Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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El humo seguía irritándola cuando se incorporó sobre un codo. El cobertizo continuaba ardiendo. Una columna de humo se elevaba hacia el cielo. El ogro de los cuentos y ella se encontraban en la ladera del bosque, a cierta distancia del incendio, fuera de peligro.

– ¿Quién es usted?

El hombre elefante hizo un lastimoso mohín.

– ¿Eso qué importa?

– Si no fuera así, no se lo preguntaría.

– Heliodoro Zuazo. Puede llamarme Heli. O El Quemao, como prefiera.

Aquel repulsivo ser sólo llevaba, pese a la fresca temperatura, una rasgada camisa de leñador, por la que asomaba el hirsuto vello del pecho. En cuclillas a su lado, mantenía apoyada en su muslo una de sus manos, más parecidas a zarpas. Las uñas eran amarillas y negras, como las de un animal. La subinspectora sintió náuseas.

– ¿Me ha estado practicando la respiración artificial?

Tal vez El Quemao intentara sonreír, pero sólo consiguió esbozar una simiesca expresión.

– No piense que he disfrutado. Escupa, si le doy asco.

Martina empezó a toser de manera convulsa. Con dificultad, se puso en pie. Tenía magullado el hombro contra el que había golpeado la puerta del cobertizo.

También Heliodoro se había incorporado. Su envergadura era poco común, pero globosa y blanda, como si su carne de maíz estuviera inflada.

En su zurda, El Quemao sostenía una hoz. Con un principio de pánico, recordando vertiginosamente el cuerpo mutilado de Dimas Golbardo, Martina pensó que, mientras había durado su desvanecimiento, esa afilada hoja debió permanecer cerca de su garganta. De sus manos. De su vientre. De las cuencas de sus ojos.

Las vigas del cobertizo se derrumbaron con estrépito. Una lluvia de cenizas se dispersó hacia ellos.

– ¿De qué modo escapé de ahí dentro?

– Usted no pudo salir -contestó El Quemao, con una voz de ultratumba-. Yo la salvé. Supe que había alguien atrapado porque oí disparos. Vi el fuego, y me asusté. Me trae malos recuerdos. Después escuché sus gritos, y derribé la puerta. Y ahí estaba usted, rodeada por las llamas. La cargué e intenté reanimarla. Pensé que estaba muerta. Por suerte, reaccionó.

– ¿A sus besos?

Heliodoro pareció excusarse.

– No sabía qué hacer.

– Se lo agradezco -dijo la subinspectora, dulcificando el tono; pero acababa de darse cuenta de que le faltaba la pistola, y estaba tensa-. Ahora no tengo más remedio que volver a entrar.

– ¿Al cobertizo? ¿Está loca?

– He metido la nariz en sitios peores, se lo puedo asegurar.

– Es imposible entrar.

– He perdido algo de valor, y quiero recuperarlo.

El Quemao levantó el faldón de su camisa y se palpó un costado. También su pantalón estaba desgarrado por varios sitios. Sus perneras se remetían en los caños de unas enormes botas de agua. Martina calculó que debía calzar al menos un cuarenta y seis.

– ¿Se refiere a esto?

Sosteniéndola por el cañón, como si deseara librarse de un objeto contaminado, le tendía su pistola. No hizo ademán de pretender usarla. La subinspectora recuperó el arma y comprobó que el cargador estaba vacío. Ella misma lo había desperdiciado, alocadamente. Llevaba otro de reserva en el bolsillo de su americana, un poco más arriba de la franja de muslo donde se había apoyado la manaza de Zuazo.

– Estaba junto a usted. Imaginé que sería suya.

– De Dimas Golbardo, por supuesto, no iba a ser -replicó la subinspectora.

– Supongo que no.

– ¿Cree que, de poseer un revólver, habría tenido más probabilidades de sobrevivir?

– No entiendo lo que quiere decir.

– ¿Ah, no? ¿Para qué lleva esa hoz?

– Desbrozo los caminos. La mala hierba está creciendo siempre.

– ¿Dónde vive usted? -Preguntó Martina después de una pausa, que empleó en observar las cicatrices de su cuello-. ¿Cerca de aquí?

– En Forca del Diablo. Aquella casa que se ve en la cima.

– ¿Qué es, un guardabosques?

Zuazo adoptó un tono modesto y orgulloso a la vez, como si estuviera desvelando un secreto personal, algo íntimo.

– Soy artista. Raquero. Trabajo con materiales naturales. Rocas, conchas, huesos. Amo la expresión plástica en su desnuda pureza. Detesto todo recurso, cualquier artificio. Aspiro a fundirme en la creación natural, de la que procedemos. A devolver al barro lo que del barro es. Y, al fuego, lo que del fuego fue.

Martina recordó que en alguna oportunidad su amiga Berta le había hablado de esa clase de chiflados. Los raqueros. Misántropos repartidos por los parajes más solitarios, empeñados en sustanciar la naturaleza con su vocación artística. «Normalmente, acaban en un manicomio», había comentado Berta.

– Admiro el arte -dijo Martina, destinándole una mirada algo más cálida.

Aquella declaración pareció complacer al raquero.

– ¿Le gustaría contemplar mi obra?

– Desde luego. Pero, antes, no me importaría averiguar quién ha intentado matarme.

El Quemao abrió la boca. Su lengua era pastosa, como si se alimentase de bayas silvestres. Tenía la piel de los brazos manchada por las antiguas quemaduras.

– ¿Matarla? ¿Habla en serio?

– ¿No supondrá que no tenía nada mejor que hacer que jugar con cerillas en ese chamizo?

– Entonces, ¿no fue un accidente?

– Claro que no. Alguien apiló leña y le pegó fuego. ¿Pudo verle?

– Ahora que lo dice, puede que me pareciera ver una sombra huyendo hacia el bosque. Después oí un relincho.

– ¿Cuántos eran? ¿Sólo uno?

– Creo que sí.

– ¿Distinguió algún rasgo? ¿Era alto, bajo?

– Alto, creo.

– ¿Declararía eso delante de un juez?

– Abomino de la justicia de los hombres. Una vez ya intentaron procesarme.

– ¿Por qué motivo?

Heliodoro hizo chasquear la lengua contra el paladar.

– Me masturbé en una taberna del pueblo. Estaba borracho, muy borracho.

– Entiendo -vaciló la subinspectora; el hombre elefante la miraba con una expresión espantosamente risueña, como si acabara de cometer una travesura colegial-. ¿Preferiría hablar con la Guardia Civil?

El Quemao agitó su enorme cabeza. Las grasientas guedejas se le enroscaron al cuello.

– ¿Por qué no responde? ¿Tiene miedo a los guardias? ¿Ha estado alguna vez en el calabozo, como su amigo Gastón de Born?

Martina tuvo la impresión de que Heliodoro Zuazo aferraba la hoz. Con un rápido movimiento, la subinspectora sacó el cargador de repuesto, montó el arma y le apuntó. En un bufonesco gesto, El Quemao se protegió la cara.

– ¡No dispare!

– No lo haré, si no me obliga. Deje esa hoz en el suelo.

Martina la recogió y pasó un dedo por su filo. Aquella hoja era capaz de mutilar extremidades humanas. Con un golpe seco. De arriba abajo. Exactamente de la manera en que habían cercenado las manos de Dimas Golbardo.

– Camine hacia las cabañas. Delante de mí.

La subinspectora abrió la puerta del bungaló y le obligó a entrar. Las pisadas de Heliodoro quedaron impresas en el polvo junto a las otras, las que parecían corresponderse con unas botas de agua. Tanto el tamaño como el dibujo de la suela eran exactos.

Martina inquirió, a bocajarro:

– ¿Mató usted a Dimas Golbardo?

– ¡Yo no he hecho nada!

– ¿Pretendía acabar conmigo? ¿Le pegó fuego al cobertizo?

La mirada del raquero manifestó una profunda decepción.

– ¡Me arriesgué para salvarla!

– ¿Sabe quién soy, y a qué he venido?

– ¡No sé quién es usted! ¡Dígamelo!

Martina se abrió un botón de la blusa y le mostró su placa. Siempre la llevaba de ese modo, colgada de una cadena, pegada a la piel.

– Subinspectora De Santo, Homicidios.

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