Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– ¿Se ha calmado, campeón? -preguntó Buj, mirando al músico con ojos entrecerrados. El papel de su cigarrillo se le había pegado al labio inferior; la colilla subía y bajaba con los movimientos de su boca.

Un tenso y humillado Amandi guardaba silencio. Su rostro parecía el de un boxeador al término de un combate. Uno de sus párpados se estaba hinchando de manera alarmante y una cárdena contusión le traumatizaba el pómulo.

– ¿Está en disposición de declarar? -prologó Buj.

– Jamás pensé que fuese a ser tratado de esta forma en mi propio país.

– ¿Su país? -se burló el inspector-. ¿No es usted un presumido espagueti?

– Mi madre es española, y tengo residencia en Madrid.

Buj extrajo unos papeles doblados de su bolsillo y enarboló lo que parecía un atestado.

– ¿Se refiere a una propiedad que ha sido denunciada en repetidas ocasiones por la comunidad de vecinos como sede habitual de fiestas y orgías en las que, de modo habitual, se consumía toda clase de estupefacientes?

– No sé de qué me está hablando.

– No se haga el Tancredo. ¡Claro que lo sabe!

– ¡Soy un artista de prestigio internacional!

– ¡Un golfo, eso es lo que es usted! -bramó Buj, descargando tal golpe en la mesa que la superficie permaneció temblando durante varios segundos.

– No le tolero…

– Me temo que no está en condiciones de ejercer ningún veto. No mientras pese sobre usted la sospecha de haber cometido un asesinato por el que podría caerle el equivalente a una cadena perpetua.

– ¡Un asesinato! ¡Está usted de broma!

– Créame si le digo que dispongo de pruebas suficientes para que un juez le envíe a prisión. Allí se le rebajarán los humos.

– ¡Yo no he matado a nadie!

– Tiene derecho a proclamar su inocencia -condescendió un astuto Buj-. También lo tiene a que le asista un abogado. ¿Quiere llamar a uno, o que se lo asignemos de oficio?

– No necesito que ningún abogado me defienda de algo que no he hecho.

– ¿Está seguro?

– Contrataré al mejor cuando les denuncie a ustedes por abuso de autoridad.

El Hipopótamo se encogió de hombros.

– Fue usted quien intentó agredir a mis hombres.

– ¡Invadieron mi intimidad y destrozaron una obra de arte! ¿Qué ha ocurrido con mis papeles?

– Sus pertenencias le serán devueltas. ¿Cuánto ha bebido usted?

– Estoy sereno.

– ¿Lo bastante como para declarar?

Amandi no contestó. El inspector sobrentendió que aceptaba el careo y decidió descargar su primer golpe de efecto.

– Vamos allá. Varias evidencias le relacionan con la violenta muerte de Gedeón Esmirna. Incluso una conocida suya, la subinspectora De Santo, lo ha situado en la escena del crimen.

– No le creo.

Buj continuó, impertérrito:

– Usted estuvo anoche en la calle de los Apóstoles, en la tienda de antigüedades de Esmirna. Le vieron entrar en torno a las doce y abandonar el establecimiento una media hora más tarde. El ayudante del anticuario descubrió el cadáver hacia las dos de la madrugada. Le habían decapitado, mutilado y colgado del techo con ayuda de una soga.

El Hipopótamo se relamió, antes de resumir:

– Estos son los hechos.

Sucios y enredados mechones de pelo rubio caían sobre la frente de Maurizio. El artista alzó sus esposadas manos para retirarlos. Ese reflejo reveló otra herida en su frente, un corte ancho en cuyos bordes la sangre aún no se había coagulado.

– Es cierto que estuve con Esmirna. Pero yo no le maté.

Buj contuvo una sonrisa. El sospechoso acababa de caer en sus redes. A juicio del inspector, sus últimas palabras suponían prácticamente una confesión.

– Le recuerdo que dos negaciones equivalen a una afirmación.

– Es la verdad. La repetiré cuantas veces haga falta.

– Probablemente, se verá forzado a hacerlo. Pero ¿con qué argumentos?

Maurizio desprendió que las cosas comenzaban a complicársele, y que le convenía apaciguarse. Por primera vez, echó en falta la asistencia letrada. Pero su orgullo le impidió reclamar ahora un abogado, y relató:

– Tenía una cita con el anticuario para formalizar una transacción. Adquirí las piezas que había ido a negociar y regresé al hotel.

Buj se sentó en el filo de la mesa.

– Muy bien. Le recomiendo que siga manteniendo esa actitud colaboradora. ¿Esmirna y usted estuvieron solos en el establecimiento?

– Sí.

– ¿Alrededor de media hora?

– Más o menos.

– Cuando usted llegó, ¿la puerta estaba cerrada?

– Esmirna la abrió desde dentro.

– ¿Con una llave?

– Creo que sí.

– ¿Estaba puesto el pestillo?

– Sí.

– ¿Qué hizo con esa llave?

– No lo sé. Supongo que la dejaría en la cerradura.

– ¿Por qué tenía tanto interés en verle? ¿Cuál iba a ser el objeto de su compra?

– Un grabado y el busto de Modest Mussorgsky que ustedes han destruido.

– ¿De quién?

– Un compositor ruso.

– ¿De tanto prestigio internacional como el suyo?

El rostro tumefacto de Amandi resplandeció de vanidad.

– Su ignorancia me consuela, inspector. Ahora sé que saldré libre.

Colérico, Buj le apartó la mirada para echar un vistazo al resto de sus papeles. Desde el otro lado del espejo, Martina intuyó que el interrogatorio iba a tomar otro cariz.

El Hipopótamo modeló su voz en un tono falsamente narrativo:

– Los polizontes modestos, como yo, los que hemos estudiado en la universidad de la vida, no tenemos residencia en Madrid y nunca nos alojamos en hoteles de cinco estrellas. Tampoco frecuentamos el Teatro de la Ópera de Viena, donde recientemente se cometió otro crimen en el que asimismo su famosa persona se vio implicada. La víctima respondía al nombre de Teodor Moser, pero eso usted ya lo sabe.

– Tampoco tuve nada que ver con su muerte.

– Por supuesto. No hay nadie más inocente que usted bajo la capa del cielo. Lástima que hayamos hablado con nuestros colegas austríacos. Entre las ropas de la víctima, un anticuario vienés, el mencionado Teodor Moser, se encontró una carta suya. Según dicha carta, usted le había citado esa noche en el teatro, donde, al finalizar su actuación, se proponía entrevistarse con él.

– No lo negaré. Pretendía adquirir algunos documentos que obraban en su poder.

Buj, asintió, fingiendo comprensión.

– Sin embargo, Teodor Moser no pudo acudir a su cita. Lo asfixiaron en su palco, como a un pollo. Una ejecución limpia, bien planificada, cuya investigación sigue abierta.

– No por lo que a mí respecta. Moser fue asesinado mientras yo permanecía en el escenario. ¿O cree que mi karma sobrevoló el patio de butacas para sorprenderle a traición? No, inspector. Yo no pude hacerlo materialmente. Así lo entendió la policía vienesa, cuyos agudos detectives tampoco lograron sostener mi presunta complicidad. De manera que me dejaron en paz; igual que hará usted en cuanto termine de molestarme.

– Tenemos tiempo. ¿Sabe que la letra de su carta coincide con la caligrafía de unas esquelas que anunciaban la muerte de Moser y de Gedeón Esmirna?

– No tengo la menor idea de qué está hablando.

– Se lo anticipo porque el Juzgado ha solicitado la prueba del calígrafo.

– ¿Qué Juzgado?

– El que entenderá de su culpabilidad.

– ¡Me están condenando de antemano!

– No se ponga nervioso.

– No lo estoy. ¡Indignado, sí! ¡Como lo estará el ministro de Cultura, en cuanto se entere de las vejaciones a que me están sometiendo!

– ¿El ministro italiano o el español?

El Hipopótamo celebró su propio chiste. Su entrecortada risa resonó en la habitación blanca y rectangular, excesivamente iluminada con cuatro bombillas de cien vatios enroscadas a una única lámpara en forma de media circunferencia. Como si intuyera que al otro lado se hallaba Martina, Amandi clavó la vista en la única pared con cristal opaco.

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