Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– Ya disculpará el desorden. Soy un viejo solitario. Recibo muy poco.

Sin embargo, un escrupuloso orden reinaba en el piso.

Todo parecía estar en su sitio. Los suelos de madera relucían como si acabaran de encerarlos, y de las blancas paredes, apenas decoradas, emanaba una limpia luminosidad. La calefacción debía de estar al máximo, porque hacía mucho calor. Uno de los radiadores goteaba sobre un platillo de estaño.

A una indicación suya, Martina siguió a Mercié a lo largo del pasillo principal, hasta un cuarto en forma de hexágono, con exóticas plantas de interior, un piano centrado y una serie de silloncitos bajos dispuestos en círculo, como aguardando a un público inexistente. La biblioteca ocupaba las paredes alternas a las ventanas. Todos los volúmenes estaban encuadernados en piel, de ahí el ligero olor a cuero.

– ¿Es aquí donde imparte sus clases?

– Sí, aunque cada vez tengo menos alumnos. A los chicos de hoy apenas les interesa la música. La clásica, claro.

La subinspectora echó un rápido vistazo a la curiosa habitación. Algunas fotos colocadas sobre una mesa camilla aportaban imágenes del pasado de Mercié. En una de ellas, recibiendo un premio, posaba con los reyes de España, pero en la mayoría aparecía solo ante monumentos de diferentes países, o tocando el piano en distintas salas. Los retratos resaltaban su aire andrógino, casi femenino en determinados gestos. Martina sospechó que en varias de las fotografías estaba maquillado. La única foto que no reflejaba su imagen correspondía a una mujer. El parecido con el profesor era extraordinario.

– ¿Le agrada mi salita? -preguntó Mercié. Sofocada por el mobiliario, los libros, las cortinas, su voz no produjo resonancia.

– Disculpe, no pretendía parecer curiosa.

– Pregunte lo que desee.

– ¿Quién es esa mujer?

– Mi hermana. ¿Le apetece beber algo? Nunca tomo cafeína, por prescripción médica, pero puedo ofrecerle algún refresco.

– Quisiera molestarle lo menos posible.

– No la conozco, pero su aspecto me ha agradado enseguida. Estoy persuadido de que su visita no va a suponerme molestia alguna. ¿Sabe? Es la primera vez en toda mi vida que hablo con un policía.

– Horacio Muñoz lo es.

Educadamente, Leonardo Mercié replicó que nunca lo había considerado como tal, sino como padre de una de sus alumnas.

– Laura. Una chica con bastante talento, pero un tanto indisciplinada.

– ¿Le explicó mi colega el motivo de su consulta?

– Ni él lo hizo ni yo se lo pregunté. Tan sólo me dijo que necesitaba informarse sobre un compositor, Modest Mussorgsky.

Martina sacó un cigarrillo. El gesto de horror de Mercié la invitó a guardarlo. No obstante, el profesor adujo, con hospitalidad:

– Mis pulmones están ya bastante contaminados, pero fume, si lo desea.

– Puedo aguantar. Coincidirá conmigo en que la visita de nuestro común amigo Horacio obedecía a una petición poco habitual. ¿No le extrañó?

– Supongo que sí, pero recibo consultas de ese género con cierta frecuencia. Presumí que el señor Muñoz necesitaba datos para algún tipo de trabajo y le proporcioné varios libros.

– Los he hojeado. Nos resultarán de utilidad para el caso que estamos investigando.

Mercié se llevó las manos a la boca.

– ¿Un caso policíaco? ¡Caramba! Pero tome asiento, subinspectora, hágame el favor.

– Preferiría permanecer de pie.

– Como guste. Yo me sentaré, si no le importa. Arrastro un catarro mal curado y he pasado mala noche.

El rostro del profesor, delgado y anguloso, animado por unos enormes ojos que concentraban su tensión vital, expresaban serenidad. Los años habían hecho ralear sus cejas y su cabello. La subinspectora se fijó en sus manos. Eran largas, de una gastada blancura y dedos anchos y fuertes, hechos a pulsar las teclas del piano. En la muñeca derecha le colgaba una pulsera de oro con una plaquita en la que figuraba grabado un nombre que no era el suyo.

Mercié preguntó, en un tono ligeramente excitado:

– ¿Ha venido a verme porque cree que yo puedo ayudarla en ese caso?

– Estamos tratando de aclarar una muerte reciente -comenzó a explicarle Martina-. La de un anticuario, Gedeón Esmirna. ¿Le suena ese nombre?

El profesor sonrió con distancia. Tenía los dientes amarillentos, con los incisivos afilados y las palas manchadas de sarro.

– Jamás lo había oído antes.

– ¿Está seguro?

– Hasta donde alcanza mi débil memoria, lo estoy.

– Su muerte ha sido noticia. ¿No escucha la radio?

– ¿Ese agresivo artefacto invasor? Me molesta su ruido, tanta cháchara inútil destinada a llenar el vacío de quienes nada mejor tienen que oír. Me irritan los ruidos de nuestra civilización: los coches, las sirenas, el llanto de un bebé, los gritos de la muchedumbre huérfana. Todos los ruidos.

La subinspectora reparó en la calidad del silencio que reinaba en la casa. No se oía nada.

– ¿Ha insonorizado esta habitación?

– El piso entero, salvo la cocina y los cuartos de baño. No tenía otra forma de combatir las agresiones externas, ni existe sistema mejor para acceder a un cierto grado de concentración. Cuando toco el piano, necesito que la música penetre en mi interior, hasta anular mi respiración, los propios latidos de mi corazón. Sin embargo, cada vez me cuesta más alcanzar ese estado de dicha. Será porque voy haciéndome mayor.

– Se conserva usted muy bien.

– Para mis ochenta años, supone un cumplido.

Martina lo contempló, asombrada.

– No le habría dado más de sesenta y cinco.

– Es usted muy bondadosa. ¿De verdad no le apetece alguna bebida?

– No, gracias. Pero quisiera ir al lavabo. Creo que me estoy mareando un poco.

Un tanto alarmado, Mercié razonó:

– Puede que sea el calor.

– O esa indisposición que nos aqueja a las mujeres todos los meses.

El tono de Mercié hubiese servido para resumir un tratado de misoginia:

– Segunda puerta a la derecha, en el pasillo.

– Vuelvo enseguida.

Martina entró en el cuarto de baño y pasó el pestillo. Una bañera con asas de hierro ocupaba el frontal. El espejo reflejaba objetos de aseo diario, ordenados en una metódica hilera, desde la jabonera a los frascos de colonia.

La subinspectora abrió el grifo del lavabo, destapó los frascos y, dilatando las ventanillas de la nariz, fue aspirando su aroma.

Uno de ellos, en forma de anforita, sin etiqueta, y tapado con un corcho, tenía un diseño muy parecido al que Gedeón Esmirna había usado para perfumarse delante de ella, en su tienda, horas antes de que alguien se ensañara con él.

Martina inclinó la pequeña ánfora de vidrio y vertió unas gotas en la palma de su mano. Su fragancia le recordó el aroma predilecto del anticuario asesinado, aquella colonia que fabricaba él mismo, a base de plantas silvestres recolectadas en el Monte Orgaz. Tapó el recipiente, lo guardó en su bolso y, procurando no hacer ruido, revisó el contenido de un armarito con medicinas y elementos sanitarios de primeros auxilios. Registró después los bolsillos del pijama y del albornoz que colgaban detrás de la puerta. Ordenó los frascos, dejándolos tal como estaban, se lavó las manos, se humedeció la cara, cerró el grifo y regresó al estudio de música.

42

Leonardo Mercié no se había movido. Seguía sentado, contemplando la plaza a través de la cortina. El faldón del quimono dejaba ver una de sus flacas pantorrillas. La opaca luz de la mañana recortaba su silueta contra el cristal de una ventana.

Martina fingió azoramiento:

– Tenía verdadera necesidad de refrescarme.

El profesor se mostró comprensivo.

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