La subinspectora presumió:
– Dimas Golbardo debía conocer la costa como la palma de su mano, pero era demasiado viejo para andar trapicheando. ¿Tenía antecedentes?
– No. En principio no encaja en ese perfil, aunque nunca se sabe -vaciló el sargento-. De Santos Hernández ya tendría alguna duda.
– Hábleme de él.
– Era una especie de chamarilero, de buhonero ambulante. Poseía un carro, que apareció junto a su cuerpo sin vida. El carromato está en el patio, a la espera de que alguien lo reclame. Quizá lo haya visto al entrar. -La subinspectora afirmó-. Santos comerciaba con ropa, con ganado, levantaba refugios y muros con piedra de las canteras de la sierra. No me extrañaría que se dedicase a pasar pequeñas cantidades de hachís. Sigo pensando que en Portocristo no se han radicado aún traficantes a gran escala, pero otra cosa muy distinta son nuestras aguas jurisdiccionales. Como sabe, las operaciones de mayor envergadura suelen realizarse en alta mar. Los alijos cambian de barco, o se distribuyen en lanchas rápidas capaces de almacenar la droga en escondrijos costeros. Los acantilados de Forca del Diablo y de Isla del Ángel están plagados de grutas de muy difícil acceso. Si yo fuera un narco, lo tendría en cuenta. En tierra, la actividad es menor. La droga sale rápidamente hacia las grandes ciudades. Aquí tan sólo hemos detectado camellos de poca monta, que abastecen el mercado doméstico. Santos Hernández bien pudo ser uno de ellos. Pero el futuro es incierto. Que comiencen a actuar delincuentes autóctonos de mayor vuelo será sólo cuestión de tiempo. El dinero a ganar es mucho. La tentación, permanente.
La subinspectora sacó su pitillera. Ofreció un cigarrillo al oficial, pero éste lo rechazó. Sólo fumaba farias, dijo.
– Aparquemos por ahora esa hipótesis -propuso Martina-. ¿Han encontrado el arma con que descuartizaron a Dimas Golbardo?
– No.
– ¿Qué tipo de hoja cree que fue utilizada?
– Con toda seguridad, un cuchillo de gran tamaño. Que, a estas horas, descansará en el fondo de las marismas. Mis hombres están drenando la ría del Muguín, pero me temo que no aparecerá fácilmente.
– ¿Además de un cuchillo, el criminal pudo usar, también, un hacha?
– ¿Por qué lo pregunta?
– De las fotografías que nos han enviado saqué la impresión de que a Dimas Golbardo no le cortaron o serraron las manos, sino que sus extremidades fueron amputadas de un solo tajo. Con un golpe seco, de arriba abajo. Si el asesino actuó con tanta contundencia, habrá dejado marcas en la roca.
– Suponiendo que lo descuartizasen en la Piedra de la Ballena -dudó el sargento-. Pudieron matarlo en cualquier otro lugar y, posteriormente, trasladarlo allí.
– ¿Con qué propósito?
– ¿Confundir a la Guardia Civil y a la enviada especial de la Policía de Bolscan, quizá?
Martina se inclinó por obviar la ironía. Algo más crudamente, cuestionó:
– ¿Ha reconstruido los últimos movimientos de Dimas Golbardo?
– Por supuesto. Según su hijo, Teo, el viejo Dimas tenía previsto desplazarse a la ría del Muguín, hasta unas cabañas de las que son propietarios, a fin de inventariar las reparaciones necesarias de cara a la temporada turística, que no empieza hasta Semana Santa.
– ¿Dónde queda esa ría?
Romero se arrimó al mapa.
– Junto a Forca del Diablo. Aquí.
– Desde Portocristo hay un buen trecho. ¿Cómo se desplazó Dimas hasta allá?
– En barca. Los Golbardo siempre han sido pescadores, pero cuando el viejo Dimas se retiró por causa de una artritis que le impedía maniobrar y manejar las redes, vendieron su embarcación y adquirieron la casa cural para restaurarla como posada. Hará unos cuantos años que la abrieron. Se llama El Pájaro Amarillo. Si no tiene alojamiento, le recomiendo que se hospede en sus habitaciones. Porque -añadió Romero, con aire de resignación- supongo que piensa quedarse algunos días entre nosotros.
La subinspectora replicó, con frialdad:
– Así es. Continúe.
– Como le decía, Dimas y su hijo Teo vendieron su barco pesquero, pero conservaron una pequeña barca con motor. Cangrejeras, las llaman en el delta. Teo solía acompañar a su padre cuando sentía nostalgia de la mar. Sin embargo, y a pesar de su artritis, el viejo Dimas seguía siendo capaz de aparejar la canoa, y a veces salía a navegar solo. El pasado domingo, antes de ayer, el día en que iba a morir, Dimas Golbardo se presentó en el muelle a primera hora de la mañana. Otros pescadores lo vieron, hablaron con él. Subió a la cangrejera y se dirigió hacia la desembocadura del Muguín. Nadie lo volvería a ver. Vivo, quiero decir. La barca, o lo que quedaba de ella, apareció ayer, lunes, destrozada contra los acantilados de Isla del Ángel. La marea debió arrastrarla.
– Lo que quiere decir que Dimas Golbardo no fue abordado en las marismas, sino mar adentro.
– Entraría en lo posible, en efecto.
– Por alguien que sin duda no le era desconocido.
El sargento se encogió de hombros.
– Está usted conjeturando.
La subinspectora porfió:
– Alguien que le obligó a abandonar la barca y lo retuvo contra su voluntad, hasta que decidió matarlo.
– Sigue especulando usted. También pudieron soltar el esquife y abandonarlo a merced de la corriente.
Martina le dio la razón. A veces, en su heterodoxia, cedía a la tentación de aplicar a los mandos el mismo tipo de técnicas de interrogatorio que utilizaba con los sospechosos.
– ¿Cómo amaneció el domingo? ¿El tiempo era bueno?
– Un brumoso y fresco día de invierno.
– Ayer, en alta mar, hubo tormenta eléctrica -recordó la subinspectora-, pero no llovió. ¿Y en tierra, ha llovido desde el domingo?
– Tampoco.
Martina presionó el mapa. Se había fijado en un serpenteante camino de carros que bordeaba la sierra, hasta morir en las rías orientales, junto a Forca del Diablo, a la orilla del mar. Señaló una pequeña playa, entre las marismas.
– El nombre de este lugar, la Piedra de la Ballena, al fondo de la ría del Muguín, ¿qué significa, exactamente? ¿Qué tiene de especial?
– Si exceptuamos su configuración geológica, una losa de sílex pulida y plana, alabeada por las mareas, nada -comentó el sargento-. Creo que antiguamente los pescadores de ballenas, y Dimas Golbardo era uno de ellos, y acaso, por cierto, el más legendario, remolcaban hasta allí sus capturas. Pero de eso debe hacer medio siglo. Desde que estoy destinado aquí, y va para tres lustros, ese paraje no se ha vinculado con investigación alguna. De forma anecdótica, figura en las guías como información turística, junto a los milagros de Escolástica General, la beata, y otras curiosidades del delta.
– Hablando de curiosidades, sargento. En el expediente de Pedro Zuazo, el farero que se desnucó el pasado verano al caer por los acantilados de Isla del Ángel, se afirmaba que fue un marino quien encontró su cadáver.
Romero asintió.
– Creo recordar que así ocurrió, en efecto.
– ¿Podría facilitarme los datos de ese marino?
– Naturalmente. José Sumí. Gobierna una embarcación llamada La Sirena del Delta. Por si iba a preguntármelo, le diré que se trata del mismo patrón que descubrió los restos de Dimas Golbardo en la Piedra de la Ballena.
La subinspectora sonrió melosamente, como adulando la capacidad de su interlocutor.
– Me lee el pensamiento, sargento. ¿Ha interrogado a Sumí?
– Desde luego.
– ¿Sacó algo en limpio?
– No mucho. José Sumí sale a navegar casi a diario. De hecho, su embarcación es la única que se atreve a desatracar incluso con mal tiempo. Nadie domina la costa como él. No tiene nada de extraño que socorra a algún accidentado, o que se tope con alguien que, por desgracia, ya no necesita auxilio de ninguna clase.
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