Cambruno apuró su copa de champán, como ahogando de paso su frustración.
– Quisiera pedirle disculpas, Martina. Aprovecho para hacerlo delante de su superior. Nunca debí recusarla ni hablarle como lo hice. Ha demostrado usted una tenacidad y una intuición al margen de cualquier duda.
La subinspectora aceptó impasible sus disculpas.
– No me lo agradezca. Fue un veterano policía, Horacio Muñoz, quien nos puso sobre la pista. Sin la vinculación al caso de aquella trágica historia del carpintero Dauder, que él me sirvió en bandeja, seguiríamos a oscuras.
– No sea modesta. Fue usted quien hilvanó los hilos.
– A partir de La Sirena del Delta -recordó Martina-. Aquella embarcación…Tal vez no me crean, pero cuando la vi por primera vez, el pasado lunes, al amanecer, atracando en el puerto de Bolscan, tuve una impresión premonitoria. Como si algo estuviera fuera de lugar, o no se encontrase en su sitio. «Y si una nota falsa el tímpano golpea, al instante este paraíso se precipita hacia la nada…» La cita de Ezra Pound en el libro de poemas de Elifaz Sumí me hizo experimentar el mismo vértigo. Y si una nota falsa… En el ferry, antes incluso de arribar al delta, ya disponía de varias notas, o piezas, que no encajaban. Por otra parte, Horacio Muñoz me había dado un buen consejo: la araña del mal estaría contenida en el tiempo como en el interior de un frasco de cristal; para abrir ese frasco, debería girar la tapa en sentido contrario al de las manecillas del reloj. En otras palabras: el origen y la solución de los crímenes latía en el pasado. En la sensibilidad enfermiza de un poeta y en esa vieja carpintería donde un artesano reparaba los lanchones del estuario…
– Y donde vivía Rita Jaguar -observó el comisario.
Satrústegui iba a añadir algo, pero el juez, airado, le interrumpió:
– Hicieron bien en dejar que me ocupara de esa mala pécora. Llevaba demasiados años burlando a la justicia. Tenía una cuenta pendiente. Ahora la saldará.
A iniciativa propia, y después de asistir a la bochornosa confesión de su secretario, que admitió haber delinquido con una menor, Cambruno había interrogado a la dueña del Oasis. La hizo trasladar desde el lupanar, esposada, y se encerró con ella en su despacho del Juzgado, a solas, sin testigos, dispuesto a darle una lección. No abrió la puerta hasta haberle arrancado una confesión firmada, y cuando le permitió salir fue para enviarla al calabozo. Rita Jaguar había reconocido que prostituía a su hija Celeste, cuya paternidad, sin embargo, se negó obstinadamente a desvelar. Desde que Celeste cumplió los catorce años, su propia madre le suministraba sustancias tóxicas. El farmacéutico, Gabriel Fosco, le había proporcionado estupefacientes a trueque de gozar de los favores de la niña.
– Cómo intuir que ese pederasta sería el primero en ultrajar a la pequeña -estalló el juez; había cogido la taza de café y sepultaba la mirada en los cremosos círculos que su alterado pulso hacía temblar-. Derribada esa tenue barrera, la tentación se expandió, y fueron otros los que probaron la fruta prohibida. A cambio de dar rienda suelta a sus más bestiales instintos, pagaron un buen dinero. Cuando pienso que cualquiera de esos hipócritas, y que Dios me perdone, pero de su gloria les prive, pudo haberse revolcado en semejante iniquidad antes de tomar asiento a mi lado para jugar al dominó en nuestra partida de la Casa del Mar, se me revuelve el estómago. ¡Pobre niña! ¡Inocente criatura! Quién sabe si algún día se recuperará de los malos tratos, de la barbarie y crueldad de que ha sido víctima, o si quedará marcada para siempre, como le sucedió a su hermano…
La declaración de Cayo, que duró más de tres horas, había incluido un prólogo esclarecedor. En 1968, el hijo de Rita Jaguar tenía catorce años cuando encontró a su padrastro, Jerónimo Dauder, muerto en su carpintería del astillero de Bolscan. Alguien había penetrado silenciosamente en el taller y se había encargado de despachar al artesano. Le destrozaron el cráneo, y aplastaron sus manos con vesánica furia. Cayo estuvo a punto de desmayarse. Alelado, permaneció junto al cuerpo inerte hasta que su madre regresó de visitar a una quiromántica que le desvelaba el capricho de los astros. Rita se encargó de limpiar la sangre y avisar a la policía.
En ese punto de su declaración, Martina de Santo había preguntado a Cayo por la reacción de su madre frente al cadáver de Dauder. Rita no había dado la menor muestra de nerviosismo o compasión. Apenas, mientras aguardaban la llegada de los agentes, habló con el chico, y sólo lo hizo después, con la policía, para insistir en que ni ella ni su hijo habían visto nada. Nada sabían, de nadie sospechaban. En adelante, nunca más Rita volvería a referirse a ello, como si se tratara de un capítulo de su existencia que jamás hubiera acaecido.
Pero Cayo no había olvidado que una semana antes del asesinato de su padrastro, José Sumí estuvo en la carpintería. El capitán había bebido. Dauder y él discutieron en el taller con tal violencia que a punto estuvieron de llegar a las manos. Rita tuvo que poner paz entre ambos. Fue ella la que finalmente empujó al capitán hasta su embarcación, invitándole a poner rumbo a Portocristo.
Un destino que ellos, pocas semanas después de enterrar a Dauder, compartirían en el futuro. Por eso, aunque su madre nunca accedió a revelárselo, y también por el tímido afecto que José Sumí se esforzaba en demostrarle, Cayo siempre había pensado que el capitán era su padre, y el padre de su hermana Celeste. «Tenía que vivir con eso, e impedir que mi hermana sufriera lo que yo había sufrido», había afirmado Cayo durante su interrogatorio, con una voz resignada.
Ya en el tiempo presente, y a preguntas de la subinspectora, Cayo había recordado con precisión el día en que Rita subastó a la niña. Ocurrió en el solsticio de verano de 1982, tres días antes de las hogueras de San Juan. Para esa fecha, como cada año, la Casa del Mar y la asociación católica organizaban un rancho en la playa del Puntal. Cayo solía asistir, para invariablemente experimentar el silencioso rechazo de las honradas gentes de Portocristo. Las mismas que señalaban a Rita Jaguar en la plaza del Mercado y en voz baja la llamaban ramera. Un desprecio que Cayo, en su debilidad, se resistía a aceptar como inherente a su estigma.
El primer hombre que mancilló a su hermana fue Gabriel Fosco. El farmacéutico pujó muy cara su virginidad. Cayo no sabía con exactitud la cifra, pero vio a Fosco abrir su cartera y entregar un fajo de billetes a Rita Jaguar. Desde su habitación, pudo oír los gritos de Celeste, cómo su madre la golpeaba, la ataba como a un animal y la obligaba a dejarse atropellar por aquel viejo. A partir de ese momento, Rita empezó a sedar a la niña. Gabriel Fosco le enseñó a mezclar y preparar las dosis. El farmacéutico debió irse de la lengua porque, poco después, Rita entregaría la niña a Pedro Zuazo, el misántropo farero de Isla del Ángel. Dimas Golbardo y Mesías de Born serían los siguientes en frecuentar la alcoba donde Celeste, vestida de blanco, con una corona de flores prendida del pelo, bailaba para ellos antes de dejar resbalar el camisón y tenderse sobre el lecho con una sonrisa alucinada, la misma con la que respondía a Cayo cuando su hermano le preguntaba qué hacía en la alcoba de su madre, por qué tenía marcas en el cuello, en las muñecas, por qué razón apenas le hablaba pero todos los días nadaba en el mar hasta más allá de las corrientes, como si quisiera que una fuerza superior la arrastrase lejos de aquella vida miserable…
En el punto álgido de su interrogatorio, cuando la subinspectora hubo puesto todas las cartas sobre la mesa, y reiterado su ofrecimiento de considerar su confesión como un atenuante, Cayo había incriminado a Elifaz en los asesinatos del delta.
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