Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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El jinete apenas debía haber cumplido los veinte años. Dueño de una figura atlética, era delgado y bien parecido. El pelo, largo y oscuro, le caía por la espalda. Usaba botas, pantalones de montar y una sudadera de una universidad americana. Descabalgó de un salto y condujo la montura hasta la cuadra. Junto a las pacas de heno, en compañía de sus perros, fumando tranquilamente un cigarrillo, paseaba Martel.

La subinspectora pudo observar cómo ambos conversaban durante unos minutos. El joven jinete se agachó y, con un palo, dibujó unas rayas en la tierra. Martel borró las señales con las puntas de sus botos vaqueros, palmeó los hombros del otro y se marchó con sus perros, prado abajo.

Alfredo Golbardo, el posadero, volvió a entrar a la amplia estancia que hacía las veces de sala de estar. Lo acompañaba el muchacho del pelo largo y los pantalones de montar.

– Soy Teo Golbardo -se presentó-. Bienvenida a la posada del Pájaro Amarillo.

Martina se preguntó si sólo sería casual que todos los jóvenes del delta con los que había trabado contacto, Daniel Fosco, Elifaz Sumí, Gastón de Born y, ahora, Teo Golbardo, ofrecieran ese mismo aspecto desafiante y altivo, y, a la vez, sutilmente perverso, como el de ángeles caídos. La subinspectora se levantó y le estrechó la mano. Su viscoso tacto le inspiró prevención.

– He sabido lo de su padre. Lo lamento sinceramente.

Teo retuvo su mano.

– Ha sido algo horrible. Inimaginable. De una crueldad diabólica. Nunca imaginé que tendría que enfrentarme a una situación como ésta. Al ser hijo único he tenido que hacerme cargo de… Bueno, ya me entiende. Estamos conmocionados.

A la subinspectora no se lo pareció. Ciertamente, una intensa palidez acusaba en el rostro de Teo la gravedad de los acontecimientos, pero ese aire macilento, pensó Martina, podía deberse a que apenas habría descansado en las últimas horas.

La mano del joven se desprendió al fin de la suya, abandonando en su palma una pátina de sudor.

– Mi tío me ha dicho que piensa quedarse unos días. ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Ofrecerle alguna travesía por las marismas, excursiones por la sierra?

La subinspectora reflexionaba a toda velocidad. Ni el joven Teo Golbardo ni su tío Alfredo habían dado muestras de saber quién era. Existían bastantes posibilidades de que se enterasen en muy pocas horas, en cuanto alguien, por ejemplo, les advirtiese de que la habían visto en compañía del juez, pero, pensando que le extraería más información, se decidió a correr el riesgo de adoptar una personalidad falsa.

– Tal vez. Soy documentalista. Tengo la intención de recopilar materiales para escribir unos cuantos reportajes sobre el delta.

El hijo de Dimas mostró un moderado interés.

– ¿Para quién trabaja?

Martina citó media docena de revistas y publicaciones especializadas en temas de ecología y viajes.

– Permaneceré en Portocristo alrededor de una semana, a fin de estudiar sus ecosistemas. Es poco tiempo, pero no dispongo de más. En breve deberé partir hacia Namibia, para fotografiar sus parques naturales.

Aparentemente impresionado, Teo afirmó:

– El delta le gustará. Es muy rico en especies.

– Lo sé. He traído conmigo abundante documentación. Pero pretendo exponer a mis lectores algo más que un muestrario gráfico de la fauna y la flora. Otros temas me interesan desde un punto de vista antropológico. La pesca de ballenas, por ejemplo. Pero en este capítulo la información de que dispongo es escasa.

– Podría ayudarla a completarla.

– En sus actuales circunstancias, sería un abuso por mi parte.

– No diga eso -la contradijo el joven Golbardo, educadamente-. Mi padre era apreciado por el trato que destinaba a sus huéspedes. ¿Sabía que dedicó a las ballenas una buena parte de su vida? De grumete estuvo enrolado en barcos balleneros. Dio la vuelta al mundo en varias ocasiones. Después se estableció en Portocristo, pero el gusanillo de la caza podía con él. Cuando se oteaban ballenas, solía salir desde la costa con una cuadrilla de valientes que no dudaban en arponear lo que se les pusiera por delante.

– De eso debe hacer mucho tiempo.

– La caza de ballenas cesó hacia los años cincuenta -calculó Teo-, cuando se extinguieron los últimos ejemplares de la ruta migratoria, que discurría a escasas millas de la ría del Muguín. Mientras el negocio fue lucrativo, aquella playa tuvo bastante actividad. Llegaron a construirse embarcaderos y hórreos de utillaje. Mi familia acondicionó esos refugios como cabañas para turistas, que arrendamos a precios muy módicos.

– Podría servirme como base de operaciones. ¿Me alquilaría uno de esos bungalós?

– Por mí no habría inconveniente, pero le prevengo que no se han limpiado ni reparado desde que acabó la temporada. Solemos emplear los inviernos para ejecutar tareas de mantenimiento. De hecho, mi padre se dirigía hacia allí cuando…

Teo se interrumpió, entristecido. Martina sacó su pitillera y le ofreció un cigarrillo.

– Gracias. Entonces, ¿cuándo quiere ir?

– En cuanto esté lista.

– Le daré la llave de una de las cabañas. Acostumbramos formalizar un contrato y exigir por adelantado la mitad del abono. En su caso, bastará con que me facilite un número de tarjeta de crédito. Ya pagará a la vuelta, no se preocupe. Acompáñeme al despacho de dirección.

Martina se dejó conducir hasta un angosto habitáculo con una pesada mesa atestada de papeles y una lámpara cuya pantalla arrojaba una verdosa claridad.

De las paredes de la oficina colgaban sencillas acuarelas y fotografías de época como la que decoraba la recepción. Una de ellas reproducía la imagen de un escuálido pescador enarbolando un arpón a horcajadas sobre una montaña de carne. La ballena cobrada reposaba a escasos metros de la orilla de una ría, sobre una superficie de piedra plana y brillante, como lavada por la marea.

Mientras se esforzaba por identificar el extraño olor, espeso y dulzón, que flotaba en el despacho, Martina señaló la instantánea.

– Dimas, mi padre -sonrió Teo, limpiando el cristal con un pañuelo que humedeció con su aliento-. Me concibió con más de cuarenta años, pero la diferencia de edad nunca supuso un obstáculo entre nosotros. Por desgracia, no conservamos muchas fotos suyas. Ésta es mi preferida.

– Era guapo -sonrió Martina-. ¿De qué año es la foto?

– Debieron tomarla a finales de los cuarenta. Ésa fue una de sus mejores capturas. Vaya ejemplar, ¿no es cierto? La arponeó él solo, y sin ayuda la arrastró hasta la costa. No me pregunte cómo, porque no lo sé. Esa clase de hombres no ha vuelto a nacer.

– Ese lugar… parece fascinante. Me encantaría escribir sobre él. ¿Tiene algún nombre?

Teo hizo un gesto de aprensión.

– La Piedra de la Ballena. ¿Había oído hablar de ella?

Martina acababa de reconocer el olor adherido al tapiz de las butacas. Era marihuana, sin duda.

Teo apagó la voz.

– Mi padre apareció muerto allí. Lo asesinaron. Lo mutilaron. ¿Está segura de que todavía quiere alquilar la cabaña?

Martina fingió un desasosiego que estaba lejos de padecer.

– Si usted insiste en que un criminal anda suelto por esos parajes…

Teo volvió a cerrar los párpados. Cuando los abrió, sus pupilas irradiaban determinación.

– No lo estará por mucho tiempo. Voy a organizar una batida. Acabaremos con esa mala bestia en cuanto se nos ponga a tiro.

– ¿No sería mejor que la Guardia Civil se ocupase del caso?

– Usted no se imagina el nivel de incompetencia. Los picoletos serían incapaces de encontrar una piedra en su propio zapato. ¿Por qué no se sienta?

La subinspectora permaneció en pie. El techo de la oficina era muy bajo. Detrás de la butaca que ocupaba Teo, en una estantería con libros de teatro y archivadores contables, distinguió, medio vacía, una botella de absenta.

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