Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– Vamos adentro.

Entraron al club. Media docena de chicas alternaban en la barra con clientes maduros, hombres del pueblo, o de la comarca; otras bailaban con languidez en la pista.

Cayo la condujo hacia una puerta situada al fondo de los reservados. Subieron una escalera mal iluminada. Contra las ventanas del pasillo golpeaba el viento.

El hijo de Rita Jaguar abrió la puerta de una habitación pintada en rojo burdeos. La cama no era ancha, y estaba cubierta por una colcha de color negro. Había una sola lámpara rosada, un lavabo y un bidé, y, en la pared, una estantería metálica con cajas de preservativos y un bodegón de flores.

– Es… acogedora -opinó Martina.

– Las sábanas se lavan por la mañana -dijo Cayo-. Fijo que estarán usadas. Acércate, no te cortes.

– ¿Qué te gusta que te hagan las otras?

Cayo vaciló.

– Que me la chupen.

– ¿Nada más?

– Con eso tengo bastante.

– A mí me pedirás más.

El hombre se subió la camiseta y empezó a quitarse el cinturón. Martina se echó la melena hacia atrás.

– Voy a hacerte un trabajito que no olvidarás. Relájate. Ya no hará falta que bajes las manos.

Pasmadamente, Cayo volvió a abrocharse el cinturón. La subinspectora sostenía su pistola a un metro de él. Su rostro reflejaba una voluntad implacable.

– La última vez que tuve que usarla me encontraba en un lugar llamado la Piedra de la Ballena. Un paraje muy recomendable para ir a pescar, aunque no siempre resulte fácil regresar con vida.

Los ojos de Cayo se encogieron en la penumbra.

– ¿Quién coño eres?

– Alguien que se interesa por vosotros -replicó la subinspectora-. Por tu madre y por ti. Y por un modesto carpintero, a quien asesinaron hace más de quince años. Se llamaba Jerónimo Dauder. Quizá lo recuerdes. Construía y reparaba lanchones en su taller del puerto de Bolscan. En sus ratos libres tallaba barquitos y títeres de madera, y durante algún tiempo fue tu padrastro.

Cayo esbozó una mueca de incredulidad. De pronto, se inclinó hacia la cama, cogió la almohada y se abalanzó contra ella. La subinspectora se hizo a un lado. Cayo se encontró con el cañón del revólver apoyado en su sien.

– Sobre el colchón -ordenó Martina; él se dejó caer, rígido como una tabla-. Boca abajo. Así, muy bien. Imagina que estás con una de esas pobres chicas a las que sometes a derecho de pernada.

Sin dejar de apuntarle, la subinspectora abrió los postigos y apagó la lámpara.

– ¿Qué está haciendo?

– Hablaremos a oscuras, en voz baja. Te sentirás más cómodo, y nadie nos oirá.

– ¿Quién es usted?

– Policía. Investigo los crímenes. ¿Dónde estabas el pasado domingo?

– Aquí.

– ¿Tienes testigos?

– Sí.

– ¿Quiénes?

– Rita y Celeste.

– Será mejor que hables con propiedad, Cayo. ¿Tu hermana y tu madre, has querido decir?

El hijo de Rita asintió.

– ¿Quién fue tu padre, Cayo?

– No lo sé.

– ¿Tu madre nunca te lo dijo?

– No.

El tono de Martina se aguzó hasta resultar hiriente.

– Debiste tener una infancia difícil, Cayo. Sin padre, con una madre que trabajaba en un cabaret. Una prostituta. Supongo que llegarías a tratar a alguno de sus clientes. Y que te preguntarías si éste o aquél podrían haberte engendrado. A lo mejor tenías tus preferencias. Puede que el capitán Sumí te resultara más simpático que otros.

– ¡Ese hombre no es mi padre!

Martina encendió un cigarrillo. La llama del encendedor iluminó la mitad de su cara.

– José Sumí era un buen amigo de tu padrastro, el carpintero. Primero los unió una embarcación, La Sirena del Delta, que periódicamente había que reparar y calafatear en el astillero de Bolscan, en el taller de Dauder. Después, las alegres noches de farra por los garitos del puerto. Ambos conocieron a la que sería tu madre, a Rita, cuando ella bailaba en un club llamado El Deportivo. Ambos se encapricharon con ella. Rita debía ser un volcán. Pero Jerónimo Dauder tuvo que dejar de verla para pasar una larga temporada a la sombra. Un mal día, después de una discusión doméstica, se dejó llevar por un arrebato y mató a su esposa. Corría el año 1950. Tú no habías nacido aún.

– No sé de qué está hablando -masculló Cayo.

– No fue un crimen pasional, propiamente -continuó Martina, como si no le hubiera oído-, aunque la policía así lo creyó. Dauder había enloquecido por Rita, a tal punto que iba a ser capaz de apartar cualquier obstáculo que la separase de ella. Pero cuando se libró de su mujer y se dio cuenta de lo que había hecho, su pequeño mundo se derrumbó, y se entregó a la justicia. Más tarde, sin embargo, se le concedería una segunda oportunidad. Dauder salió de la cárcel en 1965, y poco después se casó con Rita. Para entonces tú ya debías ser un espigado muchacho de unos catorce años. Haz memoria, Cayo. Recuerda a aquel bien plantado José Sumí que convidaba a tu padrastro a vinos y a putas. Alguien que no siempre fue un ciudadano ejemplar. Alguien que, antes de presidir el municipio y las asociaciones católicas debió ser un tipo atractivo y turbulento a la vez. ¿José Sumí es tu padre, Cayo, y el padre de Celeste? ¿Fue él quien mató a Dauder, quien le hizo trizas el cráneo y machacó sus manos con un martillo? ¡Habla!

La garganta de Cayo emitió un sonido áspero, pero no respondió. La subinspectora le clavó la pistola en los riñones y le conminó a que abriera la puerta.

40

Salieron al pasillo, Cayo delante. A lo largo del corredor se disponían seis habitaciones más, tres a cada lado. Todas estaban cerradas. De un par de esas alcobas brotaban jadeos, el lenguaje animal del amor. La subinspectora clavó con más fuerza el cañón en los riñones de Cayo.

– ¿Cuál es la alcoba de Rita?

– La del fondo.

– Llama como acostumbres a hacerlo.

– No abrirá.

– Dile que han matado a otro cliente. A Mesías de Born. Y que la policía ronda.

Cayo tocó con dos suaves golpes de nudillos.

– ¿Madre?

Al otro lado de la puerta se oyó un susurro, como de ropajes arrastrándose por el piso.

– ¿Sí, hijo?

– Abre.

– Ahora no. Estoy ocupada.

– Se han cargado a otro. La policía sospecha.

La hoja se abrió apenas un resquicio, aunque fue lo suficiente como para que Martina pudiese entrar, empujando a Cayo y obligando a hacerse a un lado a la madam.

Decenas de velas multiplicaban las sombras de las vírgenes de escayola. Cera caliente resbalaba por los candelabros, hasta caer al suelo en dorados goterones. Olía a pachulí y a una acre pestilencia, como de jaula sucia. Martina avanzó en silencio por el santuario de Rita Jaguar. Los afiches de la cabaretera la contemplaban desde las paredes, en tórridas imágenes de un pasado ya lejano.

Sobre la cama, de espaldas, desnudo, un hombre montaba a una mujer. Sus blancuzcos glúteos empujaban con furia. Al oír un crujido detrás de él, irguió del lecho el cuerpo flaco, brillante de aceite. Estaba despeinado, y una lujuriosa expresión crispaba su macilenta cara, pero Martina lo reconoció al instante: era Luis Gámez, el secretario del Juzgado.

– Vístase -ordenó la subinspectora, después de una pausa cargada de electricidad.

Sobre los muslos de la mujer, Gámez parecía haberse paralizado en un grotesco escorzo. La subinspectora pensó en un fauno apurando los últimos sorbos de la vida.

– ¡Usted! -Exclamó la madam, como si acabaran de violar su intimidad-. ¿Por qué lleva un arma?

– Es policía -repuso el secretario, trémulo.

Sin dejar de mirar con ferocidad a Martina de Santo, Rita Jaguar entregó al secretario su batín, un corto quimono recamado con pavos reales y montañas nevadas que erguían sus picos sobre sicomoros y campos de té. Gámez gateó sobre el cobertor para cubrirse con aquella absurda prenda. Atada al cabecero de la cama, Celeste tenía los ojos abiertos, pero no parecía captar lo que sucedía en la alcoba. Una bandeja con jeringuillas descansaba en el suelo, cerca del terrario. La subinspectora vio en el cristal el reflejo de un reptil.

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