Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– ¿Lo habías visto antes?

– No.

– Trasládenlo al ambulatorio -indicó Romero-. Que el doctor Ancano lo examine de urgencia. ¿Llegaste a hablar con él, Teo?

– Por pura cortesía. Nada de particular.

– ¿Tuvo contacto con alguien, realizó llamadas telefónicas?

– Que yo sepa, no.

– Vamos a tener que registrar su equipaje, si no hay inconveniente en que mis hombres entren en su habitación.

– Por mí, ninguno. ¿Tiene más preguntas?

– Por el momento, no.

– ¿Puedo marcharme? Deberé madrugar, si quiero ocuparme del entierro de mi padre.

El sargento lo consintió.

– ¿Qué hacemos con los perros? -le preguntó el cabo.

Los daneses corrían por el sendero, arriba y abajo. Intentaron arrimarse a la camilla, pero los guardias los habían espantado. Teo Golbardo se alejaba con su caballo embridado. La subinspectora había decidido acompañar a Martel y debía estar llegando al Land Rover. El cabo y el sargento estaban solos.

– Su dueño ya no podrá ocuparse de ellos, y podrían volverse peligrosos -dijo Romero-. Descerrájeles un tiro y arrójelos por las rocas. La marea se encargará del resto.

Mientras el sargento revisaba las estacas, el cabo, fumando un cigarrillo, esperó a que el motor del Land Rover dejara de oírse. Después desnudó su pistola y apuntó a los perros. Dos estampidos los enviaron al paraíso animal. Sus cuerpos rodaron por la pendiente, como caballitos de cartón.

28

Cuando el aparato se elevó, la subinspectora tuvo la impresión de que penetraba en un mundo acolchado, hecho de algodón, regido por leyes físicas que nada tenían que ver con las que sostenían a los hombres en su penoso discurrir por la superficie de la tierra. Se sintió ligera, imaginativa, como desprendida al fin de las pesadas sensaciones que venían lastrándola en las últimas horas transcurridas en Portocristo. También su cerebro flotaba entre esas nubes a las que el faro de la aeronave arrancaba extraños colores, reflejos de un gaseoso universo.

El helicóptero siguió ascendiendo hasta dejar abajo la barrera de niebla, y estabilizarse en un cielo insondable. La luna brillaba sobre ellos. Parecía estar muy cerca, casi al alcance de la mano. «Bastante más cerca que la solución de los crímenes», pensó Martina, experimentando un leve vértigo, un cierto decaimiento y, al mismo tiempo, la renovada impresión de que la solución al enigma se encontraba delante de ella. Sólo que no acertaba a verla.

La subinspectora se desabrochó el cinturón de seguridad y se desplazó hasta la cola del aparato. Carlos Martel permanecía tendido en una camilla. Le habían lavado la sangre de la cara, pero seguía teniendo el rostro contusionado, hinchado, y el labio inferior, partido por la mitad, deformado por los puntos que el doctor Ancano le había aplicado en el ambulatorio mientras aguardaban la llegada del helicóptero procedente de la Unidad de Salvamento de la Guardia Civil, con sede en Bolscan, hacia cuyo helipuerto se dirigían ahora.

Manuel Ancano, el director del ambulatorio de Portocristo, era un hombre de unos cincuenta y cinco años, con el cráneo desprovisto de pelo y una protuberante boca que generaba una salivilla blanca al hablar. A la subinspector le extrañó que en plena noche vistiera un elegante traje de alpaca de color perla y una impecable corbata de listas rojas y azules, y que sus zapatos negros de marca refulgieran como si acabara de aplicarles betún y una vigorosa friega de cepillo abrillantador. Cuando la camilla de campaña que había transportado a Martel ingresó en la sala de urgencias del ambulatorio, tras un accidentado periplo por la senda del acantilado y las irregulares pistas de tierra que jalonaban las praderías, el doctor había ordenado que le quitaran la ropa, se había despojado él mismo de su americana y había reconocido las heridas de Martel con un aire profesional no exento de preocupación.

– Tiene múltiples fracturas, y no descarto que sufra lesiones internas -diagnosticó-. Hay que intervenir, pero no dispongo de medios, ni de personal especializado. Convendría trasladarlo. Cuanto antes, mejor.

La subinspectora se había responsabilizado de llamar al helicóptero. Efectuó la llamada desde el despacho de dirección. El ambulatorio quedaba en la parte norte del pueblo, rodeado de estrechas calles y casas de piedra, por lo que indicó al piloto que aterrizase en la playa del Puntal, en la parte más ancha de la bahía, a unos dos kilómetros del muelle. El helicóptero medicalizado estaba siempre a punto para despegar en tareas de rescate, y con mayor motivo en invierno, debido a los frecuentes percances de montaña, pero la distancia entre Bolscan y Portocristo era considerable, y la espesa niebla de la costa no iba a contribuir a acelerar la travesía aérea. Calculando que deberían esperar al menos un par de horas, la subinspectora salió al pasillo a fumar un cigarrillo. El doctor Ancano se reunió con ella.

– Le he dado un calmante, para el dolor. Espero que resista hasta que lleguen al Hospital Clínico. Dígale al piloto que lo trasladen a ese centro. Avisaré al servicio de traumatología.

– Últimamente están teniendo mucho trabajo, doctor -observó la subinspectora.

Ancano se encogió de hombros.

– ¿Lo dice por los crímenes? La práctica forense no es exactamente mi especialidad, ni plato de mi gusto, pero alguien tiene que hacerse cargo, cuando toca.

– Pude examinar en la funeraria los cuerpos de Dimas Golbardo y Santos Hernández. Los habían adecentado y cosido. Sin embargo, usted no realizó las autopsias.

El director del ambulatorio la miró con reproche.

– Si tiene en cuenta que el propósito de la necropsia no es otro que establecer la causa de la muerte, creo que se equivoca hasta cierto punto, subinspectora.

– No obstante, la ley…

– Sé lo que dice la ley, y también supe enseguida cómo los mataron. Tendría que haber visto el cadáver de Dimas cuando fue desembarcado en el puerto. Sus intestinos, sus vísceras. Y ese arpón clavado en el pecho de Santos Hernández. Me pudo la certeza de que ya habían sufrido bastante. Certifiqué la hora de los óbitos, así como las causas de ambos fallecimientos, y ordené al embalsamador que recompusiera los cuerpos, a fin de que los familiares no padecieran un tormento añadido.

– Quisiera ver esos certificados, doctor.

Manuel Ancano la contempló con cierta desconfianza. Martina se apresuró a ofrecerle un cigarrillo, que el médico aceptó.

– Como es preceptivo, obran en posesión del juez. Puede solicitárselos a él. Por lo que sé, ha decretado secreto de sumario, pero supongo que no tendrá inconveniente en facilitárselos a los investigadores.

La subinspectora le dio fuego con su encendedor de plata.

– ¿Hizo constar en esas memorias que en ambos cadáveres figuraban unas extrañas señales?

– ¿A qué se refiere?

– Marcas tatuadas en la piel. Prácticamente idénticas en ambos cuerpos.

El doctor se la quedó mirando con absoluta extrañeza. Entre sus gruesos labios pendía un filamento de saliva, que después iría acumulándose en las comisuras. En contraste con su elegancia, los dientes del médico estaban renegridos por el tabaco, y su aliento exhalaba un acre olor procedente de las profundidades de su estómago. La subinspectora enderezó su espalda para alejarse unos centímetros de él.

– Le juro que no las vi. ¿Qué forma tenían?

– Un dibujo parecido al signo del infinito. Del tamaño de una moneda, más o menos. El tatuaje de Dimas Golbardo estaba bajo su tetilla derecha. El de Santos Hernández, en la planta del pie izquierdo. Debieron ser trazados casi al mismo tiempo, y lo hizo un zurdo.

– ¿Cómo lo sabe?

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