Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Martina encendió un cigarrillo.

– Aquí dentro no se permite fumar-relinchó Sobrino.

La subinspectora expulsó una argolla perfecta. La gélida atmósfera la compactó, antes de deshilvanarla en serpientes de humo. El timbre de Martina repercutió contra la clave de la cripta.

– Que yo sepa, juez, al menos otros dos varones han muerto en el plazo de un año. Gabriel Fosco, el farmacéutico, del que ya hemos hablado. Y el farero de Isla del Ángel, quien, al parecer, se despeñó desde un acantilado.

– ¿Zuazo? -Estalló el juez-. ¿Se ha propuesto meter a Pedro Zuazo en el mismo saco?

– ¿No contaría el farero, por casualidad, alrededor de sesenta y cinco años, como los demás? ¿Y, también por causalidad, no se despeñaría en una fecha coincidente con alguno de los últimos solsticios?

– ¡Usted no está en sus cabales! -Bramó Cambruno, adelantándose hacia las escaleras-. ¡No me deja otra salida que hablar con sus superiores! ¡No pienso tolerar que siga jugando a la caza de brujas!

Sobrino, el embalsamador, intentó ayudarle a ascender los empinados peldaños, pero el juez, espoleado por la ira, lo hizo por sus propios medios. Y no se detuvo. Cruzó la tienda sorteando los ataúdes y abandonó la funeraria como si tuviera urgencia de respirar aire puro.

Martina cubrió los cadáveres con los lienzos, apagó las luces de la cripta y subió las sórdidas escaleras de caracol. Sobrino se había parapetado tras el mostrador de la funeraria, desde donde la despidió con una mirada hostil. Cuando la subinspectora salió de La Buena Estrella, Antonio Cambruno se alejaba por la calle Mayor. Martina tuvo que correr para darle alcance.

– Aguarde un instante, juez. ¿Le he ofendido?

– ¡Usted qué cree! -protestó Cambruno, sin mirarla ni dejar de caminar. Ahora lo hacía con mucha más viveza que antes, a tal punto que la contera de su bastón golpeaba con furia los adoquines de piedra-. Le recuerdo que no se encuentra en la capital, con todos esos ordenadores y expertos forenses. Aquí tenemos una determinada manera de hacer las cosas. Un poco lenta, quizá, pero eficaz.

Martina lo cogió por un codo. Unos paisanos transcurrían a su lado. De todos modos, la subinspectora alzó la voz:

– ¿Por qué se resiste a investigar? Deje que los demás lo hagamos. Y colabore. Es lo mínimo que puede hacer.

El semblante del juez había palidecido. Se detuvo y dijo:

– En mis años de magisterio nunca me habían tratado con semejante falta de respeto. Nadie. Jamás.

La subinspectora lo vio alejarse por el centro de la calle, que, a pesar de su estrechez, era de las más anchas del pueblo. En el reloj de la iglesia parroquial sonaban las doce. A Martina le pareció que el tañir de campanas emitía un eco fúnebre, como un toque de difuntos. Portocristo se le impuso como un lugar inhóspito, habitado por seres de otro tiempo que respondían al pulso de pasiones primarias, la venganza, el odio, un atrabiliario sentido del honor.

Se sentía agotada. Le fallaban las fuerzas.

Tuvo que apoyarse contra la pared de un estanco. Vio su rostro duplicado en la vitrina, entre las cajas de puros, y se preguntó si, en realidad, Martina de Santo sería sólo ese reflejo, la ilusoria proyección de otro ser desconocido.

El vértigo se le pasó, pero su paladar seguía exudando un sabor a hiel. El juez era sólo una mancha al fondo de la calle, que daba a las escaleras del Juzgado, cuando lo abordó el secretario Gámez. Ambos se volvieron a mirarla. Cambruno la señaló y agitó su bastón en el aire. ¿Era posible que la estuviera amenazando? ¿No estaría soñando?

Como para confortar su debilidad, acudió a su memoria una imagen de su amiga Berta jugando con la gatita

Pesca en el jardín de su casa. Por un momento, le conquistó la idea de abandonar la investigación, coger el primer barco y regresar junto a ella, a la calidez y seguridad de su ámbito doméstico.

Pero un resto de obstinación ayudó a la subinspectora a recuperar su fuerza de voluntad. Encendió un cigarrillo, cuyo ardiente humo abrasó sus pulmones, y se encaminó a la posada. Necesitaba un café, hacer algunas llamadas y, sobre todo, pensar.

23

Regresó al Pájaro Amarillo por el camino de los acantilados. Desde lo alto se divisaba una mágica vista de la costa, el mar rompiendo con fuerza y, hacia el sur, los picos de la sierra, coronados por sombreritos de nieve como cucuruchos de limón.

– Tengo que usar el teléfono -dijo la subinspectora, frente al mostrador de recepción.

– En la sala -repuso Alfredo-. Le pondré línea.

El receptor era de baquelita, una auténtica antigualla. Al descolgarlo, una blanda sensación de cansancio invitó a Martina a descansar. Atribuyó su decaimiento a la falta de sueño. Desde que el ferry la había depositado en el puerto apenas habían transcurrido doce horas, pero era como si llevase en Portocristo jornadas enteras. En aquel húmedo paraíso de agua y luz el curso del reloj era mucho más lento que en la ciudad. «También para el asesino», pensó. «Ha tenido todo el tiempo del mundo para preparar sus crímenes. Y para ejecutarlos.»

Marcó el número de la Jefatura de Policía de Bolscan. Desde centralita, un agente le comunicó con Adela. El comisario se encontraba en su despacho, pero en ese momento no podía ponerse. «Acabo de pasarle otra llamada», dijo la secretaria de Satrústegui. «Del juez Cambruno», añadió, con un cínico barniz.

La subinspectora dedujo que el juez había hecho real su amenaza. Aquella llamada a su superior sólo podía obedecer a su decisión de instruir una queja. Imaginó a Cambruno despachándose a gusto contra sus agresivos métodos, advirtiendo a Satrústegui que en su jurisdicción no iba a tolerar desplantes como el que acababa de haber sido objeto. Sin embargo, no se alteró. Confiaba en el comisario. Satrústegui tenía a gala respaldar a su gente.

Marcó el número de Homicidios. El inspector Buj parecía encontrarse de mejor humor de lo que en él era habitual, pero enseguida la subinspectora pudo comprobar que se trataba de una falsa alarma. El Hipopótamo no se iba a convertir de la noche a la mañana en un príncipe azul.

– Se te echa en falta, encanto -dijo la pastosa voz del inspector, tomada por el alcohol-. Nuestra leonera no es lo mismo sin ti. Todos nos sentimos un poco huérfanos. Como si nos faltara una hermana.

– ¿Ahora me ve como a una compañera? ¿Ya no soy un pedazo de carne?

– La hermana Martina… Me gusta. ¿Alguna vez quisiste ser monja, De Santo? A lo mejor en un convento encontrabas las respuestas a tus grandes preguntas.

– Ésta es una llamada de trabajo, inspector.

– Claro que sí, ricura. Ya sé que siempre estás de servicio. Que eres una adicta al Cuerpo. Pero algún día me gustaría saber qué hay realmente debajo de esa dura piel de mujer policía.

– Ya basta, inspector. No siga pasándose conmigo. Se lo advierto por última vez.

– No vayas a pensar que soy tan mala persona -rió Buj-. Yo también tengo sentimientos, aunque no lo parezca. Y no he descartado por completo que en un futuro no muy lejano lleguemos a apreciarnos sinceramente. Pero mientras llega esa fecha feliz cuéntame qué has estado haciendo en ese pueblaco, además de pasear el palmito.

Con frialdad, pero sin omitir ningún dato relevante, Martina le hizo un resumen de las pesquisas realizadas. Incidió en las marcas de los cadáveres, aquellos irregulares peces tatuados a punzón en el pecho de Dimas Golbardo y en la planta del pie de Santos Hernández.

– Quiero ver esas señales -dijo Buj-. Positiva las fotos y envíamelas. ¿Algún sospechoso?

– El asesino o los asesinos podrían ser pescadores del pueblo -reflexionó la subinspectora, subrayando el condicional-, pero también algunos de los jóvenes de la localidad, que han formado una especie de secta.

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