Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– Preferiría saber qué es esa cruz, capitán.

Un cúmulo de niebla difuminaba la isla. La subinspectora insistió:

– Estoy segura de que era una cruz. Y yo diría que algo más. O alguien más.

El marino rompió a reír.

– ¿Un vampiro? ¿El ángel que tutela el cementerio con sus alas de piedra? ¡Por la Divina Providencia, amiga mía! Será uno de esos pelados pinos que se aferran a las pendientes del acantilado. Presentan formas caprichosas entre la calima.

– Quiero visitar la isla.

– Puedo llevarla, si tanto lo desea.

– ¿Ahora?

– Ah, no. Usted ha pagado un servicio, y eso obtendrá.

– ¿Mañana? -insistió Martina.

– Tengo un entierro, ¿no se lo he dicho?

– No. ¿De quién?

– ¡Qué curiosas son las mujeres! El de Dimas Golbardo, cuñado mío. No piense que me agrada el oficio de sepultar, y menos tratándose de un deudo, pero alguien debe apechar con ese caritativo deber. ¡Tendría que ver el paso de los cortejos avanzando por el borde de los acantilados! Hay sendas en que si se mira abajo… Uno creería estar caminando tras el mismísimo Caronte. Entre las lápidas, inclinadas hacia la pendiente, la vista es… ¡Ah, tenemos compañía!

Una manada de delfines saltaba a estribor. Estuvieron un rato jugando con la estela de la lancha. Tan súbitamente como se habían dejado ver, desaparecieron.

El sol salió, pero volvió a ocultarse detrás de las nubes. Martina sintió frío. Se puso la gabardina y buscó refugio en el puente.

Costearon hacia Forca del Diablo. Los alcatraces se sumergían como flechas de plata.

Penetraron por la ría del Muguín. El gallego se calmó.

La subinspectora había perdido el sentido de la orientación. Los acantilados dieron paso a marismas que se extendían tierra adentro en una sucesión de espejos, de un opaco y vinoso añil. Como un cuchillo, la quilla destrozaba plantas de raíz acuática. Martina calculó que hacía más de dos horas que no veían a otro ser humano.

– La Piedra de la Ballena -informó al rato el capitán, girando hacia su pasajera su perfil de moneda, como tallado en una pipa de espuma de mar-. En condiciones normales arribaríamos al desembarcadero de Dimas, pero el Muguín baja revuelto.

La barcaza se había estancado en el centro de la ría, a contracorriente. Un tronco golpeó el casco. La soledad era plena. José Sumí pretendió abarcar con un gesto aquel prodigio de la creación y, como si recitara su guía oral ante un atento pasaje, declamó:

– Cuando en las atalayas de Isla del Ángel se prendían las hogueras, los balleneros de la costa, guiados por señales de humo, zarpaban en chalupas al encuentro de las bestias del mar. Dimas Golbardo, Isaac Sumí y otros bravos marinos de Portocristo hacían bogar los remos junto al arponero arrodillado en la proa con lanzas y cuerdas. Tanto se arrimaba la flotilla a las manadas que a menudo el oleaje o un golpe de cola las hacía zozobrar. El arponero alzaba el brazo. La mar se colmaba de roja espuma. ¡Cuánto tardaban en morir esas malditas! A golpe de remo, desangrándose, eran remolcadas hasta la Piedra, donde hachas y sierras desguazarían sus inmensas moles. Los pescadores, y también sus mujeres, se ataban espuelas a las botas de agua, a fin de no resbalar por las montañas de carne. Cuando habían destazado al animal, los trozos más grandes se ponían a hervir en calderos, para separar el aceite y la grasa. Por las descomunales bocas se extraían los huesos.

– ¿Y el resto de la carne?

– Servía de alimento a los cerdos.

El acento del capitán se cerró como el de los arroceros del delta.

– Dimas Golbardo, el último arponero de Portocristo, se casó tarde, como en la edad madura lo hice yo con su hermana Sara María. Dimas tuvo un hijo, Teo. Orgulloso se sentía de él. ¡Incauto! ¡Tan ciego estaba como las ballenas frente al arpón que habría de sacrificarlas! Ignoraba Dimas que por las venas de ese ingrato sobrino mío corre la sangre de Caín. En vida le consagró su amor paterno. Lo educó. Pescó y construyó para él. Por él cumplió con escrúpulo sus deberes para con la comunidad cristiana. A cambio…

El sol brotó en una ráfaga, como una herida. Los ojos de la subinspectora se irritaron con la luminosidad. Buscó en su americana unas gafas oscuras y afirmó, casi con ternura:

– A cambio lo mataron. ¿No era eso lo que iba a decir, capitán?

José Sumí apuró el aguardiente de un trago.

– Así fue, señorita, y no de otro modo. Para ser forastera, está usted bien informada. Dimas apareció muerto ahí mismo, en la Piedra de la Ballena, a pocos metros de la cabaña que usted ha alquilado. Estaba desnudo como un bacalao. Sin manos, con los ojos arrancados de las órbitas y la barriga abierta en canal.

– ¿Vio usted su cadáver?

– Yo lo encontré.

– Debió ser atroz.

– Lo fue.

– ¿Cómo lo descubrió?

– Por pura casualidad.

– Las casualidades no existen, capitán. Los hechos están conectados entre sí. Todos. Siempre.

– ¿Usted cree? -Reflexionó el marino, como si esa idea no fuera del todo nueva para él-. Es posible que tenga razón.

– Sospecho que así es. Dimas Golbardo estaba predestinado a morir de esa forma. Y usted lo estaba para encontrarlo.

El capitán mordió la punta del cigarro.

– Curioso. De hecho, yo también pensé que lo habían abandonado allí para que mi Sirena y yo nos topáramos con él.

– ¿Antes de que el diablo bajase a recoger su alma?

– Dimas era un católico ejemplar, señorita. A esta hora estará contemplando el rostro del Señor.

– Y Teo, ¿también es un piadoso cristiano?

– Preferiría no hablar de mi sobrino, señorita.

– ¿Tenía algo contra su padre?

– Le despreciaba. Debía ser poco para él. Ese muchacho es un resentido, pero no me obligue a seguir hablando.

Martina se apoyó en la caña. La diestra del marino era nudosa y rojiza como un sarmiento. La subinspectora casi pudo percibir su energía, poderosa, seca, contundente como un mazo. Pero fue la zurda la que empleó para anotar una observación en su cuaderno de ruta.

– ¿Qué está escribiendo?

– Me gusta llevar un diario de las mareas. Por todo el estuario tengo puestas unas varas de nivel.

La subinspectora preguntó, aparentando indiferencia:

– ¿Dimas Golbardo vivía cuando usted lo encontró?

El capitán escupió al cubo. Esta vez acertó.

– Si se puede llamar existir a padecer las convulsiones que sufriría un lagarto después de arrancarle la piel, sí, alentaba.

Martina volvió a pensar en dos arrapiezos, Elifaz Sumí y Daniel Fosco, recorriendo los arenales en busca de cangrejos y víboras para capturarlos y someterlos a lentos tormentos. Y pensó en los ángeles, tan crueles y humanos, de los cuadros de Fosco.

– ¿Dimas Golbardo alcanzó a decirle algo? ¿El nombre de su agresor?

José Sumí se puso rígido.

– ¿A qué viene tanta pregunta?

– Quizá esta historia interese a mi editor.

José Sumí se limitó a acariciarse las barbas. La subinspectora comprendió que por el momento no iba a sonsacarle mucho más. Para reanimar su locuacidad, se resolvió a cambiar de escenario.

– ¿También el farero estaba vivo cuando dio con él?

El capitán volvió a escupir. Se secó con la manga y dijo:

– Desnucado, con la cabeza girada como un trompo. Los pájaros le habían sacado los ojos. Y eso que él mismo los alimentaba y recuperaba las crías que caían farallón abajo, haciéndolas anidar en el faro.

– Quizá alguien les facilitó ese trabajo -apuntó la subinspectora.

El capitán enmudeció. Contemplaba a su pasajera con un cariz distinto. Abandonó la rueda para arrojar a las gaviotas un balde de pescado crudo. Sus crueles chillidos celebraron la ofrenda.

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