Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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A la subinspectora se le resbaló la caña.

– ¡Cuidado! -exclamó el patrón.

– Lo siento.

– Tranquila, está en buenas manos. Ponga rumbo a esas rocas.

Olas más bravas leían la tensión de las corrientes. Cerrando la desembocadura, una formación rocosa sobresalía del arrecife. Sus dientes de sierra rompían en paredes de espuma.

– ¿Pretende que pasemos por allí?

– Apártese.

– Ah, no, capitán. Usted ha confiado en mí.

La Sirena fue virando hasta cabecear frente al arrecife. Una brusca resaca se dejó sentir en el casco, que progresaba con denuedo y crujía como si fuera a partirse. Al avanzar hacia las rompientes, Martina vaciló. El color del agua cambiaba. La Sirena se elevaba y hundía.

La agitada navegación se prolongó hasta que dejaron atrás el arrecife. Después, se estabilizó.

– Lo ha hecho muy bien, ¡bravo! -aplaudió el capitán. Una salpicadura había apagado su cigarro; volvió a prenderlo con el mechero de alcohol, que olía como el combustible del barco-. Es usted una mujer con personalidad. Una actriz de carácter.

– Después de esta interpretación, creo que saldré a proa. Me sentará bien un poco de aire fresco.

– No tengo champán, pero brindaremos con mi anís de fardacho. Lo destilo según una fórmula secreta.

– ¿Anís de fardacho?

– Llamamos así al lagarto del país. Es grande como una rata. No sirve para nada, aparte de papar moscas, pero fía regusto al licor. Permítame.

La costa iba quedando atrás. El tiempo mejoraba. La pasajera se quitó la gabardina. José Sumí admiró su garganta, sus manos suaves como piedras pulidas.

Martina se acodó en la borda para recibir los tímidos rayos de sol. El viento le agitó la melena, y fue justamente entonces cuando la clarividencia de José Sumí se cegó con la aparición del espectro de Sara María Golbardo. Su mujer lucía el vestido rojo coral y le tendía los brazos en demanda de auxilio, como había hecho cuando se estaba ahogando. El patrón cerró con fuerza los ojos. Al abrirlos, el espíritu de su esposa había regresado al lugar desde donde proseguía atormentándole.

Cabizbajo, José Sumí bajó a la bodega. Al pasar junto a la subinspectora pudo atisbarle el busto: encajes de un sujetador cereza enmascarando apenas el bulto inocente del pezón.

El patrón subió con un frasco y dos catavinos de latón. Al ver al lagarto ovillado en el interior de la botella, Martina no pudo disimular un acceso de asco. El capitán le aseguró que su digestivo licor acreditaba propiedades medicinales. En la comarca, añadió, al paso de las generaciones, ese anisete se había consumido siempre.

La subinspectora bebió. De inmediato, asomaron lágrimas a sus ojos. Hizo señas de que la garganta le ardía.

La Sirena discurría frente a un colmillo rocoso.

– ¿Y esa peña? -preguntó Martina, entre náuseas.

– Isla del Ángel.

Ella tosía. El capitán, como ausente, contemplaba el peñasco.

– Siglos atrás, en la época de las invasiones, la isla fue temida a causa de los naufragios, pero hoy es ámbito de recogimiento y oración. ¿Distingue esas manchitas blancas sobre el acantilado? Tumbas. Cruces. Lápidas. Para dar sepultura a restos humanos, la isla sigue siendo un lugar más soleado que la marisma. En los arenales laguneros todo se descompone y hiede. Un cadáver se pudriría antes de que el diablo viniera a recoger su alma.

José Sumí guardó silencio, estremecido. Acababa de recordar su testamento. Cerró los ojos porque le asaltaba una visión atroz: bajo la hierba de su jardín, entre las raíces de la palmera y del ciprés, las lombrices cavaban las arterias de su carne muerta. Peor opción, empero, sería la de un entierro en la isla. Allí, por las cosas que le había contado Pedro Zuazo antes de precipitarse al vacío, el reposo eterno no estaba garantizado.

Martina se animó a tomar otro trago.

– ¿A qué cadáveres se refiere? ¿A los de los ahogados?

– A esos desgraciados, sí, fallecidos sin el sacramento de los santos óleos.

– ¿Es fácil ahogarse en estas aguas?

– Mucho. Hay remolinos, fangos.

Martina bebió un nuevo sorbo.

– ¿Vive alguien en la isla?

– A menos que crea en la resurrección de los muertos, nadie -replicó el capitán. Tenía la sensación de que una de esas imaginarias larvas se le había incrustado en la garganta. Escupió de nuevo, apuntando al cubo; tampoco acertó esta vez-. Hay quien jura que en las noches de solsticio se escuchan lamentos y gritos, como si los espíritus quisieran regresar al festín de la vida… Pero no, ya no… El farero, Pedro Zuazo, a quien Dios tenga en su seno, murió este verano. Yo mismo lo enterré. Dejó un hijo, Heliodoro. Un día fatal, hace ya muchos años, se abrasó en las hogueras que su padre prendía en las noches de niebla para avisar del paso de las ballenas. El chiquillo quedó desfigurado. Su carácter, como su piel, se oscureció para siempre. Pedro Zuazo bebía más de la cuenta. Pegaba al rapaz, y hasta repudiarlo quiso, pero algunos le persuadimos de que la desgracia de Heliodoro era también voluntad del sino y lo crió en el faro, sin permitirle poner un pie en tierra firme, supongo que para preservar su vergüenza. El chico creció como una alimaña. Ahora debe tener la cuarentena larga, pero sigue siendo un cachorro sin dueño. Se pasó años sin hablar con nadie, hasta que renegó de todo, de su padre y de Dios, y se hizo artista. Se fue a vivir a una vieja cuadra, en Forca del Diablo, cerca de su señor Luzbel, y de la cabaña que mi sobrino Teo le ha alquilado a usted. Esté ojo avizor con ese engendro, señorita. Suele vagar por la marisma, como el alma en pena que es y será hasta que Satán lo acoja en su reino.

– ¿Es peligroso?

– Todos los endemoniados lo son.

– ¿Usted cree en Satanás?

– En todos los dogmas. Luzbel existe, señorita, no le quepa la menor reserva.

La subinspectora fijó la vista en el faro.

– ¿De qué manera murió el farero?

– Se despeñó. Cayó en aquella cala en forma de hocico de rata, y eso que conocía la isla como los pelos de su cabeza. La Parca está presente en el delta, señorita. Convive con nosotros, como el agua o la luz. Tras la muerte de Pedro Zuazo, el peñón quedó desierto. El faro dejó de emitir señales. Apenas costean barcos, por lo que la plaza de farero no se ha repuesto. El cementerio, según le decía, ha existido siempre, desde las epidemias de peste. Entonces morían a cientos, con las tripas ulceradas, en medio de atroces dolores…

– No siga, capitán.

– ¿Por qué? ¿Es usted miedosa?

– Al contrario. Soy demasiado curiosa.

– Como todas las hembras.

Martina se indignó.

– Ya basta, capitán. No puedo soportar su machismo barato.

– En el camposanto medieval -prosiguió el patrón, haciéndole caso omiso-, se ha dado cristiana sepultura a hombres y mujeres, marinos, pescadores, pero también a serranos y vaqueros. Mi buen padre Isaac reposa allí. Fue su última voluntad. Quiso elegir la isla para descansar eternamente. Yo nunca se lo hubiera aconsejado. Es un lugar solitario. Y no es bueno que los muertos estén solos…

– ¿Acaso no lo están?

– Puede que no… Pero hay cosas de las que no siempre me apetece hablar. Admire el paisaje, señorita… La peña es de una belleza desnuda, lunar. Si nos acercásemos, podría ver nidos de águilas colgando del farallón.

Martina aguzó los ojos.

– ¿Qué es aquello?

– ¿El qué?

– ¡Esa especie de cruz, sobre el acantilado!

– Nada veo. Se habrá sugestionado usted. En la marisma ocurre a menudo.

– ¿Qué quiere decir?

– Espejismos, ilusiones. Los viejos acabamos creyendo en presencias. Como Pedro Zuazo, que sostenía haber visto vampiros desenterrando las tumbas del cementerio. ¿Le gustaría escuchar ese cuento?

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