de la fortuna. Los misterios de aquel universo trasladado desde África por cientos de miles de esclavos se habían arraigado en el país, habían sobrevivido a todos los embates sociales, económicos y políticos y se habían hecho carne de su cultura cotidiana: paleros, santeros, abakuás y babalaos (que además de practicar aquellos ritos eran masones y católicos, todo a la vez) andaban por las mismas calles que él, bajo el mismo sol, bebiendo los mismos rones, pero recubiertos por una fe útil y pragmática que el policía no tenía y cuya esencia se sentía incapaz de comprender en sus más profundos beneficios, secretos y amalgamas. ¿Zarabanda congo es lo mismo que el Oggún yoruba señor del monte y los árboles, y lo mismo que el san Pedro cristiano, apóstol en la tierra, piedra de la Iglesia de Cristo y dueño de las llaves del cielo? ¿Si no tenía agua de una iglesia católica, bendecida por un cura ensotanado, era una nganga judía? La revelación de la existencia de aquella mezcla de religiones coetáneas o antagónicas, los múltiples efectos secundarios de la mala borrachera de la noche anterior y la imagen de un chino ahorcado en un solar de La Habana y marcado en el pecho con una casi olvidada firma de Zarabanda, formaban un fárrago en su cabeza adolorida, de donde salió, como una pequeña serpiente que asoma tímidamente la cabeza (¿o sería la cola?), una idea capaz de hacerlo temblar.
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