Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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Los hermanos de la costa: краткое содержание, описание и аннотация

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Despechada, Martina salió a fumar un cigarrillo. Una bruma amarilla envolvía el puerto.

Los faros de un coche cortaron la niebla. Un automóvil grande avanzaba con lentitud hacia la lonja. Martina supuso que debía tratarse del Land Rover de la Guardia Civil, que regresaba del domicilio de los De Born, pero de repente algo le resultó extrañamente familiar en la silueta del vehículo.

– No puede ser -murmuró, incrédula.

Era su propio coche, el Saab deportivo, con la capota puesta. Martina no pudo distinguir a sus ocupantes hasta que se detuvo el motor y las portezuelas se hubieron abierto.

36

– Buenas noches, querida -dijo Berta, con naturalidad, como si estuviera saludándola en el porche de su casa.

La subinspectora se la quedó mirando, atónita.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Antes que nada déjame que te dé un beso. -Al ver las heridas que afeaban el rostro de la subinspectora, emitió un grito de horror-. ¿Qué te ha pasado?

– No me he dedicado precisamente a tomar el sol. Todavía no me has respondido qué haces aquí.

– He venido con Daniel.

La voz de Martina tembló.

– ¿Fosco? ¿Es él quien conduce mi coche?

– Lo decidimos de pronto -dijo Berta-. Cogimos el barco en el último momento. Metimos el Saab en el ferry y ocupamos nuestros camarotes. Pero nadie se acostó. Hubo juerga toda la noche. Fue divertidísimo, no te imaginas. Un viaje de locos y ya estábamos los tres en este pueblecito encantador.

– ¿Los tres?

– Elifaz ha venido con nosotros. Está en el asiento de atrás, dormido. Con una cogorza monumental. De absenta, nada menos.

– ¿Tú también has bebido?

– He fumado un poco. Tendrías que probar la hierba de Fosco.

Martina se dirigió al Saab.

– Salga de mi coche.

Daniel Fosco apagó en el cenicero el canuto que estaba fumando y le dedicó una de sus viciosas sonrisas. Iba vestido completamente de rojo, salvo las botas, que eran de cuero, puntiagudas.

– Estoy encantado de volver a verla, subinspectora.

– Lamento no poder decir lo mismo. Indíquele a su amigo que salga. Ahora.

– Como usted mande. Espabila, Elifaz. ¡Despierta! Es inútil, ya ve. Duerme como un tronco.

Martina abrió la puerta de atrás y tiró de las ropas del autor de La herida celeste, hasta que un inconsciente Elifaz rodó por el mojado alquitrán. Después, la subinspectora se encaró con Fosco, que estaba ocupado en atusarse el pelo.

– Las llaves.

– Están puestas. Oiga, ¿no pensará que hemos hecho algo malo? Nos hemos limitado a vagar un poco por ahí. A enseñarle el pueblo a Berta.

La subinspectora preguntó a su amiga:

– ¿Es eso cierto?

– Claro. ¿Qué te sucede? ¿Por qué te pones así? Estuvimos buscándote. Un amigo de Fosco, Teo…

– Golbardo -la ayudó el pintor.

– Sí -rió Berta; Martina se dio cuenta de que estaba muy pasada-. Qué nombres tan cachondos tiene esta gente. Teo Golbardo nos dijo que te alojabas en la posada del Pájaro Amarillo, pero que habías partido hacia una playa ballenera. Sonaba emocionante. Se asustó un poco cuando le dijimos que eras policía.

Martina hizo un gesto de exasperación.

– ¿Hice mal?

– Todo lo contrario, Berta. Tu presencia me está resultando de gran ayuda. ¿Puedo saber qué más habéis estado contando? ¿Puedo saber dónde te hospedas?

– En casa de Daniel. Es fantástica, no te haces una idea. Tan gótica…Tienes que ver el estudio, con esos increíbles cuadros…

– Usted sigue estando invitada, por supuesto -dijo el artista, con amabilidad-. Tenemos habitaciones de sobra.

– ¿Me va a ofrecer la de su difunto padre? -Estalló Martina-. Creo que seguiré en la posada. Ahora que medio pueblo conoce mi identidad, ya no necesitaré protegerme.

– ¿Se ha sentido amenazada? -preguntó Fosco, un tanto alterado; evidentemente, no le había gustado la referencia familiar-. No me extraña. En el pueblo no se habla de otra cosa que de esos horribles crímenes. ¿Ha conseguido descubrir quién los cometió?

Elifaz comenzaba a despertarse. Se había arrodillado y se limpiaba la cara de un resto de barro. Tenía los ojos enrojecidos y el semblante lívido. La subinspectora repuso:

– Tal vez ustedes me ayuden a solucionar los casos. Para ello, cuento con su declaración.

– ¿Es que va a interrogarnos? -saltó Fosco.

– Mañana, a primera hora, en el cuartelillo. Los dos. Elifaz y usted. Espero que para entonces se encuentren sobrios, y dispuestos a contar la verdad.

Berta intervino, alarmada.

– Por Dios, Martina, no sospecharás que…

– Harías bien en regresar a Bolscan en el primer barco, Berta. El coche se quedará conmigo. Voy a necesitarlo.

– No te hallas en disposición de conducir, ¿lo has olvidado?

– Creo que he comenzado a olvidar muchas cosas -repuso la subinspectora-. Y a superar algunas otras. Ahora, Berta, si me disculpas.

Sin embargo, la subinspectora se quedó quieta, escrutando la niebla. Acababa de oír un extraño rumor, como si un cortejo horadase la noche. Pronto comprendió de qué se trataba. Un carro de bueyes avanzaba junto al malecón. Al pescante, con la cabeza cubierta por un sombrerito, Juan Sebastián Sobrino, el embalsamador, agitaba un corto látigo. Su equino semblante conservaba vestigios de sueño. Amarró los uncidos bueyes a una columna y entró a la lonja.

El juez Cambruno y el doctor Ancano salieron poco después. Conversando en voz baja, aguardaron a que Sobrino, ayudado por los guardias, fuera depositando en el carromato los cadáveres del director de Ecos del Delta y de Heliodoro Zuazo. No habían cerrado las fundas. Las cabezas de ambos concentraban una tétrica luz.

– Elifaz -susurró Fosco-. Es Mesías de Born. Parece que lo han liquidado. Y también al Quemao.

Aturdido, sosteniéndose a duras penas en pie, el joven Sumí observó cómo el embalsamador terminaba de acomodar los cuerpos. Con el médico y el juez sentados en el pescante, uno a cada lado del dueño de la funeraria, el carro se fue alejando entre la niebla, hacia La Buena Estrella.

37

Era cerca de medianoche, pero la Taberna del Puerto aún estaba abierta. La subinspectora aparcó delante, entró y pidió un whisky. Lo consumió en una esquina de la barra, despacio, a pequeños sorbos. Tres o cuatro hombres ocupaban las mesas. Parecían tan solitarios como ella.

Se acercó al teléfono y pidió el número particular de Horacio Muñoz. Fue su esposa quien atendió la llamada.

– Soy Martina de Santo, de Homicidios. Discúlpeme por molestarles a estas horas.

– Espero que sea importante.

La subinspectora oyó cómo el receptor, bruscamente arrojado, aterrizaba sobre la almohada, y cómo su superficie raspaba la barba de Horacio Muñoz.

– ¿Martina, es usted?

– Le he despertado, claro. Discúlpeme con su mujer.

– No tiene importancia. ¿Qué ocurre?

– ¿Recuerda que el pasado lunes alguien me llamó para decirme que había oído el crimen de Golbardo en la radio?

– En el boletín de las once, lo recuerdo con claridad. Pero sus fuentes no le dijeron en qué emisora. En Radio Nacional no había sido, porque yo la escuché.

– Tuvo que ser en otra cadena, pero ¿en cuál?

– En ninguna, subinspectora. Ha hecho bien en llamarme para salir de dudas. Esta misma tarde estaba recopilando las noticias de los sucesos de Portocristo cuando me vino a la memoria ese comentario suyo. Llamé a las tres o cuatro cadenas que podían haber servido la noticia, pero todas informaron de los hechos a partir de las dos de la tarde, cuando nuestro servicio de prensa hubo hecho público un escueto comunicado. Fue Radio Nacional quien dio la noticia, y lo hizo a la una y media, lo que desmentiría a su fuente. ¿Le ayuda en algo?

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