Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– Aguarde.

El sargento salió de la oficina con semblante adusto. A través de la puerta entreabierta, Martina lo oyó conversar con el retén de guardias. Romero desapareció por otra oficina y regresó sosteniendo un largo arpón enfundado en una bolsa de plástico.

– Mañana lo enviaré al laboratorio. Tenga, póngase estos guantes.

El arma quedó depositada sobre su escritorio. Martina protegió sus manos y la sacó de la funda. Había restos de sangre en la hoja dentada y a lo largo de la estaca. La subinspectora distinguió mínimos jirones de tejido humano, asimismo ensangrentados, adheridos a la hoja de hierro fundido.

– Al pobre Santos no hubo más remedio que arrancárselo del pecho -recordó el sargento-. Lo habían ensartado como a un pez espada. La punta asomaba por la espina dorsal.

– ¿Se encargó usted de hacerlo?

– Varios de mis hombres se ocuparon de ello. El arpón se había clavado con fuerza. Como si hubieran querido partirle el alma.

– ¿A Santos Hernández le causaron una herida, sólo una?

– Fue más que suficiente.

– ¿Amputaciones?

– No.

– ¿Está seguro? ¿Le arrancaron los ojos?

– No, ya le digo.

– ¿Algún apéndice? ¿Revisó su aparato sexual, los testículos, el pene?

Romero meneó la cabeza, aborrecido. Estaba claro que aquella detective no iba a darle cuartel.

– El doctor Ancano fue quien lo examinó en profundidad. Me lo hubiera advertido.

– Debería haberlo hecho usted mismo. No se preocupe, yo lo haré en su lugar. El arpón parece bastante antiguo. Presenta herrumbre, de hecho. ¿Sabe a quién pertenece?

– El hijo de Dimas, Teo Golbardo, lo reconoció durante su declaración -desveló el sargento-. El arpón era de su padre. Un recuerdo de sus tiempos de cazador de ballenas. El viejo Dimas guardaba sus aparejos en un cobertizo de las cabañas del Muguín. Alguien debió sustraérselo.

La subinspectora ensayó otra opción:

– Quizá Dimas lo llevaba consigo cuando salió en la barca el domingo por la mañana. El asesino, después de abordarlo, pudo utilizarlo más tarde en la comisión de su segundo crimen. Para ensartar con él a Santos Hernández, en su calidad de inoportuno testigo.

El sargento guardó silencio. Su migraña iba en aumento. Temió soñar con aquella mujer, y no precisamente fantasías eróticas.

Martina siguió preguntando:

– ¿Dónde encontraron sus hombres el cuerpo de Santos Hernández, exactamente?

– En las playas del Muguín, cerca de Forca del Diablo. Un paraje desértico, a unos tres kilómetros de la Piedra de la Ballena, bordeando la ría. Estaba tendido de lado, junto a su caballejo y su carro, con el arpón clavado.

– El asesino pudo recorrer ese trecho en poco tiempo.

Romero le dio la razón.

– La secuencia está clara, subinspectora. En primer lugar, pasado el mediodía del domingo, el criminal acabó con la vida de Dimas Golbardo. Lo siguió hasta las cabañas, se ocultó en los cañaverales, o en el bosque, lo asaltó y lo ejecutó. Abandonó su cuerpo mutilado sobre la Piedra, para que fuera más fácil de descubrir. Quería que alguien lo encontrase. Y que lo hiciera pronto.

– Eso es evidente. Pero, ¿por qué? ¿Para promulgar un escarmiento, para advertir o atemorizar a una futura víctima?

– O para llamar la atención sobre el segundo cadáver -insistió el sargento, resistiéndose a desvincular el móvil de ambos asesinatos-. Después de liquidar a Dimas Golbardo, y de soltar su esquife, el asesino cogió del cobertizo uno de sus arpones, se emboscó en la senda, esperó a Santos Hernández y se encargó de despacharlo.

– ¿Cuánto tiempo esperó?

– Alrededor de una hora.

La subinspectora estaba redactando algunas notas en su libreta. Alzó la frente y preguntó:

– Estamos dando por supuesto que Dimas Golbardo fue asesinado en primer lugar. ¿Podemos deducirlo de la hora de sus respectivas muertes?

– Así es. El doctor Ancano lo certificó. Golbardo cayó primero, hacia las dos de la tarde del domingo. Una hora más tarde, sobre las tres, le tocó a Santos.

– ¿Ese médico es forense?

– No.

– ¿Qué especialidad tiene? ¿Medicina general?

Una tormentosa expresión nubló el rostro del sargento. La subinspectora prosiguió, inalterable:

– ¿A qué hora de la tarde del domingo encontró el capitán Sumí el cadáver de Dimas Golbardo?

– Justo antes del anochecer. Sobre las seis.

– ¿Qué hacía el capitán allí?

– Había salido a navegar sin rumbo, como muchas otras jornadas.

Martina guardó unos segundos de silencio, como para evidenciar lo endeble de esa coartada.

– ¿Existía alguna conexión entre ellos?

– ¿Entre quiénes?

– Entre Dimas Golbardo y Santos Hernández.

– Aparentemente, ninguna. Como ya le he dicho, Santos era un tipo solitario, sin ocupación estable. Vivía a las afueras de Portocristo, junto a la marisma, pero pasaba temporadas en la sierra, comerciando con los canteros, o con partidas de ganado vacuno, nomadeando para ganarse la vida… Quizá tenía alguna deuda, y se la hicieron pagar.

La subinspectora insistió:

– ¿Dimas y él ni siquiera se conocían?

El sargento estalló.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Le recuerdo que sólo llevo día y medio investigando los casos. ¿Sabe cuántas horas he descansado? Ni una sola. Me parece que es poco plazo para resolver dos crímenes violentos. ¿O es que ustedes, los listillos policías de Bolscan, los habrían resuelto ya?

Martina adoptó un tono exculpatorio.

– No pretendo presionarle. Formamos un equipo, recuérdelo. Déjeme preguntarle otra cosa. Después me voy.

El sargento aplicó una furiosa chupada a su faria.

– Trato hecho, subinspectora. Ultima pregunta.

– ¿Tiene noticia de un grupo de jóvenes que se hacen llamar los Hermanos de la Costa?

Romero elevó los ojos al cielorraso.

– Como no me dé más pistas.

– Por lo que sé, que es muy poco, integran una especie de cofradía o secta de artistas. En principio, los juzgué como una pandilla de alocados adolescentes, pero ciertos detalles me han hecho pensar que algunas de sus actividades podrían guardar relación con los crímenes. Para divertirse, se reúnen en la Piedra de la Ballena, entre otros lugares abruptos, al menos dos veces al año, coincidiendo con las noches de solsticio. Al grupo pertenecerían, entre otros, Elifaz Sumí, Daniel Fosco, Gastón de Born y el hijo del farero, un tal Heliodoro Zuazo, burlona mente apodado por sus camaradas como El Quemao. Sus propios colegas lo definen como una suerte de monstruo.

– Ah, esos payasos -sonrió Romero, con suficiencia-. Yo en su lugar no perdería ni un minuto con ellos.

– No he venido a perder el tiempo, sargento. Intento establecer vínculos en una comunidad humana entre la que se oculta un criminal. Le pondré un ejemplo. Elifaz Sumí es hijo del patrón que encontró los restos de Dimas Golbardo en la Piedra de la Ballena. Y, antes, el pasado verano, los de Pedro Zuazo, en Isla del Ángel. Los Hermanos de la Costa celebran sus orgías en esos lugares. En los mismos parajes que han servido de escenario a los crímenes.

El sargento emitió otra carcajada.

– ¡Los Hermanos de la Costa! ¡Por el mismo precio podrían hacerse llamar los Gilipollas de la Playa!

Romero celebró su propia gracia, pero Martina se mantuvo impertérrita. Cuando el sargento dejó de reír, y se hubo sonado la nariz con un pañuelo de dudosa blancura, se dirigió a él fingiendo humildad:

– Le quedaría muy agradecida si me cuenta lo que sabe de ellos.

Romero suspiró.

– Los Hermanos de la Costa, vaya por Dios. Ni siquiera sabía que se hicieran llamar así.

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