Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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Los hermanos de la costa: краткое содержание, описание и аннотация

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– Punto final, inspector. Quédese un minuto conmigo, quiero hablarle. Usted continúe con su trabajo, Martina. Manténgame informado de ese interrogatorio, y de los avances que pueda suponer.

– Gracias, señor.

– Retírese.

La subinspectora salió del despacho con la autoestima por los suelos. La propia Adela debió captar su estado de ánimo, porque la dejó salir sin someterla a sus habituales pullas.

Martina descendió las escaleras que conducían al archivo. El comisario la había defendido de los despiadados ataques de Buj, pero era obvio que no se sentía satisfecho de su labor. ¿Había cometido errores? ¿Debería haber orientado la investigación en distinta dirección?

Horacio Muñoz estaba sentado al ordenador. Enseguida se dio cuenta de que la detective De Santo no traía buenas noticias.

– ¿Cómo le fue por Portocristo, Martina?

– Supongo que mal. Buj acaba de darme un buen revolcón delante del comisario.

– Eso quisiera ese perro. Vamos, anímese. Puedo hacerle un café cargado, si le apetece.

Martina se encogió de hombros.

– Necesitaría algo más fuerte.

– ¿Whisky, entonces? Tengo una botella escondida por alguna parte.

La subinspectora sonrió, pero su entereza de ánimo se había esfumado. Se sentía insegura y débil, como una adolescente. Horacio le sirvió en un vaso chato que tenía toda la pinta de haber sido sustraído de un bar. Martina bebió el whisky de un trago, echando la nuca atrás.

– Póngame otro.

Separó los labios y se lo bebió del mismo modo que el anterior.

– Otro.

– Déjelo, Martina, o se caerá redonda y deberé recogerla en mis brazos y someterla a la respiración artificial.

– He dicho que me ponga otro.

– Está bien, pero será el último. Después se portará como una buena chica. Se tranquilizará y me contará todo lo que ha pasado.

Martina liquidó el tercer trago y dejó que un calor abrasador le quemase el estómago y fuese ascendiendo hasta empañar la mirada, que afloró un destello de humedad, como si fuera a llorar. Tuvo que apoyarse en el filo del escritorio hasta que esa abrasadora sensación dio curso a un grato abotagamiento. Después encendió un cigarrillo y comenzó a hablar. Punto por punto, refirió a Horacio cuanto había hecho en Portocristo. Sus entrevistas con el sargento y con el juez. El examen de los cadáveres. Las marcas en la piel.

Sin embargo, no lo contó todo. Como había hecho en el despacho del comisario, omitió hablar de esa barcaza que había vislumbrado el lunes al amanecer, entrando al puerto de Bolscan, y que después volvería a ver, reconociéndola por el color del casco y la forma del mascarón, en el muelle de Portocristo. La Sirena del Delta, del capitán Sumí. Tampoco se detuvo Martina en la conversación con Elifaz Sumí y Daniel Fosco, previa a su partida, ni desgranó el contenido de las obras de los Hermanos de la Costa. No sabía de qué manera encajar esos elementos aleatorios y temía en revesar el relato, así como ahondar en su propia desorientación, distanciándose de la línea correcta a seguir. Mientras Horacio guardaba silencio, limitándose a afirmar de vez en cuando, Martina siguió hablándole de Carlos Martel.

El archivero le permitió expresarse sin interrumpirla, hasta que la detective, exhausta, hubo concluido.

– De manera que ha venido escoltando al señor Martel -dijo Horacio, tras una pausa que empleó en manipular su ordenador-. No me parece que se trate de una compañía recomendable, precisamente. Tiene su historial en pantalla. Échele un vistazo.

La subinspectora consultó la ficha. Martel había estado encarcelado en varias ocasiones, todas ellas por delitos relacionados con el tráfico de drogas. Cocaína y hachís, fundamentalmente.

– Dos cadáveres y un traficante -susurró Horacio, detrás de ella, tan cerca que Martina pudo distinguir el olor de su loción-. Podría ser una conexión.

– Martel llevaba un mapa de la costa, señalado con una cruz.

– El lugar de la entrega, tal vez. Apriétele las tuercas.

– A estas horas no sé si está vivo o muerto.

– Ese acantilado por el que cayó estaba cerca de la posada, ¿no es cierto?

– Así es. El pueblo queda más abajo, junto a la playa, algo alejado.

– Conozco el paraje -reveló Horacio-. Ya le dije que alguna vez he visitado la zona para saludar a una vieja amiga. Rita Jaguar. No me ha revelado si tuvo el placer de saludarla.

Brevemente, la subinspectora le relató su encuentro con la cabaretera.

– No entiendo cómo esa mujer pudo sorberle el seso, Horacio. Tiene un aspecto terrible, con la desgreñada melena pelirroja y esas piernas de bailaora retirada.

– Los años no la han respetado, pero tampoco a mí. Eso tenemos en común: que somos dos fracasados.

– No hable así.

– ¿Por qué no? Nuestro tiempo pasó, y sólo nos dejó aromas de derrota.

– Parecería un bolero, si…

– ¿Si qué? -sonrió Horacio, con tristeza.

– Si esa mujer no diera la impresión de ser muy capaz de hacer daño.

– ¿A quién, a sus clientes? No dramatice. En el fondo, no es más que una puta vieja a la espera de su jubilación. ¿Ha vuelto a preguntarse por aquella historia que le conté en el puerto? La del crimen del carpintero, ¿recuerda?

– Apenas he tenido tiempo para pensar en ello. En cuanto me concedan unos días libres me ocuparé de ese asunto, según le prometí.

– Suponía que no iba a disponer de un segundo. Por eso he releído en su lugar el expediente de Jerónimo Dauder. Hay cosas curiosas, Martina. El libro de asientos de la carpintería, por ejemplo, registra movimientos y cargos de reparación y construcción de embarcaciones fluviales, hasta el año 1950, cuando Dauder ingresó en prisión. Muchas de esas lanchas procedían del delta.

– Hágame un favor, Horacio -cedió Martina, para terminar de una vez con aquel enojoso asunto-. Foto cópieme ese expediente. Lo llevaré conmigo.

En ese instante sonó el teléfono de la sección. Muñoz descolgó el receptor.

– Está aquí, sí. Un momento, por favor. Es para usted, Martina.

La voz procedía del Hospital Clínico, y era pausada y sonora. La subinspectora pensó que aquel tono poseía algún tipo de cualidad balsámica, como si pudiese penetrar bajo la piel y expandirse como una suerte de dulce calor.

– Tengo buenas noticias para usted -dijo el médico de guardia que la había atendido antes-. El paciente por el que se interesaba ha sido trasladado a planta. La operación ha debido ser compleja, pero parece que se ha resuelto con éxito.

– ¿Cuándo podré hablar con él?

– En cuanto salga de la anestesia. Un par de horas, más o menos.

– Allí estaré. Le agradezco la llamada.

– De nada. Si no tiene nada mejor que hacer, y le apetece compartir conmigo el modesto menú hospitalario, puedo invitarla a comer.

Martina iba a rechazar la invitación, pero lo pensó mejor. Pensó que necesitaba seguir escuchando esa voz.

– Muy bien. ¿A qué hora?

– ¿Sobre la una y media?

– Perfectamente.

Eran las doce cuando Horacio Muñoz acabó de fotocopiar el expediente de Jerónimo Dauder. Mientras el archivero se ocupaba de ello, la subinspectora hizo un par de llamadas para completar la información de que disponían sobre Carlos Martel.

A partir de la relectura de su ficha policial, consiguió hablar con un inspector sevillano, Francisco Belmonte. Años atrás, ese inspector había detenido a Martel en aguas del Estrecho, a bordo de una motora que intentaba pasar un contrabando de hachís. Por aquel delito, Martel había dado con sus huesos en el penal del Puerto de Santa María, donde permaneció ingresado durante treinta y tres meses. Belmonte le dijo a la subinspectora que Martel solía trabajar por libre, aunque a veces se enrolaba en alguna operación con bandas colombianas, en particular con el cártel de Pico Uriarte, que operaba indistintamente en el norte y en el sur del país. Paralelamente, Martel había llegado a acuerdos con los gallegos, introduciendo a algunos de sus capos en el negocio del Estrecho. Era malagueño, pero vivía a caballo entre Ceuta y Tánger. No resultaba infrecuente sorprenderlo por Marbella, cuyos clubs solía visitar cuando disponía de dinero fresco. No se le conocía familia, ni relaciones estables.

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