– ¿Lo habéis hecho ahora?
– Sí.
Martina se mordió los labios.
– De manera que sois una trinidad.
– He llegado a sentirlo.
La subinspectora dijo, muy despacio:
– Te han azotado, Berta.
– Lo merecía.
– ¿Se trata de una prueba?
– Todavía tendré que superar otras peores. La última ordalía, la de Teo Golbardo, fue realmente dura. Y yo no iba a ser menos.
– ¿Qué tuvo que hacer Teo?
– Eso es secreto de confesión.
– ¿Y Gastón de Born?
Berta sonrió con desdén.
– Simplemente tenía que imprimir los libros.
– ¿En la imprenta de su padre, donde se tira el semanario comarcal?
– Eso es.
– ¿Clandestinamente?
– El viejo Mesías nunca lo hubiera autorizado. Gastón manejaba la rotativa de noche, cuando no había nadie.
– De modo que así fueron viendo la luz los Libros del Ángel.
– Justamente. Sabemos que los compraste.
– ¿Por el librero?
– Ese detalle no tiene importancia. ¿Los has leído?
– Me gustaron las historias de parricidios. Las que firmaba Gastón. Sólo que no las escribió él.
– ¿Ah, no?
– No. Leí una crónica de Gastón, y estaba mal redactada. En cambio, los relatos tienen tensión. No podían pertenecer al mismo autor. ¿Quién los escribió? ¿Elifaz?
– Son buenos, ¿verdad? Elifaz y Daniel tienen talento, al contrario que los demás. Ellos encarnan el ideal de la Hermandad: la fusión del arte y la muerte.
La ropa de Berta estaba desperdigada por el suelo. La subinspectora observó que el sujetador estaba rasgado.
– No estoy aquí para recibir lecciones de arte. Encontré tu sudadera en el salón. Dime cómo puedo soltarte y vístete.
Berta escupió al suelo. Su rostro se asimiló a las repulsivas caras del cuadro. A pesar del frío que hacía en la cripta, su frente estaba perlada de sudor. Basculó sobre sus pies, como si estuviera borracha.
– ¿Prefieres interrogarme vestida? Porque has venido a eso, ¿verdad?
La subinspectora se dejó caer sobre el borde del lagar. Los ojos le ardían.
– He visto el retrato que te está pintando Fosco. Es repugnante, pero prueba muchas cosas.
– No deberías hablarle así a una mujer en estado.
El corazón de Martina golpeó en su pecho.
– ¿Estás esperando un hijo?
– En el fondo, Daniel es un pintor realista.
– ¿Quién es el padre?
– ¿A quién le importa?
– Puede que a mí.
– ¿Esa pregunta tiene que ver con tu investigación?
– Puede que sí. ¿Por qué no respondes?
– El padre de la niña podría ser cualquiera de los dos.
– ¿Estás embarazada de una niña?
– Hemos pensado llamarla Martina, en recuerdo de una amiga que perdí.
Detrás de Berta, en el oscuro fondo de la cripta, aleteó una sombra. La subinspectora se volvió, con los nervios de punta, pero sólo era un murciélago.
– Dime qué es lo que desprende ese olor.
– Son los muertos -murmuró Berta, con una voz que no parecía la suya.
– ¿Dónde están?
– Ahí, debajo de ti.
– ¿Enterrados en la cuba?
– A poca profundidad. Así es más fácil desenterrarlos. Hemos llegado a conocerlos bien. Fosco los ha inmortalizado en sus telas. Es un gran artista, aunque a nadie le interese. Yo los fotografié. Fue toda una experiencia. ¿Creías que la muerte era sólo un instante, una luz que se apaga? Descubrí que la muerte tiene vida propia. Que cada uno de esos cadáveres sigue muriendo hora tras hora. Que se mueven, Martina, que gimen y tiemblan, y que trozos de pelo y piel caen de pronto, como desprendidos por un aliento malsano. Crecen las uñas, palpitan los órganos, mutan sus olores, su pátina y coloración se alteran. Gusanos y larvas penetran los tejidos, la carne que se pudre y seca, hasta descubrir los esqueletos y abrillantar sus almas de marfil. ¿Habrán muerto, entonces? ¿Pero por qué crujen los huesos? Jamás capté imágenes como ésas. Nunca estuve tan cerca del destino del hombre, de la verdad.
A Martina le falló la voz. Un frío glacial le atenazaba la garganta. Tragó saliva y preguntó, vacilante:
– ¿Hiciste aquí tus fotografías? ¿Tus Restos de Serie? ¿Las que yo vi por primera vez, el día en que te conocí en el Palacio de la Música?
– Muchas de ellas.
– ¿Fosco desenterraba los cadáveres del camposanto de la isla?
– Acopia modelos para su juicio final -repuso Berta, riendo-. Se enamora de ellos. Los viste, disfraza, maquilla. En una ocasión me confesó que había llegado a probar su carne. Pero no todo es lúgubre en nuestra relación con los inmortales. Antes de que se corrompan, solemos divertirnos un poco. Forma parte del proceso creativo. Como aquella ocasión en que decidimos enfrentar al pobre Heliodoro con el espectro de su padre. Tendrías que haberle visto en el cementerio, cuando le quitamos la capucha a la momia. Ese idiota se emborrachó tanto que difícilmente podría recordar el aquelarre. Le hicimos creer que él mismo lo había vuelto a enterrar. Pero lo trajimos aquí, y Fosco lo dibujó. Pedro Zuazo es uno de estos diablos, el más odioso de todos.
Martina notó un zumbido en el cerebro. La cripta se desdibujó ante sus ojos.
– Tú no has muerto. Sin embargo, él te ha representado. Y Elifaz le sirvió de modelo para ese Cristo.
– La necrofilia de Fosco no es exclúyeme. Su arte también se inspira en los vivos.
– ¿En los Hermanos?
– Preferentemente.
– Supongo que los conoces a todos.
– Si lo que quieres preguntarme es si asistía a las ceremonias de los solsticios, no me las hubiera perdido por nada del mundo.
– Creía que en la Hermandad no había ninguna mujer.
– Y no la hay, todavía. Alguna vez me disfracé, para acompañarles. Ese patán del Quemao nunca me reconoció. -Berta sacudió sus cadenas-. Ahora ya sabes algo más de nosotros. ¿Quizá habrías preferido seguir a oscuras?
Martina se obligó a seguir, a pensar.
– Debo admitir que al principio conseguiste engañarme, Berta, pero no estoy ciega.
– ¿Sólo al principio?
– Después cometiste algunos errores. Todos los cometisteis.
– ¿Ha comenzado el interrogatorio?
– Considéralo así.
– Muy bien, subinspectora. ¿Qué errores cometí?
– No deberías haberme llamado a Jefatura. Nunca lo habías hecho. Pero el lunes, poco después de las once, descolgaste un teléfono para informarme de un crimen. Lo habías oído en la radio, dijiste. Debiste escuchar con mucha atención, porque retuviste el nombre de la víctima. Un pescador de Portocristo, Dimas Golbardo. Estabas impresionada por la barbarie del asesinato.
– Yo diría que fue una reacción muy humana.
– Eso pensé. Y por eso, acto seguido, ingenuamente, te confié que me habían encomendado el caso. En consecuencia, te pusiste en acción. Pero disponías de poco tiempo. De la misma manera que habías amañado la noticia del suceso, inventaste una cita en el centro de Bolscan con un marchante, un tal Gustavo Adorno. He comprobado que ninguna emisora informó de la muerte de Golbardo hasta la una y media del mediodía, por lo que no podías tener noticia del asesinato a menos que alguien directamente implicado te hubiera puesto en antecedentes. Por otra parte, Gustavo Adorno nunca existió. No estuvo en casa, en nuestra casa, nunca admiró ni contrató tus fotografías. La viuda Margarel, nuestra vecina, permaneció toda la mañana podando el seto. Te vio salir poco después de que yo me marchara a comisaría, pero no te vio regresar. Tampoco pudo trasnochar Adorno en compañía vuestra porque los fantasmas, aunque Daniel Fosco, compinchado contigo, sostenga lo contrario, no toman cócteles margarita. Debo admitir que su interpretación ha sido ingeniosa. Casi tan convincente como la tuya.
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