Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– Por la presión del objeto punzante que fue utilizado.

– No puede ser-murmuró el médico-. Examiné los cadáveres con todo detenimiento.

– Quizá alguien dibujó esas marcas después de que los reconociera usted.

– Tal vez, pero no tiene demasiado sentido. ¿Por qué razón? ¿Y quién pudo hacerlo?

– Alguien que tuviera acceso a la funeraria, evidentemente.

– Esa lista es muy reducida, subinspectora. Sólo abarcaría al juez, al sargento, al propietario del establecimiento y a los deudos de las víctimas. Que se limitan a la familia Golbardo, puesto que, por el momento, nadie se ha tomado la molestia de reclamarlos restos de Santos Hernández.

– ¿El chamarilero no tenía parientes?

– Al parecer, no.

– De los Golbardo, ¿quiénes fueron llamados a la funeraria para reconocer el cadáver?

– Su hijo, Teo, y su hermano Alfredo.

– ¿En algún momento permanecieron a solas en el interior de la cripta?

El médico fumó reflexivamente.

– Tendría que hacer memoria. Creo que no. El pobre Alfredo lo pasó muy mal. Se abrazó al cadáver de su hermano, llorando desconsoladamente. Sobrino, el embalsamador, tuvo que retirarlo.

– ¿Estaba presente el juez?

– Desde luego. Se encontraba conmigo, a mi lado.

– ¿Alfredo Golbardo sufrió una crisis de histeria?

– Tuvimos que sacarlo a la calle, para que le diera el fresco. Le hice tomar un valium.

– ¿El juez Cambruno le ayudó a atenderle?

– Subió las escaleras con él, y lo estuvo consolando unos minutos.

– ¿Mientras eso sucedía, el hijo de Dimas, Teo, quedó solo en la cripta?

– Es posible, pero no podría recordarlo con precisión. Todo sucedió muy deprisa, y ya se puede imaginar la tensión emocional que nos embargaba a todos. ¿No estará pensando que ese muchacho pudo marcar los cadáveres?

Martina replicó, con suavidad:

– Alguien lo hizo, antes o después de los crímenes.

– ¿Con qué propósito?

– Bien para reivindicar sus muertes, bien para confundir la investigación.

Ancano bajó la voz.

– Entonces, ¿el autor de esos símbolos es el asesino?

– No podría afirmarlo con rotundidad.

El médico se quedó mirando fijamente la brasa de su cigarrillo. Tenía unos ojos redondos, algo saltones.

– Acabo de recordar que hubo alguien más en la funeraria.

– ¿Quién?

– El capitán Sumí.

– ¿El patrón que había encontrado los restos de Dimas?

– Exactamente. Después de depositar el cuerpo en el muelle y de atracar en su embarcadero, volvió para ofrecerse a prestar declaración.

– ¿El juez lo había requerido?

– Sí.

– ¿Lo interrogó en la funeraria?

– No. Los vi marcharse juntos, con el secretario del Juzgado. Era ya de noche cerrada. Imagino que abrirían las oficinas de la sede judicial, y que Cambruno le tomaría declaración allí. En cualquier caso, tendré que examinar de nuevo los cuerpos.

– Hágalo, doctor. E infórmeme de cualquier otra observación que pueda incorporar. Me propongo acompañar al herido al hospital de Bolscan, pero intentaré estar de regreso mañana por la noche, o pasado mañana. En ese momento volveré a hablar con usted. Hasta entonces, intente recordar el aspecto de otros dos cadáveres sobre los que, en los últimos meses, dictaminó su escrutinio forense: el de Gabriel Fosco, el farmacéutico, a quien doy por supuesto que usted conocía, y el del farero de Isla del Ángel, Pedro Zuazo.

– Esas muertes fueron accidentales, subinspectora.

– El juez opina lo mismo, pero yo no me encontraba presente para corroborarlo. Algunos elementos de la investigación me han hecho contemplar la posibilidad de que Gabriel Fosco y Pedro Zuazo fueran asimismo asesinados. ¿Repasará sus notas, doctor?

– Lo haré, por supuesto, si con ello voy a ayudarla, pero le adelanto que puede descartar la intriga criminal. Ninguno de ellos tenía enemigos. No hubo amenazas, ni les robaron nada. Y los síntomas eran claramente fortuitos, créame. Gabriel Fosco se ahogó. Pedro Zuazo se despeñó. Eso fue todo.

Una hora más tarde, hacia las cinco y media de la madrugada del miércoles, el helicóptero sobrevolaba las luces de Bolscan. La niebla se había despejado un rato antes, en cuanto se alejaron de los acantilados costeros y de la fría corriente polar que bañaba la desembocadura del delta, provocando las alteraciones térmicas típicas del estuario.

Como si regresara de un largo viaje, Martina tuvo la impresión de que había abandonado la ciudad mucho tiempo atrás. Intentó distinguir su casa cuando el aparato discurrió ruidosamente sobre las alamedas del paseo marítimo, pero las luces de su urbanización estaban apagadas, y apenas vislumbró la chata colina sobre la que se levantaban las antiguas mansiones modernistas en las que residían algunas de las más acomodadas familias de Bolscan. Intentó imaginar a Berta, en su estudio, trabajando a la luz de un flexo, o dormida en su habitación, con los ojos blandamente cerrados, respirando mal por la entreabierta boca, pero algo le decía que en los hábitos que regían su vida, y la de ambas, se había producido un cambio. Temió que Berta estuviese por ahí, bebiendo, divirtiéndose. O en la cama con cualquier hombre. Con Daniel Fosco, pensó, dándose cuenta de que había empezado a odiar su fláccida cara, la cínica sonrisa del pintor.

Una ambulancia los estaba esperando en la Unidad de Salvamento. El aparato aterrizó en el helipuerto, levantando una bolsa de aire caliente en derredor suyo. Casi de inmediato, los dos sanitarios que habían atendido al herido durante el vuelo, y ella misma, se encontraron en el interior de un vehículo cerrado, claustrofóbico, donde les aguardaba una doctora muy joven, con una cola de caballo y un chaleco de color naranja sobre su camisa de invierno. Martel se quejó durante todo el trayecto, pero no llegó a recuperar la conciencia.

Cuando llegaron al Hospital Clínico, un equipo médico se hizo cargo de Martel. La subinspectora vio desaparecer su cama rodante hacia las plantas de quirófanos, situadas en el subsuelo.

Esperó hasta las siete de la mañana, hora en que abrieron la cafetería, y desayunó sin ganas, obligándose a tomar con el café con leche unas insípidas galletas que, en lugar de aportarle energía, la sumieron en una sensación de lentitud y fatiga. Se quedó adormilada en las sillas del vestíbulo, entre otros usuarios que parecían esperar turno de llamada. A eso de las ocho y media, después de asearse en un lavabo, bajó a urgencias y solicitó información sobre el estado del herido. El médico de guardia le informó que el paciente seguía siendo intervenido.

– Su estado es grave -añadió el médico-. Tiene varios huesos rotos y hemorragias internas. ¿Es cierto que rodó por los acantilados de Portocristo? Si se trata de las mismas paredes por las que yo he descendido, debió caer desde una enorme altura.

– ¿Conoce la costa?

– Soy aficionado a los deportes de aventura -repuso el médico, con una limpia sonrisa; era atractivo, musculoso; no tendría más de treinta y cinco años. Martina lo imaginó en una casa de las afueras, con una mujer pulcra y rubia, y tal vez con algún niño de corta edad-. Cuando puedo escaparme del hospital practico el rápel o la escalada libre. A veces elegimos los acantilados, por eso le decía. Un descuido en cualquiera de esas paredes puede resultar mortal de necesidad.

– Ese hombre es un testigo. ¿Cuándo podré hablar con él?

– Dependerá del cirujano. Esta tarde, quizá.

– Le llamaré antes, para saber cómo ha ido la operación.

El médico de guardia le dedicó una deslumbrante sonrisa. Martina supuso que a las enfermeras de la planta no les desagradaría recibir de vez en cuando una gratificación como ésa. Quizá a alguna no le importaría aceptar una invitación a cenar. Para repasar los fallos y necesidades del servicio, simplemente.

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