Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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42

A la mañana siguiente, la del día de Navidad, la subinspectora, que no había dormido en toda la noche, llamó al juez a su hotel.

– ¿No le habré despertado? -preguntó, cuando le hubieron pasado con él.

– ¿La verdad? Sí -repuso la soñolienta voz de Antonio Cambruno-. ¿Qué hora es? ¡Las nueve y media, Dios mío! He debido dormir como un tronco. Deben ser los efectos de la magnífica cena con que nos obsequió anoche.

– ¿Le parece que pase a buscarle, digamos, en una hora? Podemos ir a comisaría, y desde allí al hospital.

– Está usted en todo -repuso el juez-. La esperaré en el vestíbulo.

A las diez y media en punto, un taxi se detuvo ante la puerta del hotel. La subinspectora hizo una seña al magistrado, que fumaba su pipa y leía el periódico en un sillón del hall. Cambruno se metió en el coche, a su lado.

– Al cementerio -dijo Martina.

– ¿Y eso? -preguntó el juez, extrañado.

– Hoy se cumple el aniversario de la muerte de mi padre. Pensé que no le importaría acompañarme a llevarle unas flores. Sólo será media hora. Después nos pondremos a trabajar.

– Por supuesto -asintió Cambruno-. Lo siento mucho.

Llegaron al camposanto, que quedaba en la parte alta de la ciudad, no muy lejos de la casa de Martina. La subinspectora pagó la carrera y se despidió del taxista.

– ¿No le dice que nos espere, o que regrese a buscarnos? -preguntó Cambruno.

– No nos hará falta -contestó Martina.

La subinspectora se detuvo en un puesto de flores para comprar una docena de crisantemos. Cambruno y ella empezaron a recorrer la avenida principal del cementerio. A esa hora, el recinto estaba prácticamente vacío. Detrás de ellos caminaba con cierta dificultad un hombre que tenía un zapato ortopédico.

Los panteones más antiguos se sucedían a ambos lados de las hileras de cipreses. En medio de una estancada calma, se oía cantar a los pájaros.

– ¿Dónde está enterrado su padre? -preguntó el juez.

– En una de estas criptas. Enseguida lo visitaremos. Antes quiero mostrarle algo.

Martina dobló la avenida y siguió andando hacia los nichos comunes que se adosaban en fúnebres manzanas. El juez, apoyándose en su bastón, la escoltaba en silencio. La subinspectora se detuvo frente a una modesta lápida. Un estropeado bajorrelieve de la Virgen María y el Niño decoraba esa tumba sin flores.

– Aquí yace Jerónimo Dauder, fallecido en 1968 -leyó Martina; y añadió, con lentitud, clavando en Cambruno una mirada tan directa que el juez tuvo que parpadear, para sostenerla-: Como dijo un amigo mío, con su destrozado cráneo reposando para toda la eternidad. Y las manos, juez, también se las aplastaron.

– Pobre hombre -murmuró el magistrado; la contera de su bastón trazaba un despacioso círculo sobre la tierra apelmazada de grava.

Martina separó del ramo uno de los crisantemos y lo depositó al pie del bajorrelieve.

– No dejó familia. En todos estos años, nadie lo habrá visitado. Es posible que nosotros seamos los primeros en hacerlo.

– No hay peor muerte que el olvido -sentenció el juez.

– Tal vez exista una persona que no haya podido olvidarle.

– ¿Algún pariente?

– No. El hombre que lo mató.

Cambruno se santiguó.

– Descanse en paz, en cualquiera de los casos. Se nos hace tarde, Martina. ¿Vamos a honrar a su padre?

Regresaron a la avenida principal. La subinspectora abrió el panteón de los De Santo, dejó la puerta abierta, por la que se coló un rayo de sol, y descendió las escaleras. El suelo de mármol brillaba con una tenue palidez. La temperatura en la cripta era más fría. El juez contempló con respeto las lápidas. Varias eran muy antiguas, del siglo anterior.

– Para usted tiene que resultar muy emotivo venir aquí.

– No lo hago a menudo. Sólo dos veces al año, coincidiendo con los aniversarios de mis padres.

– Estoy seguro de que se sentirían muy orgullosos de usted.

– Nunca se sabe muy bien cuándo un padre lo está de su hijo.

– Puede que lleve razón, pero no debo opinar. No he tenido descendencia, como ya le comenté. Tampoco me arrepiento.

La subinspectora introdujo los crisantemos en un estilizado jarrón de cristal.

– Es la segunda vez que me lo dice, juez. La segunda vez que me miente.

Martina abrió un grifo incrustado sobre una pileta y llenó el recipiente de agua.

– Para ti, papá -murmuró, depositando el jarrón en una cornisa, junto a su lápida. Luego, muy despacio, abrió el bolso, sacó la muñeca de trapo, la dejó junto a las flores y se volvió hacia Antonio Cambruno.

– Mi padre quería que hiciese la carrera diplomática, como él -dijo, observando cómo una progresiva lividez iba mermando el rostro del juez-. Pero no le complací, como en tantas otras cosas, y me hice policía. No para divertirme, ni para experimentar emociones, sino para resolver delitos. En eso consiste mi trabajo, y en nada más.

La voz del magistrado se perdió en un apagado eco.

– Lo ha demostrado con creces, Martina. No necesita de nuevos reconocimientos. Ha resuelto con brillantez los crímenes de Portocristo.

– Todavía me falta un detalle para cerrar el caso.

– ¿Cuál?

– Resolver quién tatuó en los cadáveres de Dimas Golbardo y Santos Hernández la marca de Heliodoro Zuazo, y de qué forma lo hizo.

– ¿Y ya lo ha averiguado?

– Fue un zurdo. Ayer, en mi casa, le observé durante la cena, juez. Empezó usted a manejar el cuchillo con la mano izquierda, pero después se corrigió, esforzándose por aparentar ser diestro.

– Utilizo ambas manos, indistintamente.

– No debería seguir mintiendo. Sabía que Heliodoro era zurdo porque fue usted quien le compró una de sus esculturas. Aquel dinero que el pobre desgraciado me mostró había salido de su bolsillo. Usted visitó su taller, vio su firma en las piedras talladas, y cuando tuvo la oportunidad utilizó ese signo para incriminarle, grabándolo con un bisturí en la piel de las víctimas. Primero, en el pecho de Dimas, a su derecha; luego, en el pie de Santos, en el izquierdo. Dos fugaces movimientos mientras los familiares y testigos entraban o salían de La Buena Estrella.

– Muy ingenioso, subinspectora. Pero, ¿por qué iba a hacerlo?

– Es posible que lo hiciera por amor, para proteger a uno de sus hijos, a un muchacho sin suerte en la vida. A Cayo. Su primogénito, juez. Usted sabía lo que estaba sucediendo en el club. Que Rita vendía a la niña, y que algunos de sus mejores amigos saciaban con ella sus peores instintos. Sabía también que, antes o después, Cayo se derrumbaría frente a esa situación. Por eso intentó cerrar El Oasis. ¿No va a preguntarme por la muñeca de su hija?

El juez sonrió, pero su sonrisa cortaba el aire.

– ¿Para qué? Usted parece conocer todas las respuestas.

– Celeste dormía abrazada a ella en la cama del hospital, como debió hacerlo cuando era una niñita. Usted pensó que el caso estaba cerrado y cedió a una debilidad. No quiso despedir la Nochebuena sin abrazar a su hija. Nunca sabremos si Celeste se dio cuenta de que su padre la arropaba, la besaba. Si ese gesto le devolvía algún recuerdo. Como tampoco sabremos si algún día Cayo le agradecerá lo que intentó hacer por él.

Martina hizo una pausa. El labio inferior de Cambruno se había aflojado.

– Debió ser muy duro para usted.

– ¿A qué se refiere?

– Al hecho de ser padre, pero no poder disfrutar de ello. Supongo que cuando Rita se casó con ese carpintero, el futuro se complicó aún más.

– Yo no…

– No, juez. No vuelva a decirme que no la conocía. No siga mintiendo, se lo ruego. El capitán Sumí me habló de la pandilla que solía divertirse por los cabarets del puerto de Bolscan. Usted era uno de esos jóvenes. Y, como le sucedió al capitán, perdió la cabeza por esa mujer. Se convirtió en su amante, en su protector, o en uno de ellos. Hasta que Jerónimo Dauder salió de la cárcel y cometió el error de casarse con ella. Entonces, todo se precipitó. Por un lado estaba Cayo. Por otro, Dauder. Y finalmente usted, en tierra de nadie, con otra hija recién nacida de una relación absurda. Nunca entenderé qué vieron en esa mujer…

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