Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– Creo que sí. Gracias, Horacio, y discúlpeme otra vez.

Como si quisiera ahogar sus penas, las burlas de Buj, la reconvención de Cambruno, la insoportable impresión de que la solución de los crímenes se le estaba escurriendo entre los dedos, Martina bebió una segunda copa, y una tercera, después, pero cuando sintió que el alcohol se estaba apoderando de su mente decidió parar. Pagó y preguntó por la casa de los Fosco. El tabernero le indicó la dirección: una mansión indiana, junto a la botica. Con un arco de piedra y dos grandes palmeras en la entrada.

Desde la calle principal, el camino que llevaba hasta la casa era de tierra. Martina lo recorrió a toda velocidad, rozando las estacas de los prados. Frenó y salió del coche.

No había luz en ninguna de las tres plantas, pero la puerta principal estaba entornada, como si alguien acabara de salir, olvidando cerrarla, o se esperase visita.

Martina entró a la casa y encendió la luz del vestíbulo.

El salón, enorme y desnudo, con unos pocos muebles de caoba y una mesa de cocina importante presidiendo una señorial chimenea en la que crepitaban las últimas brasas, estaba vacío. Sobre el mantel, platos y cubiertos sucios y una mediada botella de vino revelaban que acababa de compartirse una cena tardía.

La subinspectora investigó la cocina, con su horno de leña y su recogida cadiera, y, sin hacer ruido, subió las escaleras hasta la primera planta, donde se disponían los dormitorios.

Todas las puertas, salvo una, estaban abiertas. Martina penetró en las habitaciones y abrió cómodas y armarios hasta encontrar la mochila que Berta solía utilizar cuando tenía que salir de la ciudad. Dentro del macuto había un par de camisas, unos pantalones vaqueros y ropa interior de su amiga.

Después franqueó la puerta del único dormitorio que permanecía cerrado.

La luz del pasillo iluminó tenuemente la alcoba. En el centro de una inmensa cama con dosel, roncando suavemente, dormía una mujer desdentada y flaca, tan consumida que su piel apenas resaltaba sobre la blancura de las sábanas. «La madre de Fosco», pensó Martina, echando un rápido vistazo a su cerúleo rostro. Reparó en los cuadros religiosos que colgaban de las paredes y repasó los objetos que descansaban sobre el tocador, estampitas, cepillos con fundas de plata, pastilleros con píldoras de distintos colores.

Salió del dormitorio principal y subió al piso alto, aislado del rellano por una maciza puerta de roble, que abrió.

Diáfano, abuhardillado, el ático condensaba una cálida humedad. Los ventanales filtraban la láctea penumbra de la noche. Paletas, espátulas y pinceles estaban tirados por el suelo, entre los caballetes con pinturas a medio fraguar alineados junto a las cristaleras que durante las horas del día debían proyectar el resplandor de la costa.

La subinspectora reconoció en las telas el arte de Daniel Fosco, esos cuerpos torturados, esos ángeles caídos bajo las cúpulas de siniestros crepúsculos, las impuras vírgenes que sangraban a través de sus estigmas mientras una sonrisa de doloroso placer se obstinaba en animar sus labios exangües.

Los gélidos ojos grises de Martina se empañaron al identificar con los rasgos de Berta el rostro de una de esas perversas doncellas. El pintor había representado a su amiga en el centro de un paisaje fantástico, con extrañas construcciones, animales y plantas, y había dorado su cabello, estilizado sus manos y redondeado su vientre, como si estuviera esperando un hijo. El grotesco retrato emanaba la limpia crueldad de un obsceno paganismo, pero la dulce mirada de la modelo era serena, casi feliz: la misma a la que Martina solía recurrir cuando vacilaba su confianza en sí misma.

Contempló el resto de los cuadros, trastornada. Aunque ninguno estaba concluso, sugerían una actividad incesante, simultánea, como si el artista, estimulado por un impulso febril, por una patológica creatividad, trabajase en ellos sin cesar.

Martina abandonó la buhardilla y descendió las escaleras, atenta a los ruidos de la casa. Pero eran sólo los crujidos de sus propios pasos, el viento que agitaba las ramas de los árboles, la leve crepitación de las brasas.

En el salón, que volvió a recorrer minuciosamente, encontró, arrugada sobre una mecedora de mimbre, una sudadera de Berta que conservaba el aroma de su perfume y, todavía, como si acabara de quitársela, un resto de su tibieza.

Salió de la casa. Pegándose al muro de piedra, recorrió la fachada y el chaflán, hasta la parte de atrás.

La puerta de la bodega se abría hacia una boca negra y profunda. Sobre una rampa de arenisca se habían tallado irregulares escalones. Desde el fondo, como el temblor de una llama, parpadeaba una luz terrosa.

La subinspectora sacó la pistola y bajó uno por uno los veinte peldaños del pasadizo. Las telarañas rozaban su pelo. Según descendía, un torvo resplandor, cada vez más vivo, anunciaba el lecho del caño.

Bruscamente, percibió un olor nauseabundo. El techo de roca viva se abodegó en una estancia que en otro tiempo debía haber servido de lagar, o de molino de aceite. Las prensas, rodeadas de mohosos toneles, ocupaban una vasta cuba. Entre polvorientos mazos, herramientas y útiles de labranza colgaban, brillantes de barniz, los últimos cuadros, ya terminados, de Daniel Fosco. Decenas de apóstoles, demonios y mártires asomaban su burlona concupiscencia a esos irreverentes lienzos.

Dos antorchas clavadas al suelo iluminaban la escena con un fantástico fulgor. El fuego alborotaba las sombras, y daba vida a los cuadros.

Pálida, desnuda, encadenada a la bóveda de la cripta, Berta estaba en pie delante de uno de ellos, un óleo que representaba la tentación diabólica de un débil Jesús orando en el desierto. El hijo del carpintero expresaba el tormento de la duda, la rebelión de su espíritu, y sus manos, rematadas en afiladas uñas, parecían implorar, elevadas al cielo, una fiera compasión, más allá de cualquier sentimiento humano. El semblante del Cristo, que parecía mirarla desde el término de una eternidad congelada en la humillación del dolor, era el de Elifaz Sumí.

A unos diez pasos de distancia, incapaz de seguir avanzando, Martina contempló a su amiga. Berta tenía la misma expresión que acababa de percibir en su boceto del altillo, y la piel cruzada a latigazos.

38

– Puedes guardar la pistola -dijo Berta, con un tembloroso susurro, agitando los brazaletes de hierro.

Martina enfundó el arma.

– ¿Dónde están?

– ¿Quiénes?

– Fosco y Sumí.

– Se marcharon hace un rato. Pero volverán. Siempre lo hacen.

La subinspectora avanzó unos pasos. Las satánicas figuras que tentaban al Mesías enmarcaban la faz de Berta como un coro infernal.

– No te acerques -le advirtió su amiga-. No vayas a tocarme.

– ¿Qué han hecho contigo?

– Nada que yo no les haya permitido hacer.

Martina respiró hondo. El pestilente olor se infiltró en sus bronquios.

– Creía conocerte, pero no imaginé que pudieras llegar a caer tan bajo.

– Nunca es fácil conocer a nuestra otra mitad.

– ¿Cuándo empezó todo esto?

– Hace ya algún tiempo.

– ¿Antes de que tú y yo…?

– Sí.

– ¿Habías estado aquí?

– Sí.

– ¿Posando para Fosco?

– Así es.

– ¿Te acostabas con él?

– De vez en cuando.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Estás enamorada de él?

– No lo sé.

– ¿Y de Elifaz, lo estás?

– Tal vez. Sólo lo hago con él cuando los dos quieren. Al principio me daba miedo. Temía que me hicieran daño. Pero nunca he disfrutado tanto. Nunca como al tenerlos a los dos dentro de mí.

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