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Juan Bolea: Los hermanos de la costa

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Juan Bolea Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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A veces, para rematar sus borracheras, la pandilla de Elifaz, Daniel Fosco, Gastón de Born, Teo Golbardo, incluso aquel primitivo Heliodoro Zuazo que les aguantaba las bromas más pesadas, hasta dejarse exhibir ante las chicas como un fenómeno de circo, recalaban en El Oasis. Solían ir muy pasados, tanto que rara vez se animaban a encerrarse en las habitaciones con cualquiera de las mujeres, limitándose a alborotar y a beber como esponjas.

Una de aquellas noches, Elifaz se había fijado en Celeste. La pequeña no acostumbraba a alternar, por orden de su madre, pero una de las camareras estaba enferma, y Celeste la sustituyó en la barra. Elifaz no se separó de ella. Cuando sus amigos decidieron dar por terminada la juerga, él siguió acodado a la barra, con el pelo revuelto, bebiendo una copa tras otra y prometiendo a la niña que le dedicaría un poema.

– Y lo hizo -dijo la subinspectora-. Escribió La herida celeste y le ordenó imprimir unos cuantos ejemplares a Gastón de Born. El título debería haberme abierto los ojos. No sólo contiene la tragedia de la niña, sino también la justificación moral, y estética, de los crímenes que su autor pensaba cometer. La mano que iba a abatir a los violadores no sólo obedecía a una pulsión sentimental, sino a la cólera celestial del poeta.

Después, muy borracho, Elifaz quiso acostarse con ella. Celeste le contestó que hablara con la madam. El poeta buscó a Rita por las habitaciones, hasta despertarla. Cayo se vio obligado a intervenir. Sacó a Elifaz a empujones, hasta la playa. Unas horas más tarde, al abrir el club, a mediodía, volvió a encontrarlo tumbado en las dunas, con los ojos deslumbrados por el sol y la ebria ensoñación de un repentino tormento de amor. «Tengo que verla», suplicó. Dispuesto a evitar una nueva trampa del destino, Cayo entró al bar, cogió una botella de ron y se llevó a Elifaz playa abajo. Cuando terminaron la botella, Cayo le había contado una historia que cambiaría su vida.

– El nada edificante relato del capitán Sumí, su doble vida, sus dos familias -evocó la subinspectora, removiendo con cuidado su taza de café porque Pesca acababa de acomodarse en su regazo, y con sus afiladas uñas amenazaba con tirar del mantel.

– ¿Por qué lo hizo Cayo? -Preguntó el juez-. ¿Por qué le desveló que eran hermanastros? ¿Sólo para impedir que Elifaz se acostase con su hermana Celeste?

– Quizá porque ese tipo de secretos no puede ocultarse eternamente, o tal vez porque necesitaba ayuda y no sabía a quién acudir -reflexionó Martina-. Cayo nunca habría osado enfrentarse abiertamente con su madre, de la que dependía en todo, y cuya autoridad ejercía sobre él un dominio casi absoluto.

– Elifaz decidió convertirse en un héroe a los ojos de su hermana -apostilló el comisario-. Enamorarla, pero de otra manera. Idealmente.

– Una especie de amor redentor -asintió Martina-, que encajaba en su temperamento romántico. Los Hermanos de la Costa nunca serían, en puridad, sino tres hermanos, o hermanastros, unidos por una misma sangre: Cayo, Elifaz y la pequeña Celeste. Cayo se fue erigiendo en confidente de Elifaz, en su eficaz escudero. Fue él quien le desveló la identidad de los hombres que sojuzgaban a Celeste. De ahí a convertirse en su cómplice sólo quedaba un paso. El que Elifaz se resolvería a dar en cuanto lo tuvo todo dispuesto: el orden de las ejecuciones (pues realmente lo fueron) y las coartadas a cargo de la secta que él mismo había fundado en unión de Daniel Fosco.

– ¿Qué me dicen de las patrañas del capitán? -Preguntó el juez-. ¿Les dieron crédito?

José Sumí fue llamado al cuartelillo inmediatamente después de que Cayo confesara. Una y otra vez insistió en no saber nada. No había tenido hijos con Rita Jaguar, ni cometió en el pasado homicidio alguno. Había tratado a Jerónimo Dauder, el carpintero de Bolscan, pero su relación se limitaba a confiarle su barcaza para tareas de calafateo. Todo lo más, según creía recordar, habrían tomado algún chato de vino por el arrabal portuario. Conocía a la mujer de Dauder, Rita, pero de simple vista.

– Mentía -aseveró el juez-. La madam contradijo su versión. Cayo es hijo del capitán. Mucho más tarde, cuando esa ramera se ocultó entre nosotros y abrió su babilónico establecimiento, siguieron entendiéndose, ayuntándose, hasta la fecha de hoy. Y algo más voy a decirle, comisario: yo no descartaría que José Sumí haya sido cómplice de los asesinatos. No olvidemos que fue el capitán quien encontró los cuerpos de Pedro Zuazo y Dimas Golbardo, y quien habría encontrado el cadáver de Santos Hernández si en lugar de haber caído en la playa del balneario lo hubiesen arponeado junto a la Piedra de la Ballena.

– En realidad, lo mataron allí -dijo la subinspectora-. Vi junto al camino las huellas de su carro, a no más de cincuenta pasos de la Piedra. Las llantas claveteadas de la galera de Santos se habían hundido en la arena debido al peso del bloque que transportaba para Heliodoro Zuazo. Santos alcanzó a ver el cuerpo de Dimas Golbardo, abierto en canal sobre la Piedra, en medio de un charco de sangre, y fue a prestarle auxilio. Pero Cayo y Elifaz se le echaron encima. Cayo lo apresó, como una hora antes había sujetado a Dimas, y Elifaz ensartó al chamarilero con uno de los arpones que el viejo pescador de ballenas guardaba en su cobertizo. Subieron a Santos al carro, y lo dejaron allí, malherido. Pero el caballejo proseguiría rutinariamente su camino, por la misma senda que estaba acostumbrado a recorrer, hasta su punto de destino, tres kilómetros más allá de la ría. El carro se detuvo frente al parque de esculturas de piedra y Santos cayó a la arena, donde los hombres de Romero lo encontrarían al día siguiente, ya sin vida. Elifaz y Cayo ocultaron en la casa de Heliodoro el collar de Santos Hernández y una bolsa de coca. Cogieron unas botas de agua del raquero y las imprimieron en el polvo de la cabaña. Después remolcaron la canoa de Dimas hasta Isla del Ángel, cuya corriente se encargaría de destrozarla contra las rocas, atracaron y se dirigieron al cementerio para preparar el cadalso de Mesías de Born.

El juez se frotó los ojos, como si esa imagen le resultara insoportable. La subinspectora continuó:

– Elifaz sabía, por Gastón de Born, que Mesías pensaba ir al cementerio de la isla al día siguiente, y se ofreció a llevarle en su bote. De manera que fue su Caronte. Cuando llegaron a la isla, Elifaz permitió que Mesías orase ante la tumba de su mujer, antes de golpearle el cráneo con una pala. Pero todavía faltaba lo peor. El dolor de los clavos al desgarrar su carne debió despertarle en el infierno. Elifaz terminó de clavar al madero sus manos y sus pies. Con la crucecita que llevaba colgada al cuello le reventó los ojos que habían gozado con el sufrimiento y la humillación de su hermana, y abandonó a Mesías desangrándose lentamente, a la espera de que los pájaros acudiesen a picotear sus heridas. Cogió el esquife y atravesó el brazo de mar en busca de Cayo. Juntos regresaron a la isla. Juntos cavaron el hoyo, alzaron el madero y lo sujetaron con piedras. Yo pude divisar la cruz desde la cubierta de La Sirena, cuando me dirigía a la ría del Muguín. La Sirena, una vez más…

El juez carraspeó.

– Hay detalles que no me han quedado claros. Usted afirma haber visto esa embarcación el lunes, al amanecer, en el puerto de Bolscan, ¿no es así, Martina? Y volvió a verla en Portocristo, en la mañana del martes. ¿Por qué motivo haría el capitán Sumí la travesía de la costa?

– La explicación a este enigma es muy sencilla, juez. El piloto no era él, sino su hijo Elifaz. La noche del domingo, después de depositar los restos de Dimas Golbardo en el muelle de Portocristo, el capitán había atracado en su embarcadero y regresado al pueblo para declarar ante el juez. Mientras su padre estaba ocupado en esas diligencias, Elifaz levó el ancla de La Sirena. Las carreteras, como el ferrocarril, estaban cortadas por las inundaciones, por lo que no tenía otro modo de desplazarse a la ciudad. En su rápido viaje de ida y vuelta agotaría el combustible; por eso, cuando yo alquilé La Sirena, el depósito se hallaba vacío, lo que sorprendió a José Sumí, que estaba seguro de haberlo dejado a media capacidad. Elifaz arribó al puerto de Bolscan a las siete de la mañana del lunes, después de navegar durante buena parte de la noche. Pude ver su sombra en la cabina del puente, la cabeza tocada con una gorra, el imberbe perfil en el que no abundaban precisamente las características barbas blancas de su padre. Elifaz se movió aprisa. Contactó con Daniel Fosco, con quien compartía un apartamento de estudiantes, y con su… chica, Berta.

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