Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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La subinspectora comentó:

– Qué foto más curiosa.

– Cierto. Suele llamar la atención. Pero yo no puedo contemplarla sin que se me salten las lágrimas.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque ese niño de la izquierda, el que se apoya en la hélice, era mi hermano Dimas, que en paz descanse.

– ¿Dimas Golbardo? En el pueblo dicen que…

– La verdad. Que lo han asesinado.

Martina fingió un horrorizado asombro.

– ¿Asesinado?

– Digo mal. ¡Lo han cuarteado, descoyuntado! Lo han… La subinspectora guardó una respetuosa pausa, antes de inquirir:

– ¿Es usted pariente suyo?

– Su hermano menor. Alfredo. Deberíamos haber cerrado el establecimiento, pero en honor a Dimas decidimos mantenerlo abierto. Él lo hubiese preferido.

– ¿Su hermano era el dueño de la posada?

– Nos pertenecía a los dos.

– Lo siento mucho.

– Agradecido -murmuró Alfredo Golbardo, secándose los ojos con la manga del jersey-. Quiera el justo Dios que atrapen pronto a ese mal nacido.

– ¿Quién ha podido hacer una cosa así?

El posadero se santiguó.

– El diablo. ¿Quién, si no?

Martina lo dejó con sus fúnebres reflexiones y subió a su habitación. La monacal alcoba, con suelos de loza, era muy amplia. Una cama con almohada de lana apoyaba en la pared su cabecero de forja. No había televisión ni teléfono. En el descomunal armario de roble se habría podido ocultar un cadáver.

El cuarto de baño estaba forrado en teca, como un camarote. Martina se quitó la ropa y se sumergió en una ducha caliente que inundó de vapor sus dos dependencias. Tuvo que abrir las ventanas y desempañar el espejo frotándolo con una toalla. Afuera, la oscuridad era absoluta. Silbaba el viento, y el mar golpeaba las rocas con un sostenido fragor.

Luego se tumbó desnuda sobre la cama y abrió el libro de Elifaz Sumí, La herida celeste. Una cita de Ezra Pound iluminaba la página de respeto: «Y si una nota falsa el tímpano golpea, al instante este paraíso se precipita hacia la nada.» Leyó varios poemas seguidos, pero ni el ritmo ni las imágenes lograron despertar su interés. En contraste con la temerosa personalidad que su autor había manifestado en su casa, las estrofas de Elifaz Sumí le parecieron pretenciosas, hueras. Eran versos a un amor no correspondido, lamentos y súplicas dirigidos a una mujer ideal que, al parecer, ignoraba o menospreciaba al autor.

Dejó a un lado La herida celeste y se dispuso a leer los cuentos de Gastón de Born, que había hojeado superficialmente en el ferry. Contrariamente a lo que le había sucedido con las composiciones poéticas de Elifaz Sumí, muy pronto el contenido de esas páginas la sumergió en un estado de ansiedad.

Las narraciones de Los Hermanos de la Costa y otros relatos de terror estaban relatadas en primera persona. Sus protagonistas eran jóvenes asesinos cortados por un mismo patrón. Las invariables víctimas eran sus padres. Gastón de Born había ambientado sus sanguinarios argumentos en las marismas de Portocristo, transformadas por su pluma en tenebrosos lagunares animados por amenazas ocultas, por seres abocados al rencor, al odio, a la sed de venganza. En el libro, escrito con vigor, y con un cierto estilo, no había caracteres femeninos. Ni uno solo. Ninguna mujer.

Los relatos de Gastón de Born carecían de título. El primero de ellos arrancaba con la siguiente frase: «La noche en que por fin maté a mi padre, sentí tanto placer que me consideré desdichado por no haberlo hecho antes.»

Martina leyó el libro hasta su última línea, tomando algunas notas sobre cada uno de los cuentos, hasta que se reafirmó en que todos obedecían al mismo esquema, el de un hijo desdichado que acababa matando a su padre en rebelión contra su despótica autoridad.

Después, aunque ya lo había expurgado, volvió a sumergirse en el catálogo de Fosco, Insania.

Alguien, cuya firma no constaba en parte alguna, había compuesto unos breves textos, cuyo estilo recordaba al de los relatos de Gastón de Born, para acompañar a las ilustraciones. El tormento estaba presente en la totalidad de ellas, pero la expresión de los desnudos mártires que soportaban el castigo era casi feliz, como si a través del dolor hubiesen alcanzado el éxtasis.

Los ojos se le cerraban. Encendió un cigarrillo para intentar mantenerse despierta, pero al poco rato se quedó dormida con el libro de Fosco abierto a un lado de la almohada.

21

Una serie de furiosos ladridos la despertó a eso de las ocho de la mañana. Apenas había dormido cuatro horas. Se cambió y bajó a la recepción. La cocina estaba cerrada, pero un legañoso Alfredo Golbardo accedió a prepararle unos huevos fritos que le supieron a gloria. En el vacío comedor, de ambiente marinero, la subinspectora se sorprendió devorando con ansia, hasta mojar el pan en un resto de aceite y deliciosas yemas. En cuanto terminó su desayuno, se dirigió a recepción y ofreció un cigarrillo al menor de los Golbardo. Alfredo lo aceptó con temblorosos dedos.

– Quisiera ver esa fotografía de cerca, si no le importa -dijo la subinspectora, aludiendo a la imagen que decoraba la pared, junto al cajetín con las llaves de las habitaciones.

– Claro que no.

Martina pasó al interior del mostrador. La foto que la noche anterior había despertado su interés era de color sepia. La suciedad velaba el cristal.

– Debieron hacerla con una de esas antiguas cámaras de magnesio.

Alfredo había vuelto a abismarse en el acta de pésames. No se había afeitado. Era evidente que no había conseguido descansar.

– La máquina del pajarito, la llamaban.

Martina sonrió.

– ¿Es usted alguno de esos niños?

– No. Yo acababa de venir al mundo cuando el Pájaro Amarillo, el primer artefacto volante en acometer la ruta transatlántica, ese cacharro que ve usted ahí, tuvo que aterrizar de emergencia en nuestras playas. Creo que fue en 1929. Mi hermano Dimas me llevaba diez años. En esa foto, él debía tener alrededor de doce. Yo todavía estaría en pañales.

– ¿Quiénes son los otros chicos?

Sin necesidad de contemplar la imagen, Alfredo recitó, dándole la espalda:

– Rapaces del pueblo. Mesías de Born, el del pelo a cepillo. Gabriel Fosco, con esos anticuados bombachos. Pedro Zuazo, que a falta de algo mejor se haría farero de Isla del Ángel. Antonio Cambruno, el más serio, el juez. Y José Sumí, el capitán. Que siempre fue el jefe.

– Quizá le estoy despertando malos recuerdos.

– Todo lo contrario, señorita.

– ¿Cómo sabe que no estoy casada?

Alfredo se volvió con una sonrisa conspicua.

– Cuando una mujer tan guapa viaja sola…

Martina le interrumpió:

– Hay una niña en la foto. ¿Quién es?

El posadero se frotó los párpados, pero no se giró.

– Sara María Golbardo, mi prima hermana. Corriendo el tiempo, llegaría a casarse con José Sumí. Murió hace unos años, la pobrecilla. Ahogada en los canales. Y eso que era una gran nadadora. Tenía que haberla visto buceando en los acantilados. Bajaba a pulmón hasta los criaderos de langostas. Ahora mismo la estoy contemplando con su bañador de cintas y aquellas lentes de buceo que se le enredaban en los tirabuzones… Y estoy viendo al capitán Sumí, muchos años después, con el cadáver de Sara María en brazos, entrando en la bahía a bordo de La Sirena… A veces pienso que ésta es una tierra maldita. Maldita por la misma muerte, mil veces maldita…

Martina abandonó la posada y, a buen paso, se dirigió al pueblo. La mañana era brumosa, fresca y gris, con grandes y pesadas nubes moviéndose sobre el plomizo mar. La parte antigua de Portocristo se cerraba en un laberinto de casas de piedra tan pegadas unas a otras que los vecinos podrían pasarse la sal a través de las ventanas. La niebla apenas permitía ver los tejados.

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