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Juan Bolea: Los hermanos de la costa

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Juan Bolea Los hermanos de la costa

Los hermanos de la costa: краткое содержание, описание и аннотация

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– ¿Quién lo hizo, entonces?

– Subinspectora… -empezó a decir el secretario-. No creo que sus radicales métodos…

– ¿Me va a dar lecciones de ética?

Gámez hizo un gesto, como desentendiéndose.

– ¿Quién lo hizo, Cayo? -Volvió a preguntar Martina-. ¿Quién ahogó en las marismas a Gabriel Fosco? ¿Quién descuartizó en la Piedra de la Ballena a Dimas Golbardo? ¡Todos eran clientes vuestros! ¿Quién lo hizo? ¡Contesta!

Cayo no reaccionó. Estaba lívido. La subinspectora le golpeó con la culata.

– ¿Quién los torturó? ¿Fue tu madre la que te ordenó acabar con ellos?

Cayo permaneció en silencio. Martina volvió a golpearle. Un hilo de sangre empezó a resbalarle por la comisura de los labios.

– ¡Responde!

– ¡Subinspectora! -exclamó el secretario.

Cayo se había cubierto la cara. Martina le apartó las manos.

– ¡Habla!

Cayo empezó a llorar mansamente.

– Esto tenía que llegar antes o después, mamá.

Rita miraba a Martina con un odio que hubiera podido palparse. La subinspectora retrocedió un paso y amartilló el gatillo. Su gesto reflejaba la determinación de abrir fuego. El secretario se apoyó contra la pared, asustado.

– Te lo preguntaré por última vez, Cayo. Procura contestar, porque no tendrás otra oportunidad. ¿Quién mató a esos hombres? ¡Respóndeme, o te reunirás con ellos!

– Elifaz -dijo Celeste, detrás de ella; se había incorporado en la cama y contemplaba la escena con aire alucinado-. Mi hermano Eli los mató. Lo hizo por mí, porque no podía soportar el olor de esos viejos en mi piel. Él los castigó a morir.

41

«Debería haber comprado un árbol de Navidad», pensó Martina de Santo, sintiéndose un tanto rígida en su papel de anfitriona. «Uno de esos abetos enanos con sus bolas de colores y un Papá Noel como el que mi padre ponía en el pasillo cuando era una niña.» Pero no se había hablado de la Navidad en toda la velada, y la subinspectora se resistió a dejarse arrastrar por el impulso sentimental de las fechas. Todavía no quería recordar al embajador, cuyo retrato aparentaba observarles desde una de las paredes, sobre la mesita de cristal donde descansaban el teléfono, una fotografía de sus padres y el revólver de Conrado Satrústegui. Al día siguiente iba a cumplirse un nuevo aniversario de la muerte de Máximo de Santo. Entonces pensaría en él.

– ¿Tomará café, juez?

Antonio Cambruno se atusó la pajarita con la punta de los dedos y asintió. La subinspectora le había invitado a presidir la mesa que ella misma, con una funcionalidad de la que íntimamente se había admirado, fue improvisando en el salón de su casa, mientras sus invitados saboreaban una copa de jerez y fumaban en el porche.

No había flores en el jardín, pero en cuanto llegaron, a bordo del coche del comisario, la subinspectora se había apresurado a cortar un ramo de hortensias, cuyo tibio aroma se expandía ahora por el cuarto de estar. Pesca iba y venía de la cocina a la sala, excitada por las voces y el olor de los extraños. La viuda Margarel la había cuidado como a una reina, pero la gatita echaba en falta las caricias de su dueña. Su única dueña, a partir de ahora. Porque Berta…

El juez no parecía incómodo compartiendo esa cena de Nochebuena lejos de su casa y de su delicada madre, y en compañía de dos policías de Bolscan a quienes una semana atrás no conocía. A pesar de que la subinspectora, desde que retiró su primer plato prácticamente sin tocar, le había insistido, comió frugalmente. Sin embargo, Cambruno hizo aprecio al vino, tanto que, según se desprendía del achispado brillo de sus ojos, había bebido demasiado. El comisario, en cambio, se limitó a consumir medio vaso de Ribera de Duero, pero en compensación dio buena cuenta de todos los platos precocinados. Que no valían gran cosa, realmente. No en vano se trataba de un pedido de urgencia que la subinspectora se las había arreglado para encargar por teléfono, mientras esperaban en una salita del Hospital Clínico el diagnóstico del toxicólogo que atendía a Celeste.

La idea de celebrar juntos la Nochebuena había surgido de manera espontánea. Si la consulta se hubiera formulado a cada uno en un plano familiar, los tres se habrían visto obligados a admitir que se encontraban solos. En consecuencia, propuso Martina, ¿por qué no cenar juntos? Sería una atípica reunión de trabajo, en cualquier caso, y una buena oportunidad para intercambiar opiniones sobre la resolución del caso. Ni el comisario ni el juez tuvieron nada que objetar. A Satrústegui le esperaba una amarga madrugada en su apartamento de separado. Cambruno, por su parte, había tomado habitación en un hotel. Permanecería en la ciudad uno o dos días, hasta que Celeste estuviera en condiciones de declarar. El juez había decidido en el último instante partir hacia Bolscan en el helicóptero que trasladaba a los agentes, y a la propia Celeste, por lo que apenas tuvo tiempo de meter en el equipaje una muda y la navaja de afeitar. Ni siquiera había llevado consigo alguna de sus novelas policíacas. La perspectiva de pasar la Nochebuena solo debía agobiarle. Al igual que Satrústegui, aceptó de buen grado la invitación de Martina.

El día anterior, tal como se había comprometido con la subinspectora, el comisario, acompañado por el inspector Buj, se había desplazado, vía aérea, a la localidad azotada por los crímenes.

Buj y él se presentaron en el puesto de la Guardia Civil de Portocristo hacia las diez de la mañana del viernes 23 de diciembre. Satrústegui mantuvo sendas conversaciones con el sargento y con el juez. Quiso luego examinar el cadáver de Mesías de Born, que reposaba en la funeraria, desgarrado por los clavos que lo habían sostenido en la cruz. Acto seguido, el comisario se incorporó a los interrogatorios. Los careos y declaraciones se prolongaron durante la noche del viernes y la mañana del sábado.

Mientras los policías permanecían en el cuartelillo, verificando, junto al sargento Romero, las coartadas de los sospechosos, el doctor Ancano, sin moverse del ambulatorio, había mantenido las constantes vitales de Celeste; pero en ningún momento consiguió que recuperase el sentido. Su estado de inconsciencia venía prolongándose desde que Martina la sacó del club. El testimonio de la niña debería resultar decisivo. Por el momento sólo había aportado la acusación contra su hermano Elifaz. En cuanto el juez dio por terminadas las diligencias, dispuso el traslado de Celeste a un hospital de Bolscan.

– Es cuestión de paciencia -suspiró el comisario, aceptando una copa de champán; la subinspectora acababa de descorchar una botella y servido al juez, que se apresuró a catar y elogiar el cava-. La estaban hinchando a opiáceos. Un yonqui curtido no hubiera aguantado semejantes dosis. Es un milagro que esté con vida.

– Canallas -apostilló el juez, enervado por la cólera-. Hacerle eso a una menor. Drogaría hasta convertirla en un despojo. Vender su cuerpo al mejor postor. Si hasta Gámez, el muy rastrero… Con razón quería yo cerrar ese repugnante garito.

– Usted no podía saberlo -lo consoló el comisario-. ¿Cómo adivinar que algo así estaba ocurriendo en un pueblo pequeño y relativamente tranquilo? ¿Quién podía imaginar sus consecuencias, el torrente de sangre que esa locura haría correr?

Agradecido, el juez corroboró esa opinión. Lo imprevisible del caso aportaba un matiz sutilmente exculpatorio a su actuación.

– Y que lo diga, comisario. Yo jamás hubiera sospechado lo que sucedía puertas adentro de ese cubil, pero ya le dije a la subinspectora que mis dones detectivescos brillan por su ausencia. Éste no era un caso probatorio, de ahí su dificultad. ¿De qué indicios, pistas, sospechosos disponíamos? Por eso, cuando el sargento abatió a ese desdichado de Heliodoro Zuazo, dimos por demostrada su culpabilidad. Lo cierto es que todo le apuntaba: las huellas de sus botas en la cabaña, las marcas de los cadáveres… incluso la última palabra que acertó a pronunciar Mesías de Born, al ser desprendido de la cruz. Eli… Cuando el sargento nos la repitió, hasta yo mismo, inconscientemente, le añadí una hache. Heli… Pero estaba acusando a Elifaz Sumí. Heliodoro era inocente. Por desgracia, ya no hay salvación para él. Al menos, en esta tierra. Usted llevaba razón, subinspectora. Yo me equivoqué. Lo estuve desde un principio, y permanecí ciego durante el resto del tiempo.

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