Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Martel había llegado a la capital norteña a primera hora de la tarde de aquel lunes de diciembre, en un automóvil que había alquilado muy lejos, más allá del otro extremo del país; en Ceuta, para ser exactos. Después de cruzar en barco el Estrecho de Gibraltar, hasta Algeciras, había atravesado la península conduciendo hora tras hora, sin apenas detenerse, salvo para reponer combustible en áreas de servicio. Llenaba el depósito, dormitaba un rato recostado contra el volante y proseguía el viaje mientras en la radio los programas matinales sucedían a las tertulias nocturnas y él combatía el sueño encendiendo un cigarrillo negro cada tres cuartos de hora.

Debía conocer bien el centro de Bolscan porque se orientó con facilidad. Sorteó el tráfico y aparcó sin vacilaciones en el hangar de la agencia de alquiler de vehículos.

Al salir del coche notó las piernas entumecidas por el largo viaje. Para oxigenarse y estirar los músculos, se puso a practicar flexiones. Ante la asombrada mirada de una señora que esperaba ser atendida, Martel tomó carrera, cruzó la nave, dio una voltereta en el aire y ejecutó una serie de acrobacias, hasta quedar apoyado contra la pared, en la posición del pino. Después recogió las monedas que se le habían caído de los bolsillos, fingió agradecer con una reverencia las ovaciones de un público imaginario y abrió el maletero. Dos grandes daneses saltaron como enjaulados demonios. Eran casi tan altos como su dueño. Cuando se encaramaron sobre sus hombros, lamiéndole con sus sucias y grisáceas lenguas, rebasaron su talla. Uno, el macho, era negro con manchas blancas. La otra, la hembra, blanca con pintas negras.

Un empleado apareció en la puerta de una oficina anexa.

– ¡Eh! ¿Quién es usted?

– Un cliente que suele tener razón -adujo con desparpajo aquel hombre que parecía escapado de un mariachi, y que desdobló y entregó al empleado la póliza de alquiler.

– Prohibimos viajar con animales. ¿No se lo advirtieron mis compañeros de… -el encargado consultó la sede de expedición- Ceuta?

– Tal vez -repuso Martel-. Pero no lo recuerdo. La memoria no es mi fuerte. Soy hombre de futuro. Y ahora estamos todos aquí. La cosa ya no tiene remedio, ¿verdad, jefe?

El viajero permanecía junto al coche. Mientras hablaba, no había dejado de acariciar la chapa como si fuese el lomo de uno de sus perros. Martel era tan pequeño que su coronilla apenas sobresalía de la portezuela, pero poseía un tórax ancho, de boxeador o de levantador de pesas. Para superar el complejo de su baja estatura, usaba botas camperas, con tacón. Cuando deseaba encararse con su interlocutor, por lo general más alto que él, se elevaba disimuladamente de puntillas.

Las carreras de los perros pusieron nervioso al empleado. El más grande, el macho, que alzaba la envergadura de un caballo enano, ladraba sin cesar. Asustada, la señora se había desplazado al otro extremo del hangar, desde donde contemplaba con aprensión el bigote mexicano de Martel.

– Revisaré la tapicería, si no le importa -dijo el agente.

– ¿Por qué desconfía? Mis pequeñuelos están acostumbrados a viajar en el maletero. Lo encontrará limpio. En realidad, hemos parado en demanda de información. Quiero proseguir viaje.

– ¿Hacia dónde se dirige?

– A Portocristo, en la costa. Olvidé preguntar en Ceuta si su agencia disponía de sucursal allí, a fin de devolver el vehículo.

– No, no tenemos delegación. Además, la carretera está cortada por las inundaciones. El buen tiempo ha derretido la nieve de las montañas.

– ¿Cómo podré llegar? ¿En ferrocarril?

– Las vías han sufrido daños. Le aconsejo que tome el ferry. Sale del muelle. Está a tiempo de cogerlo.

Martel devolvió las llaves, recuperó la fianza y el saldo del combustible y pagó la factura. Caminando a buen paso, cruzó el casco antiguo y se dirigió hacia el puerto. Por todo equipaje, atravesada en la espalda, a modo de fardo, acarreaba una bolsa de lona.

Hacía un tiempo brumoso, pero la temperatura era grata. Sujetos por correas de cuero, los perros arrastraron a su dueño hacia las glorietas del paseo marítimo. Martel atribuyó su excitación al prolongado encierro y al exuberante estímulo de las alamedas de Bolscan, bendecidas por el clima atlántico. Refrenándolos, se detuvo para secarse el sudor y respirar el perfume de las lilas.

El mar golpeaba los espigones de una ciudadela militar. Una pareja de guardiamarinas custodiaba la entrada al recinto portuario. Sobre una plataforma de cemento atravesada de cabestrantes y grúas, se alzaban las bordas de los cargueros.

Anochecía. Faltaban unos minutos para la salida del ferry. Martel los empleó en tratar de vencer la oposición del sobrecargo, que se resistía a embarcar a los perros.

– Son animales de compañía, apenas unos cachorros -argumentaba su propietario, gesticulando con un aire histriónico-. Bien adiestrados. Inofensivos, se lo puedo jurar. Y, naturalmente -agregó, agitando dos rígidas estructuras de cuero y acero-, disponen de sus reglamentarios bozales. Respóndame a una cuestión, almirante: ¿por qué nos considera indignos de viajar en su barco? Soy contrario a la anarquía, un ciudadano respetuoso con la ley.

La compañía marítima era mercante, desde luego, pero aquel oficial, pensó Martel, perfectamente podía haber sido educado en la disciplina de la marina de guerra. De hecho, los galones bordados en su chaquetilla evocaban un eco castrense. Sin embargo, poco a poco, la terquedad del viajero, dispuesto a cualquier cosa con tal de no abandonar a sus animales en tierra, fue conquistando un terreno más propicio. Debió favorecerle el hecho de que, al ser frías las noches de invierno, no se hubiesen vendido butacas de cubierta, por lo que difícilmente sus perros iban a molestar al pasaje.

Estalló una sirena, y ronroneó un motor. El ferry iniciaba la maniobra. Como recogidos por fantasmales manos, los cabos fueron desovillándose de sus recios amarres. Martel se arrodilló e imploró al sobrecargo. Acodados a la borda, los marineros del ferry acogieron burlones la cómica escena. Magnánimo, el oficial accedió al fin. El viajero recogió su bolsa y, agitando las traillas, subió la pasarela. A punto estuvo de tropezar con una pasajera alta y delgada, cuyo pálido rostro quedaba un tanto enmascarado bajo el ala de un borsalino de fieltro.

– Le debo una, almirante -dijo, en medio de un coro de ladridos.

– No quiero líos -le advirtió el sobrecargo-. Mantenga a esos chuchos atados durante toda la travesía.

Martel se dirigió a la cubierta de popa y amarró las correas a los remos de un bote salvavidas. Los daneses parecían hambrientos. Su amo sacó un abollado plato de aluminio y los alimentó con pienso artificial.

Zarparon despacio, tras la estela del práctico, entre buques-cisterna, petroleros y el transatlántico de la ruta americana, cuyas amuras se alzaron sobre ellos como rascacielos de una ciudad de cristal.

Caía la noche, y la niebla con ella. En la cubierta comenzaba a notarse frío. El pasajero desenterró del fondo de su equipaje una arrugada gabardina y se la puso sobre su traje de desfasado patrón, con solapas demasiado anchas y pantalones entallados como los que estuvieron de moda a principios de los años setenta.

Carlos Martel había pasado en África la mitad de su turbulenta vida. Había sido cazador furtivo, importador de vinos y traficante de armas. Con las privaciones y la edad, pero sobre todo con su desprecio al pasado, que sólo le devolvía aromas de derrota, restos de un naufragio personal, su memoria se había tornado frágil. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que un sastre de Tánger confeccionara para él, sobre una pieza de algodón egipcio, aquel terno de coloniales hechuras?

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