Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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Los hermanos de la costa: краткое содержание, описание и аннотация

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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La niña dejó de secarse los muslos y señaló el arenal.

– Trabajo allí.

– ¿En ese club, El Oasis?

– Ajá. Si alguna vez vienes, no tienes más que preguntar por Celeste.

La subinspectora encendió un cigarrillo. Las manos le temblaron ligeramente.

– Perdona, no te he ofrecido.

– Aguarda a que me vista y te cogeré uno.

Frente a la belleza bruta y natural de la chica, la subinspectora se sintió insegura, como si su sofisticación de mujer urbana, en lugar de proporcionarle confianza, la enconsertara. De repente, vio algo que la conturbó. La mujer-niña tenía señales cárdenas en las muñecas, y un hematoma en el cuello en forma de argolla.

– ¿No te importa que te vean desnuda?

Celeste sonrió.

– Al contrario. Me gusta.

Había terminado de secarse el pelo. Su cuerpo, proporcionado y elástico, turbador, abundaba en las formas rotundas de una muchacha. Tenía unos pechos perfectos. Comenzó a vestirse. Primero, unas diminutas bragas blancas. Después, un sencillo vestido de algodón y unas alpargatas de esparto.

Al ajustarse el vestido, un pasador de pelo que debía haber guardado en uno de los bolsillos cayó a la arena. Martina lo recogió. Tenía un diseño llamativo, con una serpiente enroscada cuya bífida lengua sobresalía en dorados filamentos. La subinspectora había intervenido en numerosos casos de robos de joyas. Aquella pieza tenía toda la apariencia de ser auténtica.

– ¿Oro? -preguntó Martina, sosteniendo el pasador entre los dedos.

Celeste asintió.

– Los ojos de la serpiente son dos brillantes. Me lo regaló Rita, hace unos días, para mi cumpleaños. Ella sigue siendo muy guapa, pero apenas se pone sus joyas. Dice que en mí lucen mejor.

– Debe apreciarte mucho para hacerte un regalo tan personal.

– Supongo que sí. Pero no tiene nada de raro. Es mi madre.

– ¿Siempre lo dejas así, en la playa, escondido entre la ropa? ¿No temes que te lo roben?

– La gente es legal. Venga ese cigarrillo. Tengo unos minutos, antes de volver. ¿Me ayudas con el pasador?

La subinspectora se situó detrás de ella y le recogió la melena, que le caía en húmedas crines.

– ¿En qué te ocupas, en el club?

– Siempre hay faena. Mi hermano Cayo ayuda bastante, pero hay que hacer las camas, el bar, la comida para las chicas… Y luego están la lavandería, la costura… En fin, que soy una esclava.

– Tantas mujeres lo son -divagó Martina-. Por eso, a muchas les gusta estar solas. Resulta más positivo que mal acompañadas. No te conozco, pero aseguraría que te atrae la soledad.

Celeste fumó con ansiedad. La nicotina avivó sus pupilas con un resplandor febril.

– Mi madre siempre está gritando. A Cayo, a las chicas, a esos horribles hombres que… Me gusta el silencio. Huyo de las voces, de los gritos. Es una suerte que al mar nunca le hayan enseñado a hablar.

Celeste hizo una pausa para atarse las cintas de las alpargatas, y añadió:

– No sé explicarme. Al nadar es como si me limpiase por dentro. Como si todo lo sucio desapareciera en cuanto entro en las olas. No hay nada que se le pueda comparar. ¿Por qué no vienes a nadar conmigo?

– No creo que fuese capaz.

– ¡Vamos! Nadaré todo el rato a tu lado. Si te encuentras mal, me haces una señal y te arrastro hasta la costa. Eso, o nos ahogamos juntas.

Martina sonrió. Acababa de tener una romántica visión de dos mujeres sumergiéndose con las cabelleras enredadas hasta el fondo del mar. No había dejado de observar el rostro de la niña, cuya espontaneidad invitaba a asomarse a su interior. Sin embargo, dentro de aquel pozo el agua no era clara.

La subinspectora decidió levantar de golpe una baza:

– No me gustaría protagonizar un nuevo accidente. Parece que en los últimos tiempos se están produciendo demasiados percances en el delta. El sargento de la Guardia Civil, con quien acabo de hablar, para denunciar un robo, me ha dicho que algunas de esas muertes podrían responder a crímenes premeditados. Pero no deben tener ni la menor idea de quién los ha cometido.

Intuyó que la niña se ponía en guardia. Celeste hizo ademán de despedirse, pero todavía preguntó:

– ¿Qué te han robado?

Martina se encogió de hombros.

– Objetos personales, sin mayor valor. Parte del equipaje que traía conmigo en el ferry. El sargento y sus hombres van a estar dedicados a resolver esos horribles asesinatos que les traen de cabeza, por lo que no creo que piensen ocuparse del hurto de mi maleta. ¿Para qué quejarse? Es comprensible que la Guardia Civil conceda prioridad a resolver las muertes de hombres del pueblo. Se los cargaron el domingo, creo. ¿Cómo dijo ese sargento que se llamaban? Sí… Dimas Golbardo y Santos Hernández… ¿Te suenan?

La chica palideció bruscamente. Fue como si de sus mejillas se hubiese retirado la sangre.

– ¿Alguno de esos nombres te dice algo? -insistió la subinspectora.

– Ahora tengo que marcharme -murmuró Celeste, mirando por encima de los hombros de Martina, hacia el horizonte de arena.

A sus oscuros ojos había aflorado un huidizo reflejo, como el de un cervatillo acechado; otra vez Martina tuvo el pálpito de que cerca de allí había alguien más, vigilándolas. Pero el arenal, salvo unas cuantas gaviotas, estaba desierto.

– Rita me espera. Me ha gustado conocerte.

– Y a mí.

Celeste le apretó la mano.

– No tengo demasiadas amigas.

– Tampoco yo -repuso la subinspectora, pensando en Berta. Cada vez estaba más segura de que algo se estaba rompiendo definitivamente entre las dos.

Celeste echó a correr por la playa. Martina se quedó quieta, sintiendo en los dedos el calor de su piel. Iba a gritarle que se detuviera, que deseaba seguir hablando con ella, pero otra vez el pudor la detuvo.

La mujer-niña se volvió para decirle adiós con un gesto. Luego siguió corriendo y desapareció detrás de las dunas.

26

Carlos Martel pasó la tarde durmiendo. Al caer la noche, se puso otra de sus camisas de hilo y un pantalón que había hecho planchar y abandonó la habitación.

En la recepción del Pájaro Amarillo volvió a coincidir con la mujer del ferry. Supuso que también ella se alojaría en la posada. Debía regresar de la playa, porque llevaba los zapatos y los pantalones calados. Acababa de pedir línea telefónica, y parecía agotada.

Martel salió a la oscuridad. Orilló el pueblo por la senda de los acantilados, apenas iluminada por la luz de la luna. Siguió por las praderías, cuyo mar de hierba el viento hacía ondular, y fue descendiendo hacia la playa del Puntal, hasta El Oasis.

El interior del local estaba en penumbra. Olía a una mezcla de sexo y serrín.

Martel atravesó la sala, se dirigió a la barra y trepó a un taburete, del que quedaron colgando sus botas vaqueras. Saboreó un Carlos III -«Tres palitos», había ordenado- y, sin darse respiro, un ron con hielo y una deshilachada rodaja de limón que antes debía haber flotado en otros vasos. El trago era costoso, y de marca incógnita, pero no le importó.

Una de las putas se le acercó para darle carrete. Martel la invitó a un benjamín. Ella estuvo un rato tanteándole. Luego, con el pretexto de que dentro de la sala hacía calor, lo atrajo a una suerte de pérgola.

Una tarima se erguía bajo las estrellas, sobre la pura playa. Aquel tenderete recordó a Martel las fiestas de los pueblos, el olor a churros, las trompas de moscatel. El telón, acariciado por la brisa nocturna, lucía una playa amarilla, un cielo azul y, a los lados, palmeras pintadas de verde aceituna. La orquesta languidecía. «De hambre, de frío», pensó Martel. Sólo la cantante, una mujer pelirroja, gastada, de profunda y rascada voz, defendía la magia de las melodías de amor.

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