Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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Los hermanos de la costa: краткое содержание, описание и аннотация

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Dejaron atrás los muelles, el astillero, los fanales del puerto pesquero. De la lonja, a través del contaminado brazo de mar, llegaba un olor ácido, una pestilencia a pescado podrido, a redes arrastreras tendidas a secar.

Salieron a mar abierta. Martel estaba solo en la plataforma de popa. Cuando unas olas negras encresparon el océano, comprendió por qué nadie había adquirido billete de cubierta. Resignado a pasar la madrugada a la intemperie, se arrebujó en la manta de viaje. Las toldillas cazaban el viento y lo expulsaban con un eco. Plop.

A medianoche, con violenta marejada y una neblina rasa que cegaba los ojos, el sobrecargo subió a cubierta. La oscuridad era tan densa que tuvo que ayudarse con una linterna para localizar al pasajero. Ajeno a la inestable navegación, y al desasosiego de los perros, que gruñían ovillados para darse calor, Martel, tumbado entre dos butacas, roncaba con la cabeza torcida en una inverosímil postura. Sus insensibles dedos sostenían una colilla apagada.

– ¡Despierte!

El hombre del bigote tardó unos segundos en situarse, en comprender por qué aquel piso resbaladizo se inclinaba bajo sus botas vaqueras.

– ¡Tenemos galerna! Estará mejor abajo. ¿Viene conmigo?

– ¿Y mis perros?

Detrás de la cortina de bruma no se veía nada. El viento borraba las voces.

– ¿No puede vivir sin ellos? -gritó el sobrecargo, aferrándose a la borda.

Descendieron por una escotilla. Forrado de planchas de acero, el pasillo de camarotes hacía de caja de resonancia al temporal.

En la diminuta cafetería, el humo del tabaco flotaba alrededor de las lámparas.

– Tomaré orujo -decidió el oficial-. ¿Me acompaña?

– Coñac -prefirió Martel-. Tres palitos.

– ¿Cómo dice?

– Una copa doble de Carlos III. Ter-ce-ro. Tres palitos.

Algunos miembros de la tripulación jugaban a las cartas. La galerna no parecía inquietarles. Estirándose sobre sus cabezas, en puntas de pie, Martel indagó:

– ¿Guiñote?

– Tute -repuso uno de los marineros-. ¿Se anima?

– No quisiera arruinarles la partida. Verán: los juegos de mesa no son mi fuerte. Pero les puedo formular una proposición deshonesta: póker.

– ¿Por qué no? -Suscribió otro de los tripulantes-. Estoy harto de esta mariconada del tute.

– He traído baraja -aseguró el pasajero, quitándose la gabardina, tan arrugada y sucia que con ella parecía haber lavado un coche-. Por si me aburría. Está nuevecita, sin estrenar. A propósito: me llamo Martel, Carlos Martel. No confundir con el de los tangos.

Nadie rió, pero él había soltado una carcajada gangosa. Se sentó y alisó unos billetes sobre la mesa. Desprecintó el mazo y barajó. El corte de los naipes sonó como el rasguido de una guitarra.

– Podemos empezar con prudencia, hasta que nos vayamos conociendo mejor. ¿El descarte a mil?

– A doscientas -moderó el sobrecargo.

– Como quiera. Usted sale, almirante.

Tras los ojos de buey, el temporal desataba su ira. La nave cabeceaba como una atracción de feria. El segundo de a bordo se ausentó durante un par de manos. Cuando volvió no daba muestras de intranquilidad, pero no habló y se descartó pésimo en la siguiente ronda.

Otros pasajeros se habían refugiado en la cantina. Entre ellos, una mujer alta, vestida con elegancia, aunque con un estilo excesivamente masculino para el gusto de Martel. Había ocupado la mesa del rincón y tomaba café sumergida en la lectura de un libro cuya portada mostraba la imagen de un hombre prácticamente desnudo, a excepción de un lienzo -«un taparrabos», pensó Martel- que le envolvía la cintura. La ilustración era realista, impactante. Con el torso atravesado por sangrantes puntas de flecha, el apóstol del libro recordaba a los mártires cristianos.

También de la lectora emanaba un aura espiritual. «Como si estuviera mal follada», sentenció Martel. Mientras saboreaba a pequeños sorbos su copa de balón, miró con descaro a la silenciosa pasajera. Pero Martina de Santo, tras sostener su mirada con indiferencia, dejó el libro y cogió un grueso dossier. Como si a su alrededor nada existiera, se puso a revisarlo con total concentración.

La información de Horacio Muñoz resultaba bastante reveladora. Según los datos recopilados por el archivero, otros hombres habían perdido la vida en el delta, en accidentes de navegación, o ahogados por las corrientes costeras. Entre ellos, el invierno anterior, corroborando la versión de su hijo Daniel, un varón llamado Gabriel Fosco, farmacéutico de profesión, cuyo hinchado cadáver había aparecido flotando en la marisma.

El informe de Muñoz incluía, además de un censo de la población de Portocristo, diversas monografías del estuario, fotocopiadas y subrayadas en sus aspectos de mayor utilidad. La subinspectora se consideró satisfecha. Había suficiente lectura como para mantenerla ocupada durante las horas muertas de la travesía marítima.

A su lado, continuaba la partida. El capitán bajó a la cantina para templarse con un carajillo. A consulta de la subinspectora aseguró que arribarían a Portocristo sin novedad, si bien con demora sobre el horario previsto. El norte polar, advirtió, soplaba con fuerza. Los señores pasajeros debían abstenerse de salir a cubierta.

Al ver entrar al capitán, Martel se había apresurado a recoger el dinero de la mesa; idéntico reflejo apresuró las callosas manos de los tripulantes. Si el capitán se había percatado de la timba, supo disimularlo. Nada más apurar su taza, y salir, se reanudaron las rondas.

– Subo a mil -se estiró Martel-. Para comprobar si me estoy jugando los cuartos, o no, con marineros de agua dulce.

– Le atrae el riesgo, ¿verdad? -comentó el sobrecargo, que atravesaba una mala racha.

Martel había ganado varias vueltas seguidas.

– Iguale mi apuesta y saldrá de dudas, almirante.

Con el cambio de guardia, terminó el póker. Los marineros se levantaron de mal humor. Habían perdido unos pocos miles de pesetas; una minucia en comparación con la suerte corrida por el segundo de a bordo.

Martel fue recogiendo sus cuantiosas ganancias. Apuró su copa y la alineó en la contraventana, junto a la vajilla que tintineaba con los bandazos del barco. La pasajera del libro de estampas religiosas debía haberse retirado. En el cenicero de su mesa habían quedado media docena de colillas sin filtro, teñidas de carmín. Martel cogió una y se la guardó en el bolsillo.

– Ha sido un placer, caballeros. Yo pagaré las bebidas. ¿Se ofenderán si añado una ronda a cuenta? Disfrútenla a mi salud en la travesía de vuelta.

Desoyendo los consejos del capitán, Martel subió a popa. La noche era aún más gélida y oscura. El viento lo despejó. Los perros temblaban. Al reconocerlo, ladraron salvajemente. Martel se arrodilló entre las brasas de sus ojos, y les habló.

Los rayos iluminaban el mar con eléctrica claridad. Sin embargo, no rompería a llover. A la luz de los fogonazos, hacia la costa, se distinguían montañosas sombras, dramáticas como el decorado de un ballet o de una ópera fantástica.

El ferry se acercó a los acantilados. Pasada la medianoche, se adentró en la bahía de Portocristo. El viento había amainado, pero la niebla hubiera podido cortarse con un cuchillo. Estremecido bajo sus ropas húmedas, Martel gozó de una sensación de paz, como si navegaran sobre un estanque.

Apenas se distinguían los contornos del muelle. Al desembarcar, Martel se despidió del sobrecargo.

– Ha sido un honor viajar bajo su bandera. Un último viático, hágame el favor. ¿Sería tan amable de recomendarme alojamiento en el pueblo?

– La posada del Pájaro Amarillo -repuso el oficial; su hosca mirada evidenciaba que no se había recobrado de sus pérdidas-. Una castiza hostería, con una tasca más típica aún y jugadores de cartas a quienes podrá desplumar. Tiene jardín, se lo digo por sus chuchos. No es barata, pero usted podrá pagarla -añadió, vengativo.

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