Para escándalo de Horacio, la subinspectora sacó la navaja del bolso y la depositó sobre la enciclopedia que el archivero había estado utilizando. En la página de la izquierda se reproducía un retrato de Modest Mussorgsky, exactamente igual al busto de escayola que Maurizio le había comprado a Gedeón Esmirna.
Sin tocarla, Horacio señaló la navaja.
– Anoche, en la tienda de antigüedades, pude oír lo que les adelantaba el forense. A Esmirna lo decapitaron con un arma blanca de considerables dimensiones.
– Probablemente, con el hacha que faltaba en el escaparate.
– Que, de momento, no ha aparecido. Y ahora me dice usted que Amandi dispuso de la oportunidad de esgrimir su navaja contra la víctima. Estamos hablando de un sospechoso lógico, Martina. Quizá, del principal.
– A veces, la lógica puede causar daños irreparables.
Horacio se echó atrás en su silla.
– No me agrada hablarle así, pero es la primera vez que la veo ofuscada.
– No estoy enamorada de él, si es eso lo que está pensando.
– Entonces, se guarda usted un as en la manga.
– Todo lo contrario. Maurizio Amandi carece de coartada.
– ¿Le ha confesado él que estuvo en la calle de los Apóstoles en torno a la medianoche?
– Sí.
– ¡Lo tiene claro! ¿Por qué motivo fue a ver al anticuario?
– Quería consultarle sobre el valor de una pieza, una pluma estilográfica que le había legado su padre; también pretendía adquirir un busto del músico Mussorgsky y alguno de los grabados de Hartmann que le sirvieron de inspiración para componer Cuadros para una exposición. Uno de esos grabados, al menos, está en posesión de Amandi. Buj lo descubrirá en su habitación, junto a la pistola.
El archivero hizo un gesto de concordancia.
– ¿Blanco y en botella? ¡Es la leche, subinspectora! ¿No comprende que todo le acusa?
La subinspectora dio por agotado el asunto. Ella misma se sentía exhausta.
– Tiene mala cara -dijo Horacio-. ¿Puedo ofrecerle algo?
– ¿Todavía guarda por ahí esa botella de whisky?
– Por supuesto.
– No me vendría mal un trago.
– Le serviré una copa. Pero sólo una.
Cojeando, el archivero se perdió entre las estanterías metálicas donde dormían cientos de historiales, incluidos los casos sin resolver. Cuando no tenía nada mejor que hacer, Horacio se dedicaba a desempolvarlos, jugando a encontrar nuevas pistas, algún dato que a los investigadores se les hubiera pasado por alto. Desde que un desgraciado disparo en el pie le había retirado del servicio activo, pasaba tanto tiempo en el archivo que aquel lóbrego subterráneo se había convertido en su segundo hogar. Martina de Santo seguía siendo uno de los escasos agentes que utilizaba con regularidad sus servicios, y que, con espíritu solidario, contaba con él para participar en alguna investigación. A ella y sólo a ella debía Horacio su renovada consideración entre los mandos. Sin embargo, su sentimiento de gratitud y la franca admiración que, debido a su corta pero brillante hoja de servicios, profesaba a la subinspectora, no le impedían percibir sus defectos. Resultaba evidente que sus lazos con aquel pianista, con Maurizio Amandi, fueran de la índole que fuesen, habían obcecado su habitual objetividad y, lo que era más grave, anulado por completo ese sexto sentido que diferenciaba a Martina del resto de los detectives.
La botella de whisky estaba disimulada en un rincón de la sección de Robos que esa misma mañana Horacio había estado ordenando para localizar los expedientes de atracos a parroquias rurales solicitados por el comisario. La cogió y regresó a su escritorio. No pudo ocupar su silla porque Martina se había sentado en su lugar para hojear la enciclopedia. El archivero tomó un vaso del cajón, limpió sus propias huellas con un pañuelo y le sirvió dos dedos. Martina se bebió el whisky de un trago, como una medicina.
– Más.
– Nada de eso, subinspectora. No son ni las doce de la mañana, y se acaba de meter en el cuerpo un puñado de aspirinas.
– El último.
El archivero obedeció a regañadientes. Acto seguido, se apresuró a esconder la botella.
– ¿Ha estado tomando apuntes sobre Mussorgsky? -le preguntó la subinspectora.
– Varias páginas.
– Me interesan las referencias a una obra que desde hace años obsesiona a Maurizio, Cuadros para una exposición.
– La enciclopedia le dedica un capítulo.
Martina localizó el epígrafe. Las ilustraciones reproducían algunos de los dibujos de Viktor Hartmann.
– ¿De qué tratan sus notas, Horacio?
– De aspectos biográficos del músico.
– Muy bien. Si le parece, practicaremos el siguiente ejercicio: usted me irá leyendo sus apuntes mientras yo repaso el capítulo de los Cuadros y voy tomando mis propias notas.
– ¿No sería mejor que primero le leyera y luego…?
– No tenemos demasiado tiempo, y puedo hacer ambas cosas a la vez. Arrímese una silla.
Horacio siguió sus indicaciones. La subinspectora sacó su libreta y se puso a dibujar el primero de los grabados de Hartmann. La voz del archivero adquirió un barniz doctoral, como si estuviera dictando una conferencia:
– Mussorgsky, Modest. Nacido en 1839 en Karevo, cerca de Toropets, a orillas del lago Zhizhitso…
– No es necesario que ponga esa voz.
– Vale… -aceptó Horacio, cortado-. Del lago Zhizhitso, ciento cincuenta millas al sur de San Petersburgo. Hijo de un terrateniente, Pyotr, y de Yuliya Ivanovna Chirikova, asimismo vástaga de modestos propietarios rurales. Uno de sus antepasados, Roman Vasilyevitch Monastirev, se apodaba Musorga, que en esloveno eclesiástico… ¿qué dialecto será ése?
– Limítese a recitar.
– ¡Malditos nombres! ¡Por eso nunca pude leer a los rusos!
– Horacio…
– Discúlpeme, subinspectora. No volveré a distraerla… Musorga, en esloveno eclesiástico, significaba «músico». Durante varias generaciones, los Mussorgsky fueron soldados. El abuelo del compositor fue capitán en el regimiento de guardias de Preobrazevsky, uno de los más prestigiosos del imperio. Sin embargo, el padre, Pyotr, fue declarado inhábil para el servicio militar. El y Yuliya Ivanovna tuvieron cuatro hijos, todos varones. Los dos primeros, nacidos en 1829 y 1833, murieron a corta edad. Sólo sobrevivirían Filareto, nacido en 1836, y el propio Modest. Ambos transcurrieron los diez primeros años de su infancia en Karevo. Su nurse, o nana, los introdujo en los cuentos y leyendas de la vieja Rusia, que años después Modest trasladaría a sus obras. Sería su madre quien les impartiría las primeras lecciones de piano. A los siete años, Modest interpretaba obras de Liszt. No hay apenas documentación de aquel período, pero parece que el niño se relacionaba con los campesinos de la hacienda, y que consideraba al mujik como la encarnación ideal del hombre ruso -Horacio se interrumpió, alelado. Delante de él, profundamente concentrada, con la mirada fija en las páginas de la enciclopedia, la subinspectora estaba procediendo a escribir con la diestra, mientras que su zurda, de modo simultáneo, trazaba dibujos en otro cuaderno. Sin poder creerlo, el archivero la estuvo observando durante medio minuto.
– ¿Por qué se detiene? -preguntó Martina, sin dejar de escribir y dibujar con ambas manos ni alzar la vista de las satinadas ilustraciones.
– Por nada. Sólo que… es alucinante.
– ¿El qué?
– Lo que está haciendo: utilizar ambas manos a la vez en funciones distintas.
– En realidad, es muy sencillo.
– ¿Cómo lo consigue?
– Poniendo en práctica la división de nuestros hemisferios cerebrales -repuso la subinspectora, en un suave tono de burla.
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