– ¿Nunca había oído ese nombre?
– No. Y ésta, subinspectora, es su última consulta por esta noche, recuérdelo. Estamos hablando, sin más, de una pandilla de chicos maleducados y demasiado aficionados al porro y al licor pendenciero. Algunos viven en Bolscan, pero, como usted parece haber averiguado, cada cierto tiempo se reúnen en Portocristo para hacer de las suyas. Cuando se ponen ciegos de marihuana y alcohol resultan difíciles de controlar. Varios de ellos han sido detenidos por escándalo público. La semana pasada, sin ir más lejos, Gastón, el hijo de Mesías de Born, el director de Ecos del Delta, durmió la mona en el calabozo. Unos vecinos lo denunciaron por pasearse desnudo en pleno paseo marítimo, a la luz del día. Con esas borracheras que se agarran, bebiendo y fumando marihuana toda la noche, no es raro que le den la vuelta al marcador. Mesías de Born, abochornado, vino a recoger a su hijo. Como no teníamos ropa de civil, mientras el chico roncaba a pierna suelta le pusimos un uniforme nuestro. No se imagina la que montó al despertar, cuando se le pasó la trompa.
Martina decidió que la aportación informativa del sargento merecía una sonrisa cortés. La ejecutó con diplomacia, percibiendo que Romero acababa de atisbarle los pechos a través del escote. Le pareció que ese gesto de familiaridad le daba derecho a formular una nueva consulta.
– ¿Conoce a Daniel Fosco, sargento?
Romero se rascó la nuca, exasperado.
– Está rompiendo nuestro trato, subinspectora.
– Oh, vamos, ayúdeme un poquito más. ¿Conoce a Daniel Fosco?
– Sí. ¿Y usted?
Martina encendió un cigarrillo con la brasa del anterior. Aspiró una profunda bocanada y retuvo el humo en sus pulmones.
– También es de Portocristo, según me dijo. Y otro de los Hermanos de la Costa. El segundo de la trinidad… ¿Trató usted al padre de Daniel Fosco?
Romero apeló a su paciencia. Que estaba a punto de acabarse.
– Un poco. Gabriel Fosco. El farmacéutico.
– ¿Se llevaba bien con su hijo Daniel?
– Con todo el mundo. Era hombre bondadoso, ascético. Y un sabio con las plantas. En una ocasión estuve en su rebotica. Tenía la trastienda repleta de frascos con semillas, raíces, bulbos, flores secas.
– ¿Quiere decir que era aficionado a la botánica, un naturalista?
– Eso es. Siempre estaba de excursión, por ahí, recogiendo especímenes.
Las estrechas fosas nasales de la investigadora expulsaron dos chorros paralelos de humo.
– ¿Gabriel Fosco, el padre de Daniel, murió ahogado?
– Cierto.
– ¿Accidentalmente, también?
El mando no vaciló:
– ¿Quién iba a desearle nada malo a un hombre como el boticario? ¡Si era un beato!
– ¿Como el capitán Sumí? -El sargento no contestó, hastiado; la subinspectora reincidió-: ¿Quién alertó de la desaparición del farmacéutico? ¿Fue su hijo Daniel?
De pésimo humor, el sargento frunció el ceño. Sus cejas, espesas y negras, casi llegaban a unirse sobre el puente de la nariz.
– No lo recuerdo. Alguien de su familia debió hacerlo, por supuesto. Su mujer, probablemente. Ocurrió… Sí, en las pasadas Navidades. Una patrulla encontró a Gabriel Fosco en las lagunas. No había señales de agresión. Todavía llevaba puestas sus botas de agua y el anorak que utilizaba para sus excursiones invernales. Pudo quedar atrapado en un lecho pantanoso mientras buscaba hacerse con nuevas especies.
La subinspectora aplicó una larga calada a su tabaco inglés. No había comido prácticamente nada desde el día anterior. Notaba el estómago como si fuera una bolsa de papel. Temía que, de un momento a otro, sus tripas comenzasen a gruñir en demanda de alimento. Sacó del bolso una barrita de cacao y se la pasó por los labios.
– Le propongo que hagamos un recuento de víctimas, sargento. Además de los dos últimos crímenes, todavía calientes, tenemos a un farero desnucado en Isla del Ángel y a otro hombre, Gabriel Fosco, el farmacéutico, ahogado en la marisma.
– Está viendo fantasmas, subinspectora. Sólo trabajaré sobre dos casos, recuérdelo: las muertes violentas, inducidas, recientes, de Dimas Golbardo y Santos Hernández. Los únicos casos que ahora mismo tengo sin resolver.
Como si no le hubiera oído, Martina preguntó:
– ¿Gabriel Fosco sabía nadar?
– Lo desconozco.
– Desde que el farmacéutico murió, ¿quién regenta la botica? ¿Su viuda?
– Así es. De Pascuas a Ramos, el hijo se persona por aquí para echarle una mano.
– ¿Daniel? No es posible. Vive en Bolscan. Es artista.
El sargento soltó un bufido.
– Eso dirá él, haciéndose la ilusión de ser un Dalí. No creo que haya vendido un cuadro en su vida. Tampoco es verdad que resida en Bolscan. Va y viene, según le da. Su madre acaba de despedir al mancebo que despachaba en la farmacia, por lo que ese maula de Daniel no tendrá más remedio que arrimar el hombro. Tampoco vaya a creer que tienen mucho trabajo. Aquí la gente es escéptica con los fármacos. Prefieren visitar a los curanderos de la sierra… ¿Se va?
Martina estaba recogiendo su gabardina y su sombrero.
– Ya le he distraído bastante. Tiene usted demasiados frentes abiertos. Debo buscar alojamiento. Creo que probaré en esa posada del Pájaro Amarillo regentada por la familia Golbardo. Estaremos en contacto. Porque somos un equipo, ¿no?
Romero asintió, con alivio. Casi no podía creerlo. Al fin iba a verse libre de aquella mujer.
– Por descontado, subinspectora. Una piña.
– Le llamaré.
– No se moleste en hacerlo antes del mediodía. Voy a estar muy ocupado.
– Creí que se sentía exhausto.
Romero le destinó una mirada admonitoria.
– Descansaré cuando hayamos solucionado los crímenes.
– Que tenga suerte.
– Lo mismo le deseo.
Martina abandonó el cuartelillo y salió a la noche. Miró el reloj. Eran las tres y media de la madrugada del martes 20 de diciembre. Se acercó al carro de Santos Hernández y acarició al caballejo. La galera estaba vacía, con unas pocas briznas de paja pegadas al fondo. Las ruedas del carromato eran anchas, con gruesos radios y llantas reforzadas por una banda de hierro remachada con clavos cuadrados.
La subinspectora tomó unas fotos del carromato y del dibujo de las llantas y empezó a desandar el camino en dirección al pueblo.
Portocristo se recortaba como una sombra encastillada contra la luna enferma que blanqueaba el arenal.
En la cumbre del acantilado, el viento soplaba con fuerza. Martina arribó a la posada helada hasta los huesos. Llamó al timbre, esperó a que le abrieran y entró a una sombría recepción.
– Necesito hospedaje. Me han recomendado este establecimiento.
La macilenta figura de un hombre mayor cerró la puerta.
– ¿Viene recomendada? ¿Puedo saber por quién?
– Por el sargento Romero, de la Guardia Civil. ¿Tiene habitación?
– Lo comprobaré.
El posadero pasó detrás del mostrador y abrió el libro de reservas. Martina se dio cuenta de que esa semana de diciembre estaba en blanco. Sólo había registrado un nombre, inscrito en torpes mayúsculas que ella pudo leer al revés: Carlos Martel.
– Ha tenido suerte. Me queda una, en la primera planta. Con vistas al mar y a la sierra.
– Estoy segura de que me gustará.
Colgada en la pared, bajo un aplique de luz, destacaba una antigua fotografía. Una hilera de niños posaba delante de un aeroplano, en compañía de un piloto con polainas y gafas de aviador. De la mano del piloto se veía a una sonriente niña, de unos ocho o nueve años, con un menesteroso vestido y traviesos bucles enmarcando su carita de ángel.
Читать дальше