Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– ¿Y esa reinona? -preguntó Martel, calibrando los grandes pechos de la intérprete, que oprimían su escote de lamé.

– Rita, la madam -contestó la chica.

– ¿Por qué actúa a la intemperie?

– Se empeña en hacerlo. Cada noche, aunque no haya nadie. Le gusta cantar bajo las estrellas.

Martel pareció aprobar esa costumbre.

– Me va el romanticismo en la mujer. Todavía no me has dicho tu nombre.

– Nadia.

– Me refería a tu verdadero nombre.

– Ése es.

– Todas os lo cambiáis.

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Cuántos años tienes?

– Adivínalo.

– ¿Veinte?

– Tengo suficiente edad para saber qué me conviene.

– La gatita enseña sus uñas. Demasiado vieja para mí.

«Y decididamente vulgar», pensó Martel. La voz gutural de la madam entonaba un bolero. Nadia le sacó a bailar. Hacía frío. Martel la atrajo hacia sí, aburrido. Antes de besarla, le dijo que le recordaba a una novia con la que anduvo encelado. Nadia no permitió que la besara en los labios.

– ¿Te parece que vaya a contagiarte alguna enfermedad? -se airó Martel.

– Bailas muy bien -dijo ella, sobándole la nuca, para calmarlo.

– Tengo otras habilidades -se engalanó el hombre-. Vamos a dar una vuelta y te las mostraré.

Salieron del club por la puerta de atrás. Entre el burdel y el mar se extendía un oscuro arenal.

El resplandor de la pérgola se desvaneció en la negrura de la playa. Nadia se protegía los hombros con un chal. Después de caminar un rato, Martel se sentó en la arena.

– ¿Tienes miedo?

La chica negó con la cabeza, pero estaba asustada.

– Quiero que bailes -dijo Martel-. Y que lo hagas desnuda.

Ella vaciló.

– ¿A qué esperas? Desnúdate.

Nadia dejó resbalar el vestido y empezó a moverse al ritmo de la lejana música. Se oía el rumor de sus pies cepillando la arena. Se oía el mar.

Martel encendió un cigarrillo. La brasa hizo brillar sus ojos. Se puso a hablar solo, inaudiblemente.

La música cesó.

– Debe ser medianoche -dijo Nadia-. Rita y los músicos hacen un descanso, para cenar.

Los ojos de su cliente la hicieron temblar.

– Estoy helada-murmuró-. ¿Qué más quieres que haga?

Martel la miraba en silencio.

– Tú eres la profesional.

– Deberíamos volver. Hay habitaciones en el club. Puedo conseguir una. Te haré lo que quieras. Dicen que soy muy buena.

– A lo mejor luego me apetece.

Martel se puso en pie.

– ¿Has estado en África?

– No -repuso Nadia, sin poder controlar un escalofrío-. Nunca he salido de aquí.

Recogió el vestido y se lo fue poniendo. Primero, una manga; luego, despacio, la otra. De improviso, rompió a correr hacia las luces. Martel le dio alcance sin dificultad. Para tranquilizarla, le contó que las playas africanas no se parecían a las de Portocristo. Le habló de las mujeres árabes. De cómo se podían comprar. De su sumisión. De cómo sabían odiar.

Regresaron al club por la puerta trasera. Martel atravesó el jardín, enderezó la barra y pidió a la camarera una copa de Carlos III. «Tres palitos», dijo, encaramándose a otro taburete.

La gramola emitía un pasodoble. Varias de las chicas bailaban apretadas en el centro de la pista, bajo una bola espejada de estroboscopios reflejos. Nadia se había sumado a ellas.

Apenas había clientes. Unos pocos hombres mataban el rato al abrigo de los reservados, conversando, bebiendo, eligiendo mujer.

La pelirroja madam se arrimó a Martel. El vestido de lamé dejaba al descubierto unos hombros grasos.

– ¿Qué veo? ¿Un corazón solitario anda suelto por mi club?

Martel la invitó a sentarse.

– Quizá la estaba esperando. Me he entretenido en calibrar el género. ¿Una copa?

– No acostumbro a beber con los clientes.

– A veces es bueno hacer excepciones.

Martel sacó un fajo de billetes e indicó a la camarera:

– Sírvale a la emperatriz, hágame el favor.

Bajo la capa de maquillaje, Rita Jaguar sonrió. La camarera le preparó un cóctel de pipermín. La madam aceptó un cigarrillo y se humedeció los labios en el líquido verde y brillante.

– ¿Cuánto? -preguntó Martel.

– Esta noche me siento generosa. Debe ser por la Navidad. Ahórreselo. Pague lo suyo.

Martel apuró media copa de brandy.

– Me refería a usted. ¿Cuánto?

– Ah, era eso -rió Rita, echando atrás la melena aleonada-. Acabo de decirle que no suelo alternar. Mucho menos lo otro.

– Todo tiene un precio -insistió Martel.

La mirada de la madam era impávida. Martel se atusó el mostacho.

– Usted elige siempre, ¿no? Para eso es la reina del lugar.

– Sólo necesito macho cuando otro me ha bajado la guardia -repuso Rita, jugando con los flecos de su vestido de noche-. Me gusta el hombre entero, que no se achanta.

– Tengo más -dijo Martel, desplegando los billetes encima del mostrador, como una baraja-. Para algo que sea realmente especial. Yo también quiero celebrar la Navidad.

Rita lo miró morbosamente.

– ¿Cómo de especial? ¿Un trío?

– Estoy seguro de que es usted una mujer de recursos. ¿Por qué no me sorprende con algo más original?

Una mirada canalla anidó en los ojos pintados de la madam.

– ¿Le gustaría hacérselo con una virgen?

Martel estalló en una risotada.

– ¿Es que hay alguna, por aquí?

– Mi alcoba puede ser una caja de sorpresas.

La madam bebió un sorbo, sacó del cóctel el sombrerito de papel y lo alisó con una uña rota. Utilizó un pintalabios para escribir una cifra de cinco números.

– Precio de amiga -dijo-. Por una virgencita de quince años, linda y pura como una diosa. Piénselo con calma. Estaré arriba, en mi habitación. No tenga prisa.

Al cruzar la pista de baile, Rita susurró algo a Nadia. La chica observó de reojo a Martel y siguió bailando con su compañera, otra muchacha de piel reluciente, mulata clara, con el pelo en trencitas y unas corvas altas de hembra encendida. Asegurándose de que Martel las miraba, Nadia la ciñó por la cintura y la besó en la boca. En la caleidoscópica penumbra, Martel pudo ver cómo las manos de la mulata buscaban los pechos de Nadia y los acariciaban debajo del vestido. La bragueta se le alborotó. Agarró la botella de coñac y saltó del taburete.

– Andando, morita. El amor es tirano.

Nadia le siguió. Martel la había cogido de la mano. Abandonaron la sala por una puerta forrada de cuarteles de eskay punteados con clavos dorados y subieron a la segunda planta por una escalera angosta, mal iluminada por una bombilla desnuda.

– ¿Dónde? -preguntó el hombre.

– La habitación de madam es la última.

Nadia llamó con respeto. Mientras aguardaban, Martel deslizó la yema de un dedo por su mejilla, satinada de maquillaje.

– No quisiera dejarte tan pronto, pero me han ofrecido un bocado más exquisito.

– Los viejos prefieren la carne tierna -repuso ella, sin expresión-. Los que pueden pagarla, claro.

La puerta se abrió. Una luz rosada bañaba la estancia. La madam había sustituido su vestido de lamé por un quimono con un dragón bordado y unas recamadas chinelas. Sus piernas eran fuertes y cavas, como de bailaora. El busto pugnaba por desbordar el escote, lo que le obligaba a ajustarse el batín.

Por las paredes, del suelo al techo, se veían fotos de Rita Jaguar actuando en escenarios de café concierto. Más joven, exhibiendo un cuerpo pleno y elástico, aparecía sin ropa, o en tanga de lentejuelas, como una libidinosa Kali. La avidez sexual se adivinaba en sus dientes. Y una enorme boa se enroscaba a su cuerpo.

– Eva y la serpiente -dijo Martel-. Sólo falta el paraíso, pero se puede comprar. Casi todo se puede comprar.

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