Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Esa mañana de adviento, José Sumí dejó a Sara María Golbardo, su esposa, dormida en una extraña postura. La pobre mujer no debía haber encontrado la paz en el sueño eterno, pues tenía la piel azulada, como los ahogados del piélago, y se agitaba en sueños aferrando entre sus marfileños dedos el rosario de pétalos de rosa de las monjitas Escolásticas que él le había regalado el día de su petición.

El capitán no podía ignorar que Sara María estaba muerta, pero a menudo la sorprendía por la casa, subiendo o bajando escaleras, vigilando en el fogón sus masas de crema pastelera, despidiéndole en la vereda con una expresión afilada en su rostro de arroz. El tardío parto de Elifaz, cuando ya ellos se resignaban a no concebir hijos, le había dañado el útero y apresurado la vejez, pero Sara María debía pensar que sería eternamente joven, pues siguió empeñándose en nadar en las lagunas, como hacía cuando era niña, hasta que un mal día sus pulmones no fueron capaces de sacarla a la superficie.

Antes de lavarse en el aguamanil del dormitorio, José Sumí rezó una oración. Cuando terminó de secarse la cara, el espectro de su mujer se había desvanecido.

Su hijo Elifaz había heredado su inclinación a padecer visiones. Entraba y salía de la casa como un fantasma, hablaba solo y escribía profanos versos que un cristiano cabal, como el capitán, jamás podría aprobar. Su padre sabía que el muchacho andaba por malos caminos, y en peores compañías, pero atribuía esos excesos a los ardores de la juventud, que también a él lo habían desviado hacia la intemperancia y el pecado carnal con mujeres impuras.

De vez en cuando, Elifaz regresaba de la ciudad. Apenas estaba con él. Todo el tiempo se le disipaba en vagar con sus amigos por las tabernas y meterse en líos. El capitán le daba unas llaves de la puerta trasera, por si se presentaba de madrugada, al regreso de otra parranda. Y le impartía, invariablemente, el mismo consejo: «Hagas lo que hagas con tu alma o con tu cuerpo, recuerda siempre, Eli, que Dios y tu madre te estarán observando.»

José Sumí bajó a la cocina. Coló café. Se puso las botas de agua. Salió al jardín. Abrió la valla cancel.

Canales de agua poco profunda rodeaban la Casa de las Buganvillas. Una garza picoteaba en las burbujas de fango.

En el embarcadero, balanceándose al compás de la marea, junto a una barquita con motor que solía utilizar Elifaz para sus correrías nocturnas, La Sirena lo recibió con su quilla pintada de rojo escarlata.

El capitán encendió el primer cigarro del día y subió al puente. Las pasarelas deberían estar barnizadas, pero el mal tiempo le había impedido trabajar. «Tengo los huesos llenos de agua», se había quejado al doctor Ancano durante su revisión anual en el ambulatorio de Portocristo. El dolor reumático se le concentraba en una insoportable lumbalgia.

Además de sus calzones largos y los pantalones de paño, el capitán llevaba un jersey de cuello cisne y un capote marinero, pero en cuanto empuñó la brocha empezó a tiritar. Buscó refugio en la bodega del lanchón, cuya panza conservaba una sofocada tibieza, y se puso a reparar el alambique. El sargento Romero había ordenado una batida para acabar con la destilación clandestina de licor, pero no se le había ocurrido revolver allá dentro.

Tampoco el espectro de Sara María Golbardo había encontrado aún la manera de bajar a la sentina. A veces, si se pasaba con el anís navegando en soledad por las irisadas marismas, José Sumí la sorprendía en cubierta, acodada a la borda, permitiendo que el viento alborotara su cabello gris e hinchase las mangas del mismo vestido rojo coral que llevaba la tarde en que se ahogó.

Respirando el olor de la brea, en medio de aquella soledad que tanto amaba, el espíritu del capitán, como La Sirena en el chapaleo de la pleamar, se mecía en una tenue felicidad. En aquella cálida matriz, el tiempo dejaba de existir. Sólo latían los recuerdos, los pulsos de sus manos trabajando a la luz de un fanal.

Cuando terminó de limpiar el alambique, José Sumí volvió a subir al puente para cepillar las pasarelas.

La brocha estaba apelmazada del último uso. La introdujo en un cubo de aguarrás y aplanó las pegajosas cerdas. Barnizó los mástiles del toldo y empuñó el hacha para desbastar una tabla que había que sustituir en cubierta.

Entonces, entre la niebla, vio a la mujer.

30

Martina de Santo debía llevar un rato al pie del embarcadero, inmóvil junto a la cabina de expedición de pasajes. La subinspectora había reconocido el mascarón, la toldilla, la rabiosa pintura escarlata del casco.

Lo primero que a José Sumí le llamó la atención, además de su sombrero y su estilizada figura, fue lo natural de su presencia, como si no concurriera nada de extraordinario en el hecho de que una atractiva forastera hubiera decidido aparecer en un embarcadero remoto, al norte del país, con los oleajes y el relente del invierno en ciernes.

– ¿Se le ofrece algo? -voceó el marino.

Caminando con cierta dificultad por las resbaladizas tablas, la subinspectora avanzó hacia la sirenita de proa, que parecía mirarla con su expresión de ángel ciego.

– ¿Es usted el marinero?

José Sumí replicó:

– Soy el capitán, no sé si para servirle a usted.

Con su envergadura y sus barbas blancas, el patrón parecía un oso polar. El hacha se veía pequeña en su mano.

– Disculpe.

– Perdonar es fácil, como herir.

Un tanto asombrada, pero alerta, Martina encendió un cigarrillo.

– Tengo que ir a un lugar llamado la Piedra de la Ballena. ¿Hace esa ruta?

El capitán recogió el hacha en el puente, acabó de limpiar la brocha en el filo del impermeable y la arrojó al cubo de aguarrás. Martina se preguntó si ese mismo capote habría servido para envolver los restos de Dimas Golbardo, sus manos cortadas, sus intestinos, sus ojos.

José Sumí la medía con mirada torva.

– Nunca la había visto por aquí.

– Estoy de paso.

– ¿Para qué quiere ir a la Piedra?

– Me han dicho que ese paraje está rodeado de misterio. Tal vez escriba algo para mi revista.

El patrón no se decidió a responder hasta pasado un rato, cuando la hubo calibrado a su gusto.

– Verá. No me importaría llevarla a la Piedra de la Ballena, a cualquier orilla del delta, incluso al fin del mundo, pero es temporada baja. Estamos cerrados. No habrá servicio hasta Semana Santa.

– He alquilado esa propiedad -le informó la investigadora-. Su propietario, Teo Golbardo, me previno que la carretera del estuario está cortada por las inundaciones, pero me aseguró que su lancha podría trasladarme hasta la playa ballenera.

– ¿Eso le dijo mi sobrino? ¡Buen tunante está hecho! Mejor haría en no meterse donde nadie le llama. ¿Supone que me ha indemnizado por los pasajes del último verano? Por supuesto que no. A Teo todo le da igual. Debe pensar que La Sirena y yo sólo aparejamos para él. ¡Cuán diferente era su padre, el noble Dimas, a quien Dios tenga en su gloria! Después soy yo quien tiene que quedar mal con gente como usted. Vamos a dejarlo, si le parece. O si no le parece.

Pero la subinspectora no había llegado hasta allí para arrojar la toalla.

– Me siento incómoda hablándole desde aquí abajo. ¿Le importa que suba al puente?

El capitán se limitó a señalarle una escala. El viento del amanecer rizaba la superficie del estuario. Una familia de cormoranes chapoteaba en la laguna, cuyas aguas, del color de la mirada del capitán, eran de un verde óxido. Los ribereños juncos dejaban asomar bancos de arena. Al fondo se transparentaban rocas oscuras y un peñón batido por las olas.

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