Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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La barcaza se escoraba hacia la orilla. Martina sostuvo la caña.

– ¿Cree que pudo existir alguna relación entre ambas muertes?

– En absoluto.

– ¿Y en el hecho de que usted descubriera ambos cadáveres? ¿Quién sabía que se proponía llevar a cabo esas travesías?

El marino mordisqueó la punta de su cigarro.

– Esa pregunta sólo la haría un policía.

Martina dejó brotar una risa cándida.

– Soy actriz, ¿recuerda?

– Pudiera ser ambas cosas. Policía y actriz.

– ¿Conoce a muchas mujeres policías?

– En Portocristo tenemos una guardia urbana. La hija de Rodolfo, el barbero. Pero no es tan bonita como usted.

La Sirena seguía deslizándose hacia las márgenes. Árboles muertos sobresalían del agua. Una garza se posó con majestad en el fango. El capitán aferró el timón.

– De seguir aquí, embarrancaremos. Vamos a virar.

El lanchón fue dejando atrás colonias de cormoranes y patos, hasta salir de nuevo a mar abierta. Siguiendo la línea de la costa, en la playa, a bastante distancia, se perfilaba un palacete.

– El balneario -señaló José Sumí, aunque su pasajera no le había interrogado; Martina dedujo que deseaba relegar el tema de los crímenes-. Hace años que las termas son pasto de la mala hierba. Ya Alfonso XII se desplazaba en el yate real para tomar las aguas. Y también su hijo y sucesor. Mi abuelo Abraham solía transportar en La Sirena a parte del séquito. Camareros, doncellas, oficiales, secretarios… Por esta misma ruta, entre los traidores canales. Una mañana de bonanza pretendieron arribar ¡a Biarritz! Estos Borbones… Las termas siguieron abriendo en temporada, pero no eran rentables y la sociedad quebró. Descubrirá las banderas del campo de golf enterradas en las dunas, entre las endemoniadas esculturas que ese poseso de Heliodoro Zuazo va erigiendo en homenaje al falo de Satán… ¿Piensa quedarse mucho tiempo?

– Depende.

– ¿De qué?

– De lo que sea capaz de encontrar.

El embarcadero del balneario no estaba en mucho mejores condiciones que el de la Casa de las Buganvillas. La Sirena se arrimó a las tablas, acolchadas con neumáticos.

– Feliz estancia, señorita. Espero que encuentre lo que anda buscando.

– Casi siempre lo hago. Regrese a por mí, para llevarme hasta la isla.

José Sumí soltó otra carcajada. Sus risotadas no se diferenciaron demasiado de los graznidos de las gaviotas.

– ¿Ha olvidado que La Sirena y yo vamos de entierro? ¿Pretende que pasemos a recogerla con un muerto a bordo, el monaguillo y el cura?

– Déjelo, ya me las arreglaré. Algún pescador me llevará.

La lancha viró y puso proa a la ría. Desde la orilla, Martina pudo ver por última vez a la sirenita ciega, con su cola de pez, y la silueta del capitán Sumí, oscura y erguida en el puente, diciéndole adiós con la mano izquierda.

31

Eran las tres de la tarde. El sol se había vuelto a esconder. Una cenicienta luz alumbraba un mundo muerto y antiguo.

Martina de Santo permaneció inmóvil hasta que La Sirena se hubo esfumado entre la bruma, como una embarcación fantasma. Después, recorrió el destartalado embarcadero del balneario y descendió hacia la playa. Patos marinos flotaban en la superficie de las olas, como pájaros de corcho. La marea había arrastrado montones de algas.

Una senda parecía dirigirse hacia la ría del Muguín y la playa ballenera. Detrás de las dunas, en la hondonada, el pasto había estragado el césped de un antiguo campo de golf. Todavía podían apreciarse los mástiles de las banderas. Aquí y allá, entre los quemados hoyos, se levantaban grandes y husiformes piedras, menhires que dibujaban un círculo. La subinspectora estimó que debían estar relacionados entre sí, como piezas de una misma escultura.

Martina se aproximó a uno de esos monolitos. La hierba silvestre crecía a su alrededor, pero en la base hizo un descubrimiento que la dejó confusa: un ocho tumbado, grabado a cincel, parecía glosar la firma del escultor.

El signo, si bien de mayor tamaño, era similar a los que alguien había tatuado en los cadáveres de Dimas Golbardo y Santos Hernández.

Las restantes piedras talladas carecían de rúbrica. Pensativa, Martina hizo algunas fotografías y retomó la senda.

Desde las torrenteras de la sierra, entre encinares y bosques de eucaliptos, el río Muguín discurría por tierras bajas. Al desembocar en el estuario, su enlodado caudal se disolvía en el piélago. La neblina difuminaba los contornos del paisaje, desnudándolo de cualquier referencia, salvo las ramas que emergían como muñones de las pútridas aguas. Olía a raíces podridas, a tierra enferma.

La subinspectora recorrió la playa ballenera, a trechos fangosa, y sembrada de podridos troncos, y se acercó a la Piedra de la Ballena.

La ancha losa de sílex parecía haber permanecido allí desde el principio de la creación. Pulida por la marea, su jaspeada superficie presentaba la forma de un trapecio irregular.

Martina imaginó una viva acuarela de chalupas remolcando ría adentro sus capturas. Sangre y espuma. Hogueras encendidas, marmitas con el rancho a punto. La aceitosa carne de las ballenas desparramada en trozos más grandes que un hombre. Y, en los lodazales, el impaciente mugir de los bueyes, asediados por las moscas.

Una lúgubre atmósfera pesaba sobre aquel lugar. La subinspectora encendió un cigarrillo y caminó en círculos sobre la Piedra, como si lo hiciera ritualmente. Luego subió a la linde de un bosquecillo de encinas y fumó a la espera de que el sol apareciera entre las nubes. Cuando lo hizo, sus rayos arrancaron acerados reflejos a la plataforma rocosa.

Entonces, vio algo.

En el centro de la Piedra, junto a las pardas manchas que debían corresponder a la sangre vertida de Dimas Gol bardo, había una serie de muescas. Las marcas, de unos quince centímetros de longitud, y distantes entre sí, apenas se diferenciaban de las hendiduras entre las que prosperaban raquíticos hierbajos.

Martina humedeció con saliva las yemas de sus dedos y las pasó por las muescas. Motas de polvillo mineral se adhirieron a ellas. Las cotejó con la muestra que había tomado de las uñas de Dimas Golbardo; esas mínimas esquirlas parecían coincidir en textura. Después colocó un cigarrillo sobre cada una de las marcas, se tumbó con los brazos en cruz y proyectó el cuerpo de Dimas a la espera de recibir el golpe de gracia. Quizá había perdido el conocimiento, a causa de las primeras heridas, o bien unos brazos lo sujetaron mientras él arañaba la roca, antes de que le cortaran las manos.

En el bosque, no lejos de la Piedra, a unos setenta u ochenta metros, encontró un semicírculo de requemados cantos y restos de leña y ceniza. ¿Algún cónclave de los Hermanos habría tenido lugar entre los claros del bosque? Daniel Fosco, recordó Martina, se había referido a los parajes idóneos para sus aquelarres. La Piedra de la Ballena era uno de ellos.

Junto al camino, impresas en la arena, la subinspectora distinguió huellas de herraduras y llantas de carreta. También se apreciaban pisadas. Unas, puntiagudas y lisas. Otras, redondeadas en la punta y con el tacón más señalado. Las terceras, finalmente, presentaban un dibujo en forma de malla romboidal, como las deportivas de Santos Hernández que Martina había visto en la funeraria, entre los objetos personales de las víctimas. Le llamó la atención que las llantas de carro se hundiesen profundamente, como si en ese lugar se hubiese detenido una galera muy pesada.

Se dirigió a las cabañas. Las tres parecían abandonadas. Compartían un porche corrido y un carcomido barandal. Debía hacer bastante tiempo que no recibían inquilinos.

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