– Será un placer atenderla, subinspectora.
– Puede llamarme Martina.
– Desde luego, Martina. Si me deja un número, yo mismo le informaré en cuanto sepa algo.
La subinspectora le facilitó el número de Jefatura y salió a la agradable mañana. La temperatura superaba en varios grados a la que enfriaba las brumosas marismas del delta.
En la puerta del hospital cogió un taxi y se dirigió a comisaría.
Conrado Satrústegui ocupaba su despacho desde primera hora. La recibió abandonando su mesa con la mano extendida, como aliviado de volver a verla sana y salva.
– Siéntese, Martina.
La subinspectora permaneció en pie.
– No estoy cansada.
– Su aspecto la desdice. ¿Un café?
Martina sonrió, débilmente.
– Me temo que no he avanzado demasiado, comisario.
– Eso lo decidiré yo. Veamos qué me trae.
– No mucho. En realidad, tan sólo una pista sólida. Esas marcas en los cadáveres de las que le informé en nuestra última conversación.
– ¿Las que fotografió? ¿No quedó en enviármelas?
– No tuve ocasión de revelarlas. El carrete sigue en la máquina.
– Démelo.
El comisario llamó a su secretaria. Adela entró con la misma expresión con que había saludado a Martina: como si estuviera en un funeral.
– Que revelen esta película, y amplíen las copias. Llame al inspector Buj.
El Hipopótamo no tardó más de treinta segundos en aparecer. El esfuerzo de recorrer el pasillo y las escaleras que separaban su oficina del despacho del comisario le había hecho aflorar un brillo de sudor en las patillas. Sus ojillos paquidérmicos taladraron a la subinspectora con una mirada en la que se desbordaba el recelo. Sin decir palabra, tomó asiento frente a la butaca de Satrústegui.
– Adelante, Martina -indicó el comisario.
La subinspectora inspiró el viciado oxígeno.
– Como le decía, esas marcas suponen nuestra única pista. Debieron realizarse con un punzón o un instrumento muy fino, y las ejecutó un zurdo. El doctor Ancano, el médico que examinó los cadáveres, no las advirtió, pero yo no descartaría por completo que pudieran habérsele pasado desapercibidas; tan leves son. Forzosamente tuvo que dibujarlas el criminal, o uno de sus cómplices. Otra hipótesis carecería de significado.
– Estoy de acuerdo -murmuró Satrústegui.
– ¿El sol sale por la mañana? -se preguntó el Hipopótamo, ahogando una risita.
El comisario le destinó una mirada represiva.
– Ahórrese las coñas, Buj. Avanzaremos más deprisa. Continúe, Martina. ¿Fue el médico de Portocristo quien realizó las autopsias?
– Las estimó innecesarias.
– ¿Porqué?
– Las cosas, en una pequeña población como Portocristo, son de otra manera. El doctor Ancano renunció a las necropsias para aliviar el sufrimiento de los familiares. En parte -estimó Martina-, puedo coincidir con él. No creo que nos hubieran revelado mucho más.
– Volvamos a esas señales sobre la piel de las víctimas -dispuso Satrústegui-. Apuntaba que tal vez fueron hechas a posteriori del examen médico.
– Es una posibilidad. Que habría tenido lugar a partir del momento en que los cuerpos descansaron en la funeraria, a la espera de ser restaurados.
– Esa teoría depara algunas lagunas -opinó el comisario-. Presupondría que el asesino, en lugar de marcarlos en la escena del crimen, apuntándoselos como trofeos, aguardó a que los cuerpos fueran descubiertos, trasladados y examinados, para tatuarlos posteriormente.
– A lo mejor el coco de Portocristo es el hombre invisible -rió Buj-. Por eso no lo cogeremos nunca, desenlace para el que la subinspectora nos está preparando meticulosamente. Su coartada es espléndida, Martina. Supera a la del propio criminal. Quien, no por desconocido, está dejando de revelarse como más competente que usted.
El comisario terció, francamente irritado:
– Ya basta, Buj.
La subinspectora había retrocedido un paso. Seguía de pie, pálida.
– ¿Quién pudo hacer las marcas, Martina? -preguntó el comisario.
La subinspectora tuvo que hacer un esfuerzo para proseguir su argumentación.
– En el supuesto caso de que dichas señales hubieran sido impresas después de que tuviera lugar el reconocimiento médico, tan sólo cinco o seis personas tuvieron la oportunidad de hacerlo. Aquellas que, en un momento u otro, bajaron al depósito de la funeraria y se acercaron a la mesa de acero donde descansaban los cadáveres.
– Sería, en principio, su lista de sospechosos -adujo el comisario; Martina desprendió que intentaba animarla, y se sintió todavía peor.
– Sí.
– Vamos con ellos.
– Teo y Alfredo Golbardo, en primer lugar. Hijo y hermano de Dimas, respectivamente. El hermano sufrió una crisis, y tuvo que salir a la calle. Teo pudo quedarse solo en la cripta.
– Teo Golbardo -repitió el comisario, apuntando el nombre-. Más.
– José Sumí. El marino que halló a Dimas Golbardo en la Piedra de la Ballena, y lo trasladó a puerto. Esa misma noche se presentó en la funeraria para declarar ante el juez. Estuvo solo un rato. Unos minutos, tal vez.
Satrústegui anotó la referencia. Martina completó su lista:
– Además del doctor Ancano, del sargento Romero y del juez Cambruno, también permaneció lógicamente en contacto con los restos el propietario de la funeraria: un tal Juan Sebastián Sobrino. Fue él quien cosió y adecentó los cadáveres.
– Seguro que le gustará la música clásica -bromeó el Hipopótamo, fingiendo que tocaba amorosamente un violín.
Satrústegui volvió a advertirle. Después anotó el nombre de Sobrino junto a los otros dos.
– Tres sospechosos, en definitiva.
– No tape todavía la pluma, jefe -dijo Buj-. Hay más. La pandilla de mocosos del delta.
– Informé al inspector Buj de la existencia de una secta cuyos miembros se hacen llamar los Hermanos de la Costa -explicó Martina al comisario-. Me inclinaría a pensar que se trata de una inofensiva y casi histriónica agrupación de artistas si no fuese porque las actividades de esos jóvenes rondan una y otra los crímenes. A veces tengo la impresión de que se limitan a jugar con fuego, pero otras sospecho que han tenido algo que ver con los asesinatos. He establecido contacto con algunos de ellos. Están llenos de contradicciones y caprichos.
– ¿ Cómo se llamaba el de más edad? -Preguntó Buj, con sorna-. ¿Cara Quemada? No, eso es de alguna película. ¿El Quemao?
– Heliodoro Zuazo -musitó la subinspectora; sabía perfectamente que el inspector intentaba ridiculizarla delante de Satrústegui, pero ya era tarde para dar marcha atrás-. Reside en un paraje conocido como Forca del Diablo, cerca de los escenarios de los crímenes. Todavía no he tenido ocasión de hablar con él.
– Esto es de locos, comisario -dijo Buj, poniéndose serio-. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir hablando de gilipolleces? Le propongo que enviemos de inmediato a un par de nuestros mejores hombres. Carrasco y Salcedo están libres. Concédales carta blanca y verá qué pronto se deshace este entuerto.
– He confiado el caso a la subinspectora -replicó el comisario-. Por el momento no veo razones para revelarla. Díganos qué pasos piensa dar a partir de ahora, Martina.
– He regresado con un testigo, para trasladarlo al Hospital Clínico, pues se encuentra herido. Han tenido que intervenirle. Podré hablar con él dentro de unas horas, en cuanto supere el efecto de la anestesia. Lo interrogaré y regresaré al delta.
– ¿De vacaciones? -preguntó Buj.
La subinspectora iba a replicar, pero estaba afectada, y se limitó a inclinar la cabeza. El comisario se resolvió a cortar por lo sano.
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